Las pestes y epidemias no han sido ajenas a Getsemaní o Cartagena. De hecho, fueron muy comunes hasta hace un siglo. Al punto que fueron una causa importante en la caída de la población y la economía en el siglo XIX. Pero los avances en salud pública durante el siglo pasado las hicieron algo casi desconocido para nuestras generaciones. Hasta que llegó el coronavirus.
Para hacer esta memoria primero se debe anotar que la conquista española triunfó más por los gérmenes que por las armas. Se calcula que más del 90% de la población indígena de todas las américas murió por enfermedades traídas por los conquistadores. Eso fue como una pandemia compuesta de muchas infecciones distintas. Lo segundo es que Cartagena casi no terminó de fundarse como ciudad colonial por la falta de agua potable cercana. Ni un río o laguna dulce a la mano. Luego, el agua en pozos y aljibes sería propagadora de varias plagas en nuestra ciudad.
La primera enfermedad transmisible de la que se tiene registro en Cartagena fue la epidemia de lepra que empezó en 1550 y persistió por las siguientes décadas. Aquel poblado que luego sería nuestra ciudad apenas tenía veinte años de fundado. Se dice que enfermó a unas 1.500 personas, la mitad de la población. De ahí surgió el leprocomio del Caño del Oro construido en el siglo XVI.
Otra epidemia, a mediados del siglo XVI nos dejó un legado en el barrio: la ermita de San Roque. Esta iba a quedar sobre la calle de la Media Luna, como un templo independiente. Pero la gravedad de la epidemia llevó a la creación de un hospital a cargo de los hermanos de San Juan de Dios y bajo el amparo de San Roque. A él se integró el templo.
Intercambio de gérmenes
Getsemaní fue muy cosmopolita desde sus orígenes, pero eso no era bueno en la perspectiva de las epidemias: gente de diversos orígenes significaba más gérmenes circulando. Era una consecuencia indeseada de ser puerto colonial, con barcos que venían de varias partes del globo, pocas medidas de higiene y, en el caso de los barcos negreros, un hacinamiento inhumano.
En 1729 una epidemia de fiebre amarilla que atacó a todo el país empezó en Cartagena. En 1782 el turno fue para una de de viruela, a la que llamaban “la amenaza del norte”, que entró por Cartagena y Santa Marta para desparramarse luego por todo el país. La misma enfermedad volvió a atacar a la Nueva Granada entre 1802-1804.
Algo que no se ha resaltado mucho es que en 1815, cuando la ciudad llevaba cuatro años de independencia y el español Pablo Morillo hacia la campaña de reconquista, sobrevino una epidemia de cólera. La ciudad de 18 mil habitantes terminaría derrotada no solo por el sitio de los realistas, sino por el hambre y la enfermedad combinadas. Algunas fuente indican que al final solo quedaban unos 8 mil cartageneros en pie al final de ese año.
Independientes y apestados
La Independencia significó recomenzar de cero, con muy pocos recursos y una población diezmada. Eso repercutió en casi todo el resto del siglo XIX. Un articulista escribía en 1822 acerca del muelle de los Pegasos y sus alrededores como un “albañal infecto, origen de miasmas y efluvios pútridos que contaminarían el aire, estimulando así el surgimiento de enfermedades”. Y no era el único en referirse así a las aguas de la bahía y de la ciénaga de San Anastasio (La Matuna).
Las diversas enfermedades tuvieron picos a lo largo del siglo, pero algunos fueron más mortíferos que otros. Entre 1839 y 1942 otra vez atacó la viruela. Y esta en particular atacó a Getsemaní. Entre agosto y noviembre de 1840 las muertes se dispararon en el barrio. Bastaron esos cuatro meses para doblar la cifras de fallecidos respecto de los dos años anteriores.Luego, en 1849, vendría la epidemia de cólera que se explica en la historia contigua, con su tremendo impacto en la ciudad.
Un nuevo siglo
En países con más ciencia empezaba a quedar claro que una ciudad moderna tenía que comenzar por la salubridad básica: acueductos, alcantarillados, higiene pública, combatir las aguas estancadas, etc. En Cartagena eso se tradujo en una obra fundamental: el Mercado Público, abierto en febrero de 1904. Respondía a la idea de salir de una ciudad decrépita y con muchos problemas de salubridad. El derribo de las murallas o la creación del parque del Centenario hacían parte de esa mentalidad. Eso implicó también la salida del matadero de la ciudad, que quedaba donde hoy está la pista de patinaje del parque Centenario. Era considerado un foco de enfermedades, no solo por el sacrificio de animales, sino porque sus desperdicios eran vertidos en el caño de La Matuna.
