Foto: Ana Gabriel García y Marcos Acevedo

Roberto Salgado: El bugalú de la vida

SOY GETSEMANÍ

Roberto Enrique Salgado Simancas nació en la calle del Espíritu Santo. Su padre, que también se llamaba Roberto y su madre, Concepción, llegaron por caminos distintos a Getsemaní. Roberto fue el mayor y luego le siguieron sus tres hermanas. 


“Mi abuela, Inés Caraballo Ramirez, era hija de Betsabé Caraballo, él le enseñó a tocar el violín y la llevó a Panamá para que siguiera tocando. Para las personas conocedoras ella es famosa. Tal vez de ahí viene mi gusto por la música y la herencia artística de mi sobrino, el guitarrista Omar Rodríguez”.


Le tocó el Getsemaní sin pavimento. “Era pura tierra y ahí hacíamos unas lomitas para jugar a la Vuelta a Colombia con las bolitas de vidrio. Jugábamos al trompo, al escondido, a la bolita de caucho  y a los vaqueros. Pero cuando veíamos a un policía, salíamos corriendo y dejábamos tirado lo que fuera. Ese era el respeto que había antes”. 


Los primeros años fueron de mudanza en mudanza. Primero vivieron en la misma calle del Espíritu Santo, luego en el Callejón Ancho y de ahí pasaron al recordado Monte Verde, donde cabía tanta gente. 


Su papá fue buen trabajador, primero en la distribuidora de la Coca Cola y luego en la Grace Line, la que tenía unos buques como el Santa Elena o el Santa Mónica. En esta empresa le prestaron los veintisiete mil pesos que le costó la casa del Espíritu Santo donde viven desde que aún era niño, tras vivir en Monte Verde.


Las cosas iban sobre ruedas. Tenían una casa amplia y propia, Roberto se graduó de bachiller en el Liceo de la Costa. Pero sucedió algo que le cambió la vida para siempre: murió su papá, a los cuarenta y tantos años. Había que ponerse al frente de la familia, como hijo mayor que era.


Aquella sentida muerte ocurrió cuando estaba prestando servició militar en el  batallón Córdoba de Santa Marta. Por un cambio de cronogramas oficiales lo cumplió en cuatro meses y trece días cuando tuvo que haber sido mucho más tiempo. “Allá hice amistad con los soldados regulares y fui poniendo en práctica muchas cosas para vencer mi timidez. De ahí salí como cabo segundo”.


Entre muebles y economía

Al salir del ejército y con la reciente muerte de su padre la opción inmediata era trabajar para ayudar en la economía de la casa. Consiguió trabajo como cobrador en Muebles Charlie, que quedaba en la calle de la Moneda y tenía su taller en la calle del Espíritu Santo.


En esos días, junto con el pesista Senén Pájaro -un amigo getsemanicense- salían a escuchar música y tomar alguna cerveza en los bailes. “Senén me aconsejó que estudiara Economía en la Universidad de Cartagena, que él me ayudaba con los libros”. 


El examen de admisión era duro, pero el repaso en matemáticas que le dio Pedro Bossio, uno de los mejores guías de turismo del barrio, le ayudó a clasificar en el puesto once. Con lo que había ahorrado como cobrador pudo pagar su matrícula, pero no llegó a un acuerdo con el dueño de la mueblería respecto del horario y le tocó retirarse de ese trabajo.


El cambió fue difícil. “El primer semestre se volvió pesado. Estaba lo de la muerte de mi padre, así que me alejé del grupo con el que salía a tomar cervezas y me enfoqué en el estudio”. Sus amigos respetaron y apoyaron esa decisión. 


Y en lo laboral vino a su rescate la clase electiva de encuadernación que había tomado en el Liceo de la Costa. Empezó a hacer libretas en papel que vendía a veinticinco pesos y que recibieron el entusiasta empujón de su hermana, que se las vendía a sus compañeras de universidad.


Nació así el taller de empastado ‘Encuadernación Empresarial’ que mantuvo desde entonces en su casa y que le permitió contratos regulares con muchas entidades públicas y privadas que necesitaban mantener encuadernados sus archivos contables o institucionales: en el Bienestar Familiar, la Fiscalía, Frigopesca o empresas aduaneras deben reposar aún volúmenes que pasaron por sus manos. 


“Igual tropecé mucho con la competencia, que cobraba menos. En esos años, mi familia se sostenía con lo que mi padre nos había dejado y el trabajo que tenía mi hermana en la Normal de Señoritas”, relata.


Se graduó en 1978 y fue jefe de presupuesto del Hospital Universitario por varios años; luego renunció y se dedicó a labores independiente como asesor tributario mientras seguía con el taller de encuadernación. Actualmente sigue realizando trabajos de empastado para dos empresas. “Con la pandemia fueron retirándose clientes, porque la tecnología se volvió más digital”. 


¿Y la música?

