Pasamos al frente suyo y nos parece que debe haber existido allí desde la Colonia. En realidad fue erigido hace ciento treinta años y tapó la fachada original del claustro franciscano. Sin embargo, su buena integración arquitectónica lo convirtió en una parte indivisible del viejo convento, tanto que fue reconocido formalmente como Bien de Interés Cultural del Orden Nacional (BICN).
En la Colonia allí quedaba un cercado, según lo indican algunos planos. Los indicios apuntan a que allí se enterraban personas cuyos escasos o nulos recursos económicos no les alcanzaban para ser enterrados en el templo, como si lo eran los feligreses y vecinos reconocidos. Algunos hallazgos en la intervención actual del claustro refuerzan esa idea: indicios de lo que quizás era una pequeña capilla cuya puerta daba justo a ese espacio y la cripta cercana que se conservó todos estos siglos tiene unas dimensiones y una disposición que hacen pensar que allí podían depositar los cuerpos antes del enterramiento final.
En los años 1600, el agua de la bahía llegaba mucho más cerca de esa barda que delimitaba el cercado. El segundo piso del claustro tenía grandes arcos y era un mirador amplio hacia la bahía que casi llegaba a sus pies. Tras las varias décadas que duró completar su construcción, al final llegó a ser descrito como el mejor convento de la ciudad.
Poco a poco, relleno tras relleno, su frente se convertía en una calle amplia que comunicaba a la ciudad fundacional con el Arsenal y la calle Larga, que cada vez más importantes en su vida económica.
Para 1757 estuvo terminada la iglesia de la Tercera Orden, en la esquina de la calle Larga. Esta sobresalía bastante respecto del claustro franciscano. Se formó así una esquina interna, que hoy coloquialmente llamaríamos ‘muela’. Esa fue la génesis del edificio Porto, que se construyó más de un siglo después. Pero lo primero que encima del solar y del cementerio, fueron unas casas accesorias, que tenían más vocación comercial que residencial.
Con la Independencia, la nueva nación, las regiones y las ciudades requerían nuevos recursos para hacer frente a los gastos. Una fuente fueron las posesiones de las comunidades religiosas: los conventos ocupaban incluso manzanas enteras en zonas centrales de las ciudades y unas más que otras poseían haciendas y terrenos en buena parte del territorio nacional. En particular en Cartagena, con tantos claustros en el Centro histórico, esto parecía una buena manera de generar recursos.
El conjunto franciscano fue uno de ellos. Incluso antes de la Independencia había entrado en decadencia. Sus huertas originales pudieron haber llegado hasta la actual calle San Antonio y todo el terreno que siglos después llegaba hasta el teatro Padilla y el actual Centro Comercial Getsemaní, desembocando en la calle de la Sierpe. Sin embargo, desde la misma colonia, la propia comunidad parece haber vendido o mal arrendado algunos trozos que fueron quedando en manos privadas.
Al proceso de venta de bienes religiosos se le llamó ‘desamortización de bienes de manos muertas’, duró varios años, comenzando en 1861 con el ascenso al poder de Tomás Cipriano de Mosquera. Para ese momento el convento franciscanos y sus bienes aparecían registrados como propiedad del Estado de Bolívar, bajo la identificación de Casa de la Beneficencia de Cartagena.
En 1865 la señora Josefa González de Porto adquirió la parte del convento conocido como Tiendas de San Francisco, es decir, la evolución de aquellas casas accesorias surgidas tras la construcción de la iglesia de la Tercera Orden. Otra fuente indica que esa compra se dio en 1868, aunque puede ser parte del mismo proceso legal, y se protocolizó mediante escritura en febrero de 1869. Hay que tener en cuenta que no compró el claustro en sí mismo.
Doña Josefa era la esposa del general Manuel Porto, quien en ese momento ocupaba un cargo oficial. Los dos predios contiguos a la iglesia de la Tercera Orden fueron vendidos en 1875 a Juan Bautista Mainero y Trucco, uno de los hombres más ricos de toda la ciudad.
En 1880, el general Porto arrendó por dos años aquellas dos casas que había comprado y refaccionado Mainero a la vuelta de la esquina, en la calle Larga . Es decir, se había generado actividad económica a partir de la compra de esos bienes y el general Porto era un actor clave.
Pero el claustro no corría la misma suerte. En 1883 el Diario de Bolívar informa que “en lo general, el edificio todo está en estado de ruina y necesita urgente reparación y muy costosa”. Ese año se le asigna el claustro a la Compañía de Navegación por Vapor del Dique y Río Magdalena. El claustro estaba hasta entonces en manos de un señor de apellido Le Roy.
Llega 1892, un año clave en nuestra historia. El general Porto remodela los antiguos locales o Tiendas de San Francisco y sobre ellos construye un segundo piso que se prolonga hacia la calle, mediante unos soportales o arcos. Habían nacido al tiempo el edificio y el pasaje Porto.
