En aquella lejana y fragmentada Colombia de los años 70 no sabíamos qué era eso de ser campeones mundiales de boxeo y casi de ninguna disciplina deportiva. Pero primero, en 1972, llegó Pambelé, del cercano San Basilio de Palenque y vecino habitual de Chambacú. Dos años después, Rocky Valdés, de Getsemaní, sería nuestro segundo campeón mundial.
A comienzos de los años 70 Colombia añoraba aún el empate 4 a 4 contra la Unión Soviética en el Mundial de fútbol del 62. En la zona andina estaba muy fresco el récord mundial de la hora de ‘Cochise’ Rodríguez en 1970 y su campeonato mundial en 4.000 metros persecución individual en 1971. En Cartagena, por supuesto, era inevitable recordar las series mundiales amateur de béisbol de 1947 y 1965, en las que jugamos de locales y en realidad eran un campeonato del Caribe y Centroamérica.
De boxeo, muchos buenos pugilistas, pero ni un campeón del mundo. A las nuevas generaciones les costará creerlo, pero en aquella época el boxeo era uno de los deportes más taquilleros en todo el mundo, disputándose popularidad con el fútbol. Era otra época, simplemente. Muhammad Alí era una figura mundial mucho más allá de lo deportivo. En los pesos medios, Carlos Monzón fue el gran dominador en aquella década. Contra él, Rocky protagonizó dos peleas épicas, que todavía están en la memoria de los conocedores. En los pesos welter, Antonio Cervántes, ‘Kid Pambelé’ estaba forjando su leyenda de ocho años como campeón.
Rodrigo Valdés Hernández, Rocky, nació en Getsemaní “y no en Rocha, pueblo cercano a la capital de Bolívar, como figura en muchos registros”, según escribió el especialista Estewil Quesada. “Tampoco nació el 22 de diciembre de 1946, como figura en los registros mundiales, sino el 22 de febrero de ese año, y su apellido se escribe con ‘s’ y no con ‘z’, como pudimos comprobar, mirando y fotografiando su cédula, en la última visita que le hicimos en junio pasado a su casa en el barrio Crespo, en Cartagena”, escribió el cronista, quien tuvo trato por mucho tiempo con Rocky.
Su padre, Reynaldo, murió cuando Rocky tenía dos años, ahogado tras caer de la lancha donde pescaba. Rocky creció al amparo de su madre, Perfecta Hernández, y de ocho hermanos, sobreviviendo en la calle del Arsenal, cuando hacía parte del Mercado Público. Durmió buena parte de su infancia apretado en dos camastros con sus cuatro hermanos mayores. Otro de sus hermanos, Alfredo Pitalúa Hernández, llegaría a ser el número uno entre los retadores mundiales en la categoría de ligeros. Su padrino de bautizo fue Ramón ‘Varita’ Herazo, el célebre pelotero del equipo que ganó aquella Serie Mundial en el 47.
Pero no por esos antecedentes se puede decir que el boxeo fuera un destino inevitable para él. Lo primero era rebuscarse, en medio de una pobreza incesante, para conseguir lo mínimo. Esa fue su verdadera pelea con la vida. El boxeo se convirtió en el camino para ganarla. A los siete años tajaba pescado en el Mercado Público, según recogió el gran cronista Alberto Salcedo Ramos. A los diez años estaba dedicado a la pesca, incluso ejerciendo las peligrosas y extintas técnicas de hacerlo con dinamita, que tantos mancos dejaron en nuestro litoral en aquellos tiempos.
“A Rocky el boxeo le llega por afinidad social. Él observaba a sus amigos que vestían buenas camisas, zapatos finos y relojes de oro por estar en el mundo del boxeo. Sin embargo, no creía, en ese momento sino en el mar con sus tesoros dinamitables. Rocky entró al mundo del boxeo por necesidad. Fue su gran despensa. Lo único que tenía a su alcance era el mar y esa especie de mercado persa de Cartagena”, describió su amigo Raúl Porto Cabrales, a su vez uno de los más grandes cronistas y conocedores del boxeo en Colombia.
“Yo iba al parque del Centenario a ver boxear. Ahí me hice conocido. La entrada era a diez pesos. Tenía quince años y resulta que en una ocasión faltó un peso gallo y Bernardo Caraballo que estaba ahí, dijo que me pusieran a mí a pelear, que yo era su pupilo; y sin pesaje ni nada, me enfrenté a un muchacho del Club de La Esperanza, que no recuerdo cómo se llamaba, y le gané por nocaut en el segundo round. Así empecé a entrar al mundo del boxeo. Después perdí con Orlando Pineda, que era considerado grande, en una eliminatoria para un campeonato nacional”, le contó a Raúl Porto Cabrales.