Quien conoce a Roberto a estas alturas puede preguntarse por qué no hemos llegado al tema musical, que lo identifica de manera definitiva. Es de los que diferencia a oído un guaguancó, una guaracha, una descarga, un son o una charanga. Es de los que opinan que ‘salsa’ fue una etiqueta comercial y fácil con la que se agrupó en Nueva York a una variedad inmensa de ritmos antillanos.  


Su amor por estos géneros se despertó de adolescente cuando escuchaba junto a sus amigos del barrio, los long play y los programas en la radio local. “Algunas orquestas tenían sonidos parecidos, pero las identificábamos por el cantante”.  Entre esos amigos estaba el ‘Cheo’ Romero, el mítico conocedor de la salsa, con una larga vida tras los micrófonos de las emisoras cartageneras.


Recuerda que en el Mercado Público Jimmy ‘Melodía’ Fontalvo y Disco Salsa vendían los long play. También, por supuesto, tenían conocidos del barrio que desde Nueva York les enviaban los discos nuevos, que salían al mercado como perros calientes.


Roberto y sus amigos iban a los bailes a escuchar la música y a las nueve de la noche, caminaban de regreso a casa. “No amanecíamos porque éramos unos niños de catorce o quince años”. 


Eran los años de los bailes del Club Watusi en Paseo Bolívar, con el pickup ‘Watusi’; ‘Los elegantes de Puerto Rico’, en el barrio La Quinta; el Club “Cataño”, en Olaya y ‘Los Amigos’, que todavía existe.

 

“Íbamos a comer paletas a las lomas y así conocimos los pickup ‘El Viejo’ y  ‘El Mensajero’. En esos bailes se escuchaba una descarga tras otra y en algunos, se rifaba una caja de cerveza; pagabas la entrada y reclamabas tu boleta. Cuando ganabas, la repartía con mis amigos. Nos enamoramos de la forma en que hacían esos bailes; como uno que hicieron un 24 de diciembre, al que no te dejaban entrar si no llevabas vestido entero”, recuerda.


Aquellos bailes los motivaron a crear un club en Getsemaní para poner a sonar pickups, pero sin ningún interés económico. “Nos entusiasmamos por la música antillana y teníamos esa necesidad de escucharla; por eso creamos el Club Boogaloo, siguiendo el ritmo de aquel entonces, Yo soy el Rey del Boogaloo”, de Pete Rodríguez. Comenzamos con un baile y nos fue bien”. 


Mandó cartas a Barranquilla y a Venezuela, para que les hicieran publicidad. Durante muchos de esos bailes a Roberto le correspondía quedarse en la entrada porque era el tesorero y de ahí tenían que pagar el salón y la cerveza. De vainas si podía volarse para bailar alguna pieza.


“No era mucho el dinero que se ganaba, lo que sí nos quedaba era el conocimiento y la alegría. Usábamos mucho el salón del Sindicato de Choferes, -Sinchocar-. ¡Esas siglas sí que me gustaban! Y la fiesta se hacía en la parte de adelante, cuando eso era más amplio.” 


“Nosotros pintamos otra visión del getsemanicense porque la gente afuera nos conocía por hablar de música, no por las peleas. Yo nunca estuve en una esquina con un grupo”, dice.


El hombre tranquilo

En efecto, Roberto ha sabido navegar por los años más complicados del barrio, por los cambios de las últimas décadas y por las personalidades fuertes que son muy propias de Getsemaní. 


Siendo discreto, se le sale el verso al hablar de ritmos antillanos, como cuando lo invitaron un mes al programa radial ‘Salsa y Playa’. “Nos llamaron a Rafael Imitola, especialista de música cubana. y a mí por la dicción y las anécdotas. No me pagaban, pero en teoría uno podía cobrar por la propaganda que consiguiera. Alguna vez mi mamá me escuchó mientras hacía mercado: “¡Aquí Roberto Salgado!”


“Yo creo que uno nace tímido y es como una muestra de respeto, pero que a veces es exagerada. Cuando estuve en el tema de los bailes tenía que hablar con el uno y con el otro; íbamos a los pickup y hablábamos con la gente. Así me fui abriendo un poco”. 


Hoy sigue leyendo y escuchando música. Conserva vinilos de la vieja época y pegó el salto a la plataformas musicales y redes sociales para aprender, recordar y conectarse con los amigos de la diáspora getsemanicense.


Sabe que nunca se irá del barrio; no se imagina en otro sitio o en otra casa como la suya, donde todavía comparte vida con su mamá y una hermana. La casa tiene una sala de un tamaño que ya no se estila y un techo alto que casi daría para dos pisos. Ahí están sus equipos de sonido y en la parte trasera los trastos de la encuadernación. Un pequeño universo que no tendría cabida en otro lugar.


Con el paso de los años aprendió a soltarse un poco del lastre de la formalidad, a ponerse camisas de colores y con motivos tropicales porque esa de su naturaleza caribe, a la que le sigue sacando los mejores matices y sonidos.