No se sabe si el mal estado del claustro ayudó o no a esta decisión constructiva, que le tapó la fachada original, compuesta por unas arcadas muy notables. Sin embargo, a pesar de la irrupción sobre la fachada el diseño de ese nuevo edificio se adaptaba muy bien a las formas del antiguo claustro. Tanto que se percibía integrado como un todo, a pesar de que casi siempre funcionaron como entes separados.
Con los años el pasaje Porto sería también llamado como portal de los ‘borrachos’ porque en algunas de las tiendas vendían bebidas alcohólicas y el destino de sus clientes más asiduos era terminar dormidos en la acera. La apertura del Mercado Público, justo al frente, en 1905, no parece haber activado de inmediato la vocación comercial de estos predios, pues en 1920 se reporta su situación ruinosa, igual que el claustro. Sin embargo, para principios de la década de los 40, sí se registra que allí funcionaban pequeños comercios.
El claustro, por su parte, siguió una historia de múltiples usos. Por ejemplo, para 1909 era un asilo para niños pobres. Entre 1930 y 1938 se construye el tercer piso a la parte, o crujía, frontal. Quedaba así constituida la fachada del claustro que conocemos hoy y que ha sido protegida como Bien de Interés Cultural del Orden Nacional (BICN). Vista en detalle es una combinación de una estructura colonial, con otra republicana y una del siglo XX, fundidas de tal manera que hoy son parte indisoluble del repertorio visual al que nos acostumbramos los cartageneros.
A finales de la década de los años 40 aparece otro actor clave. El Circulo de Obrero de San Pedro Claver (COSPC), una organización progresista de origen jesuíta, que se organizó a semejanza del Círculo de Obreros de Bogotá, que a su vez se había inspirado en movimientos similares de principios de siglo en España y Francia. Su objetivo principal estaba en trabajar por los menos favorecidos, en particular de aquella masa humana que circulaba alrededor del Mercado Público y de Getsemaní, que era entonces la gran barriada de la ciudad. Desde Bogotá se gestionaron varios decretos desde 1947 hasta 1960 que en resumen le cedían al COSPC el uso del claustro y el edificio Porto para que pudiera cumplir sus labores sociales, incluyendo unos auxilios para comprar y reparar este último inmueble.
Desde entonces el COSPC, impulsado a su vez por la inmensa gestión social de Ana María Vélez de Trujillo, ‘La Baronesa Roja’, desarrolló allí un consultorio que atendían médicos prestigiosos a manera de un voluntariado; equipos de diagnóstico manejados por las hermanas vicentinas; el Apostolado de la Máquina, para formar a las mujeres que se querían integrar al mercado laboral; la sede para el sindicato Utrabol y en una esquina un equipo de estudiosos sociales que estaban planteando soluciones para toda Cartagena.
En 1983 una nueva ley facultó al COSPC para remodelar el convento y los soportales asignándole un uso comercial, para contribuir en la revitalización del barrio, que entonces andaba de capa caída por el traslado, cinco años antes, del Mercado Público a su nueva locación en Bazurto, donde aún permanece. El segundo piso seguía funcionando como oficinas del propio COSP y luego de una universidad que le arrendó todo el claustro.
Lo que viene
Tantos usos a lo largo de ciento treinta años han hecho que el interior del edificio Porto sea una colcha de retazos en términos de arquitectura. Para comenzar, al terminar adosado al claustro se tapiaron los arcos coloniales, que tienen un gran valor patrimonial. Y dos escaleras añadidas después cercenaron partes importantes del edificio. En general los muros están en buen estado, pero no así las maderas, atacadas por insectos.
En 2015 el edificio fue incorporado al Plan Especial de Manejo y Protección (PEMP) que cobija al claustro, el templo de San Francisco y el Club Cartagena, entre otros inmuebles aledaños que hoy están siendo intervenidos para integrar un conjunto del que harán parte el hotel Four Seasons, el teatro San Francisco y las Rialto Four Seasons Residences Cartagena.
En una edición posterior detallaremos esta intervención que, como varios otros inmuebles del proyecto, tiene carácter patrimonial y es acompañada y regulada por el Ministerio de Cultura y el Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena (IPCC), entre las principales autoridades.
Sin embargo, se puede adelantar que la propuesta es recuperar y descubrir las arcadas originales del claustro. Esto separará ambos edificios y recuperará un pequeño patio que existió en su momento y que le dará a ambos luz y aire. Además remarcará la personalidad arquitectónica de cada uno.
En el primer piso del edificio Porto se abrirá un acceso directo para que el público general ingrese a un centro de interpretación que le permita conocer buena parte de los hallazgos arqueológicos, históricos y documentales que han resultado de este proceso de intervención a fondo, el primero de esa magnitud que se le ha hecho a estos inmuebles en su larga historia.
Agradecimientos a la arquitecta restauradora Angelina Vélez, principal fuente de este artículo. Buena parte de la cronología fue investigada por el arquitecto restaurador Rodolfo Ulloa Vergara para los documentos técnicos del PEMP.