El propio Valdés amplió alguna vez aquello de su ingreso al deporte. “Como la mayoría de mis amigos eran boxeadores, les llevaba los maletines cuando iban a entrenar al coliseo del Espíritu Santo. Viéndolos practicar me fue naciendo la pasión por el boxeo. Yo llevaba los guantes en la sangre, porque en la calle peleaba a las trompadas todos los días. Cuando perdía, ahí se venía el problema, porque ese tenía que pelear conmigo tres ó cuatro veces más para quedar satisfecho”.
“Un ‘bonche’ de pelaos nos dedicamos a pelear. Éramos todos ‘mondaos’ y lo hicimos sin pensar nada en el futuro. Todos ellos eran lustrabotas, menos yo”. Entre esos pelaos estaban aquel Antonio Cervantes, que luego sería Kid Pambelé, y el propio Caraballo, el primero de todos en disputar un título mundial, en 1968, que infortunadamente perdió.
Rocky “era el clásico peleador de la calle y su centro de operaciones estaba en el sector de La Carbonera en el mercado, lugar donde se fritaba el pescado y en donde se encontraba doña Coi, su madre adoptiva, quien le prestaba uno de sus botes para que él lo utilizara como dormitorio por las noches en la orilla de El Arsenal”, relató Porto Cabrales.
En esos primeros tiempos de aficionado, Rodrigo Valdés -que aún no había ganado el mote de Rocky, que al final terminó reemplazando su nombre real- era entrenado por Eudocio Ramírez, ‘Cisco Kid’, en su “Getsemaní Boxing Club”. Quien hacía las veces de apoderado, aunque no tuvieran un contrato escrito, era nada más y nada menos que Armando ‘Tata’ Villa, el mismo de La Cueva en el Mercado Público donde vendía por poco su legendaria zarapa y le aseguraba a Rocky las tres comidas diarias necesarias para mantener con energía a su pupilo.
Hacia el año 69, según los datos de Estewil Quesada, la familia dejó el Pedregal, en Getsemaní, para irse al Olaya Herrera, que entonces era un barrio de invasión cerca de la ciénaga de la Virgen. A Rodrigo, de veintitrés años y padre de familia desde los dieciocho, aún no le había llegado su gran hora de campeón. Aunque ya ganaba algunos pesos con sus puños todavía no tenía suficiente para comprar una buena casa. Ese fue el mismo año en que Melanio Porto Ariza, el gran periodista y quien se había convertido en su manager, se lo llevó a Nueva York para acabar de pulirlo junto a los mejores. Para Rocky fueron tiempos de sufrimiento, con nuevos métodos para entrenar, sin entender una jota de inglés, comunicándose con el entrenador a punta de señas, soportando el frío de los inviernos. Una época que nunca recordó con agrado.
El gran campeón
Como esta crónica no trata tanto de su extraordinaria vida deportiva como de su raigambre en Getsemaní, resumiremos rápidamente lo que es conocido para los aficionados del mundo. Lo de Nueva York fue el comienzo de la carrera necesaria para terminar disputando en 1974 el título mundial contra el rocoso Bennie Briscoe, en Mónaco. En aquel combate, Briscoe fue un muro que absorbió todo el arsenal de Rocky. Al terminar el sexto asalto tenía al muchacho del Arsenal con el rostro ensangrentado y cerca del nocaut técnico. Pero, advirtiendo el riesgo, en el séptimo asalto Rocky fue un vendaval y le ganó por nocaut. Fue el único que sufrió Briscoe, aquel campeón sin corona, en 95 combates profesionales.
Rocky defendió su título en las cuatro peleas siguientes y en 1975 fue nombrado por el Consejo Mundial como el Boxeador del Año junto con el mítico Muhammad Alí. Se le consideraba un boxeador completo: buen pegador, con técnica en la combinación de golpes, elegante para recorrer el cuadrilátero y con una defensa difícil de romper. En contra tenía la facilidad con que se le rompían las cejas o se le inflamaban los pómulos, algo que sabían sus contrincantes.
En 1976 le llegó el momento de enfrentarse con el argentino Carlos Monzón, el gran dominador de la década en los pesos medios y quien suele figurar en los lugares destacados de los escalafones de mejores boxeadores de todos los tiempos. Se dice con frecuencia que en 1974 a Monzón le retiraron el título por haberse negado a pelear con Rocky, sabiendo del peligro que suponía para su corona. Era una pelea muy esperada, con una bolsa de 250.000 dólares para cada boxeador, una cifra gorda para esa época.