En 1913 entró a Colombia, en particular a la costa Caribe, la peste bubónica o peste negra que nos llegó tras comenzar en China en 1890 y tener varios rebrotes alrededor del mundo. Empezó por Barranquilla, pasó a Cartagena y duró hasta 1914. La falta de medios diagnósticos y la lejanía con Bogotá, que además no tenía mucha capacidad técnica, llevó al punto de que algunos negaran que fuera cierto tal brote epidémico. El caso es que el único laboratorio disponible en toda la región era el de la United Fruit Company, en Barranquilla. La epidemia registrada por los médicos locales, fue negada por un médico extranjero que había traído la compañía, preocupada por el impacto económico en el comercio.
Y aún venía un golpe más duro y extendido. En 1918 entró por Santa Marta y Cartagena la llamada gripa española. Se calcula que por ella murieron más de cincuenta millones de personas en todo el mundo. Las fotos de entonces muestran a la gente con tapabocas, a la prensa hablando de aislamiento y distancia social. La noción de los gérmenes y la higiene como prevención ya estaba instalada en las élites. En Colombia donde causó más estragos fue en la sabana cundiboyacense.
De ahí en más la cosa mejoró. Empezó el siglo de la penicilina, los antiobióticos, las vacunas y de grandes avances en la salud pública mundial. En Cartagena, a pesar de la desigualdad social y las limitaciones, también hubo avances: más agua, más alcantarillado, campañas de salud, etc. Nos siguieron atacando las enfermedades “permanentes” como las respiratorias y las gastrointestinales (esa lucha no ha terminado aún), pero ya no hubo esos períodos de epidemia. Hasta ahora. El coronavirus, en 2020, nos ha recordado el delicado equilibrio entre nosotros y el resto de la naturaleza.1849: El año del cólera
Empecemos por el final: Esta epidemia “desencadenaría el quiebre parcial de la ciudad y de sus estructuras sociales, políticas y económicas: un acontecimiento clave y representativo dentro de la vida de Cartagena durante el siglo XIX”. (...) “La población dejaría de crecer paulatinamente hasta caer al punto más bajo en los años 60; la participación de Cartagena en las redes comerciales de la región se tornaría menos activa; la figuración de la ciudad en el escenario nacional sería menos notoria y finalmente, la urbe quedaría en un estado bastante cercano al abandono”*. Así de grave fue.
La epidemia empezó lejos: en el río Ganges, en la India, en 1817. Fue rebrotando alrededor del mundo en distintas oleadas. A Cartagena llegó la tercera. Lo peor: se sabía que venía. Se tuvo fondeada a la goleta Flor de Mayo que venía de Chagres, en Panamá, mientras se decidía qué hacer; se sabía que allá había empezado un brote proveniente de New Orleans, en Estados Unidos; se discutió sobre si dejarlos bajar o no y sobre el impacto económico de una cuarentena. Discusiones similares a cuando nos llegó el coronavirus, pero 170 años atrás, y con una enfermedad supremamente más mortífera. Con una salvedad: entonces no se sabía si se transmitía por el aire o por el contacto entre las personas. La ciencia no había llegado a ese punto.
El triste final habla de la decisión que se tomó entonces: dejaron atracar a la goleta y de ahí en adelante empezó el conteo trágico.
Murieron muchos en muy corto tiempo. Nunca hubo cifras definitivas. Un ejemplo: entre el 27 de junio y el 31 de agosto el hospital de Caridad recibió 461 contagiados, de los que murieron 288. Los cálculos señalan que las víctimas mortales fueron entre 1.200 y 4.000 o entre el 10 y el 25 por ciento de toda la población de Cartagena. Murieron familias completas, quedaron huérfanos sin ningún asidero familiar.
“Considerable, entonces, debió haber sido el número de víctimas, si tan solo en el distrito de La Trinidad, dos médicos prestantes de la ciudad, los doctores Joaquín Manjarrés y Henrique Mangones, asistían en promedio a 300 enfermos diarios”, señala un ensayo especializado. Hubo un tira y afloje por conseguir recursos para los hospitales, pues las arcas de la ciudad estaban casi vacías, hasta que se logró un préstamo que llegó dos meses después.
El cólera no tenía miramientos con la edad de sus víctimas, así que las familias corrían a bautizar a sus bebés. En la parroquia de la Santísima Trinidad hubo cuarenta bautizos en julio, la cifra más alta de todo el siglo.
Al final, el cólera fue cediendo, más porque ya había arrasado con la población que por medidas efectivas para controlar su contagio. “En las parroquias de Santo Toribio y la Trinidad, en donde la epidemia hacía tan notables estragos, ha cedido hasta el punto de no haber habido entre el día y la noche de ayer, sino solo cuatro casos según los informes de los respectivos alcaldes”, escribió el gobernador Juan José Nieto, el mismo que después se opuso en el congreso a la cuarentenas.
La peste del cólera acabó con lo poco que había tras los vaivenes posteriores a la Independencia. Barranquilla y su puerto asomaban sobre el horizonte. La ciudad entraría en un letargo del que le tomó salir más de un siglo.
*Las citas, el gráfico y algunos datos específicos provienen del libro: La ciudad en tiempos de epidemias Cartagena durante el siglo XIX e inicios del XX. Universidad de Cartagena. Disponible en internet.