Lamentablemente para Rocky, perdió en esa ocasión y también al año siguiente, ambas peleas disputadas hasta el decimoquinto y último asalto. La de 1977 fue la última pelea de Monzón. Quedó para la anécdota que en el segundo asalto un potente golpe suyo hizo poner rodilla en el suelo al argentino y obligó al conteo de protección, algo que le ocurría por primera vez en toda su carrera como campeón.
El retiro de Monzón llevó a una nueva pelea entre Rocky y Briscoe, que volvió a ganar el getsemanicense, esa vez por decisión tras los quince asaltos reglamentarios. Perdería el título en su primera defensa contra el argentino Hugo Corro, en abril de 1978. El argentino le repitió la dosis en noviembre de ese mismo año. Vinieron dos peleas más y el retiro hacia la gloria doméstica que conoció desde entonces en su Cartagena natal, que no abandonaría más.
Rocky en el Rialto
“A mí me gusta el cine desde que estaba en las playas de El Arsenal. Allí, mi mamá vendía comida y prácticamente vivíamos ahí. Después de pescar, y como los teatros quedaban cerquitica, entraba. Recuerdo mucho, de esa época, las películas de Pedro Infante, de Antonio Aguilar y las de Cantinflas. No me acuerdo de películas en especial, pero sé que vi muchas. Las que más veíamos eran las de los mexicanos, cuando el cine mexicano era bueno y había buenos actores. Además, era más fácil disfrutarlas porque venían sin títulos, todo era en español. Íbamos al Padilla y al Rialto, porque le teníamos miedo pasar al Cartagena… porque tú sabes…este… ajá... tú sabes…nosotros éramos negritos, éramos 'cavilosos'. El teatro Cartagena era, como dicen por ahí, para gente de la alta”, rememoró en una entrevista con el periodista Manuel Lozano Pineda dedicada a su gusto por el séptimo arte.
“Los cines eran muy buenos, entraba mucha gente. La gente de los barrios del Centro llenaba los teatros. Las salas eran destapadas; y, cuando llovía, la gente se mojaba. Que yo me acuerde y cuando empecé a entrar, el cine costaba a veces 70 centavos; y un peso, cuando había un gancho. Yo siempre iba -y voy a cine- cuando estrenan las películas, tres o cuatro veces por semana. Aun cuando empecé seriamente con el boxeo esperaba a que fuera de noche y nos metíamos al cine. Cuando presentaban dos películas y no teníamos plata, esperábamos a la gente en el intermedio para preguntarle que si podíamos entrar por ellos. Había veces que no nos dejaban entrar, porque existían unos porteros que se cuadraban en la mitad de la entrada… ¡nooojooodaa! Había porteros que no nos dejaban ver ni siquiera los últimos cuadros. ¡Esa vaina sí me ardía! Ahora el cine me gusta más que antes, porque puedo entrar y salir sin ningún problema y veo todas las películas en cartelera y repito las que me gustan”, le contó a Lozano en la misma entrevista.
Alguien que lo conoció en facetas tanto de boxeo como de cine fue el periodista y escritor John Jairo Junieles, autor de la reciente y exitosa novela El hombre que hablaba de Marlon Brando.
“Vi por primera vez a Rocky Valdez en el gimnasio de boxeo Chico de Hierro, en donde varios aficionados practicábamos bajo la tutela del entrenador Fortunato Grey. Todo se detenía cuando Rocky llegaba. Un par de veces se presentó justo cuando me daban palizas en el ring y yo agradecía que eso ocurriera, para no seguir haciendo el ridículo. Nos hicimos amigos después, en el Portal de Los Dulces, en donde se ponía a conversar con cualquiera. Me lo encontraba con frecuencia en el Camellón de Los Mártires y nos sentábamos en las bancas a dialogar sobre cine. Un par de veces entramos a ver películas. En una de esas ocasiones, haciendo la fila para entrar al teatro Cartagena, el Rocky me dijo, —Aquí donde estamos parados, yo vi a Robert De Niro haciendo también la fila para entrar a cine, mientras filmaba la película La Misión—. Todos los años le llevaba regalos de Navidad a los empleados de Cine Colombia. Era su forma de agradecerles los buenos momentos que vivía en las salas de cine. Más allá del boxeo, de cuya historia es leyenda, su arte fue deambular por la ciudad, alegrándonos la vida mientras contaba sus historias.
Anais Palencia, la recordaba ‘Mona’, taquillera estricta en los viejos teatros de Getsemaní y portada de nuestro especial sobre cine recordaba a Rocky entrando siempre solo, sin excepciones a la función de matiné, la de las tres de la tarde. No le gustaba que nadie se le arrimara al hombro mientras estaba absorto en las películas, que repetía una y otra vez así los diálogos fueran en otro idioma.
Era tanta su afición al cine, heredada de los tiempos en Getsemaní, que cuando estaba de pelea en Europa solía buscar teatros cerca del hotel donde se alojara, con la buena suerte de que casi siempre conseguía uno. Y, las vueltas que da la vida, terminó haciéndose amigo de actores como Jean Paul Belmondo -que hablaba español- y Alain Delon, gran fanático del boxeo. Era como ser amigo hoy de Brad Pitt y Javier Bardem. En el camino de la fama también se le cruzaron otros como Burt Lancaster, Omar Shariff o Kirk Douglas.
Vida de ‘Champion’
Rocky supo qué hacer con él éxito económico. Salvo las gruesas cadenas de oro y las incrustaciones en los dientes frontales no se le conoció como un hombre derrochador o de otro vicio que no fuera el cine. Invirtió en autobuses y otros negocios; les prestó plata a sus amigos para que montaran los suyos; compró una casa esquinera en Crespo muy cerca del aeropuerto. En Olaya recordaban su generosidad para comprar medicinas si alguien estaba enfermo. Era un visitante cotidiano del mercado de Bazurto, heredero del Mercado Público de su infancia, que había sido trasladado desde Getsemaní a comienzos de 1978, justo cuando preparaba su defensa del título recién recuperado. En el pasaje 13 se dedicaba a jugar dominó con sus amigos. Entre ellos Arturo González, a quien conoció tajando pescado de niños en el mercado de Getsemaní.
Tuvo doce hijos y los cuarenta años después de su última pelea para saborear el cariño de su gente. Getsemaní siguió siendo uno de sus sitios favoritos en el mundo: el camellón de los Mártires; el parque Centenario, donde todo había comenzado; o los viejos teatros hasta cuando funcionaron. Murió en marzo de 2017, a los setenta y un años.
Bolívar en el ring
El boxeo en Colombia entró por Bolívar, hasta donde han llegado las pesquisas de Raúl Porto Cabrales, autor del libro de referencia* en el país. Porto subraya que falta recoger más información, pero que el primer indicio que tiene es que el cubano Francisco Balmaseda instaló en 1874 un pequeño gimnasio que incluía implementos para boxear como elemento de distracción para los trabajadores de su hacienda de María La Baja. No tenía intención competitiva así que cuando cerró el ingenio azucarero se acabó la práctica.
Luego, hay memoria de que en 1898 Andrés Gómez Hoyos, a quien Porto designa como “padre del boxeo colombiano” abrió en la Universidad de Cartagena un gimnasio con implementos importados de Inglaterra, que provocó la afición de muchos estudiantes pero quedó en el aire con el estallido de la guerra de los Mil Días.
Luego se establecieron varios clubes de boxeo, que iba ganando en reputación. El propio Gómez Hoyos abrió uno en 1921 en la calle Cochera del Hobo, en San Diego, “que se constituyó en el mejor dotado de todos los que existían en Colombia y donde entrenó la primera generación de boxeadores propiamente dichos”. Estos, como forma de entrenamiento, “hacían topes ante los carretilleros del mercado y los tira bultos del muelle, quienes servían como conejillos de Indias para estos discípulos de Gómez Hoyos. Fácilmente se podrá suponer que podía pasar en esos desiguales combates entre la ciencia y la fuerza bruta”, describe Porto.
Muchos de aquellos “carretilleros y tira bultos” con casi total probabilidad eran vecinos de Getsemaní donde el deporte había prendido mecha, como relata Manuel Zapata Olivella. Luego vendrían las peleas organizadas en el Parque Centenario.
Eudocio “Cisco Kid” Ramírez brilló con la selección bolivarense campeona en los III Juegos Nacionales, en 1935, que incluían por primera vez al boxeo. En esa delegación también estaba Víctor “Chico de Hierro” Prieto. “Cisco Kid” fue el mismo que entrenó a Rocky Valdés en sus primeros años en el “Getsemaní Boxing Club”.
De una generación previa a la de Cisco era el getsemanicense Rafael “Young War” Guerra. “Nací en la calle San Antonio y me inicié jugando béisbol en la plaza de la Trinidad, en las actividades deportivas organizadas por los Hermanos Cristianos”, le contó a Porto Cabrales en una entrevista de 1993. Guerra incursionaría en otros deportes. Por los años 30 montó cartelera boxísticas en Cartagena, que anunciaba con hojas volantes. Luego escribió sobre boxeo en El Universal.
*Historia del boxeo colombiano.
Litohermedín Ltda. Cartagena, 2002