Está sentada en una mecedora en la sala de su casa frente al zaguán, como antes lo hacían sus padres para esperarla cuando ella salía a bailar al bando, en la plaza de la Aduana. Viste un pantalón blanco y camisa de flores, usa labial rojo y se pasa la mano por su cabello, para que la brisa no la despeine. Sus cabellos blancos son la mayor evidencia de que ha disfrutado su vida, dice ella.
En su sala conserva reliquias familiares como un jarrón que le perteneció a su bisabuela, esculturas del Cristo crucificado o cuadros del Sagrado Corazón de Jesús que eran de sus abuelos, y ni hablar del mural de un galeón plasmado en una pared, que parece ser de la época de la Colonia.
Se trata de Rosario Román Pájaro de Gómez, la matriarca de la última familia que vive en la calle Media Luna. Ya son cuatro generaciones de su familia que han pasado por el barrio. A sus 82 años su memoria sigue casi intacta, recuerda donde vivieron sus vecinos casa a casa y las historias de cuando tenía diez años.
Habla con orgullo de sus antepasados, en especial de su abuelo materno: don Manuel Pájaro Herrera. “Fue un médico muy reconocido en la ciudad. Además, fue uno de los primeros gestores para la creación del antiguo hospital Santa Clara. Aquí en la casa tuvo una biblioteca muy grande. Para coleccionar sus libros mandó hacer un altillo en el segundo piso. ¡Es que eran demasiados! Todas las paredes tenían estantes de libros y en la mitad de la habitación estaban las camas. En el último cuarto se ponía a estudiar con su esqueleto; nunca dejó de hacerlo y no nos dejaban subir porque estaba estudiando”, recuerda mientras señala dónde quedaban los estantes.
“Cuando murió el abuelo, mi madre comenzó a repartir y regalar los ejemplares a estudiantes de medicina y a sus allegados. Tenía impresos en francés, italiano e inglés. Puras temáticas de historia y medicina”, recuerda.
“Era muy inteligente. Además, fue profesor de la facultad de medicina de la Universidad de Cartagena. Cuando le llegó el momento de recibir la pensión no la quiso aceptar. Era muy desprendido: no les cobraba a los ricos porque eran amigos de él y a los pobres tampoco porque no tenían con qué responder. Eso sí, nunca faltó la comida, porque sus pacientes de los pueblos le traían desde frutas hasta cerdos. Teníamos muchos animales en el patio”.
“Siempre tuvo dos cajas fuertes. En la familia pensábamos que tenía dinero guardado ahí, pero cuando murió intentaron abrirlas y lo que se encontraron fueron papeles”.
La hija de la pianista
“Mi mamá era hija del doctor Manuel Pájaro Herrera. Al principio la familia vivía en calle del Cuartel, en el Centro. Era una casa grande, pero decidieron venderla y comprar acá en la Media Luna. En esa época costó $3.000 pesos. Mi papá sí nació en la calle San Andrés, donde vivió con su familia. Él viajaba mucho y venía cada tres meses. Mi mamá era de carácter fuerte. A ella le tocó ser la autoridad en la casa”, rememora.
“Estudié primaria y bachillerato en el Eucarístico de Santa Teresa, en Manga, que había sido fundado por unas monjas mexicanas. Mi mamá tocaba muy bien el piano y una amiga le consiguió una audición con la madre Consuelo, que era la superiora. Mi madre tocó ritmos como el pasillo, el bullerengue y otros sonidos colombianos. La madre Consuelo quedó fascinada y le dio el puesto. Ahí fue cuando fuimos entrando todos los hermanos allá”, recuerda.
“Aquí en el barrio todo el mundo se conocía y más en esta casa que siempre tuvo las puertas abiertas de par a par. En ese tiempo jamás se vio un atraco. A los niños que vivían cerca les gustaba jugar acá porque teníamos un zaguán con mucho espacio. Nuestros juegos eran el velillo, la peregrina, la lleva, el dominó y otros. Para ir a misa nos ponían la mejor ropa y nadie entraba a la iglesia con la cabeza descubierta. Así pasamos nuestra infancia”.
“Recuerdo que en el antiguo club San Francisco había un laboratorio clínico manejado por unas monjas vicentinas. Aún me acuerdo de sus nombres: Sor Mariana, Sor Alicia y Sor María, que manejaba un carro pequeño y otras tres que no recuerdo. Eran muy entregadas a su labor. Atendían a todos los necesitados y no les cobraban ni un solo peso. Yo estaba muy pequeña, creo que tendría unos diez años. En la parte de abajo era el laboratorio. Todo eso cambió. La iglesia de San Roque era donde nos congregamos, pero duró muchos años cerrada porque no había nadie asignado para que la reformara, así que entonces íbamos a la iglesia de la Trinidad o alguna otra en el Centro. Recuerdo que al lado de la iglesia quedaba un laboratorio donde sacaban sangre y llevaban las muestras a una clínica en El Espinal. También hubo un leprosorio”.
“La Semana Santa la celebrabamos siempre con nuestras chalinas e íbamos a la misma de la iglesia de la Trinidad. Sin embargo, al final recorríamos casi todas las iglesias del Centro porque mi mamá tocaba el piano y mi tía Minaleo tocaba el órgano. De hecho, era quien tocaba ese instrumento en la iglesia de San Pedro. Mi mamá también tocaba en la iglesia de la Tercera Orden. Cuando había matrimonios armaban un grupo con Bertha Alcázar, quien fue la mejor soprano de la ciudad. También se unían con dos violinistas más para algunas misas especiales”.
“En la iglesia de San Pedro teníamos una congregación que se llamó ‘Las Hijas de María’. Los domingos hacían la celebración en la iglesia. Mayo era una cosa espectacular: el mes de la virgen. Siempre había tres o cuatro muchachas que hacían recitaciones a la vírgen en la iglesia. Finalmente, cada 31 de mayo caminábamos la procesión, que empezaba en la plaza de la Aduana”.
El bloque de muchachas
“Mis amigas siempre fueron importantes para mí. Aquí al lado vivián las Marrugo Gulfo; al frente estaban los Castillo Rico, que tenían una farmacia en el primer piso de la casa; seguido vivián las Hernández: Susana y Josefina; después donde estaba el edificio Murras vivió Victoría que tenía negocios. Recuerdo mucho a las Garcerán, las García, las Mahuad, y a los Raad que vivián donde está hoy día Café Havana. La señora Carmen, de los Raad, viajaba a Panamá a comprar mercancía que vendía aquí en el barrio. Era ropa muy hermosa”.
“Íbamos mucho a cine, en especial al Padilla y al Colón en funciones de vespertina y matiné.
En la época de bando siempre le pedíamos permiso a mi mamá. -Mami, déjanos ir un rato-. -Bueno. Vayan, pero si a las doce no están aquí no salen más-. Nos íbamos todos los pelaos de esta calle y nos divertíamos, bailábamos y mirando el reloj pendiente a que se cumpliera la hora. Cuando regresamos mi mamá estaba con las puertas abiertas de par a par. Yo era muy juiciosa con el horario, porque si no al día siguiente no nos dejaban salir”.
“Para las fiestas de la virgen de la Candelaria íbamos todo el bloque de muchachas de Getsemaní a la Popa. Era un camino que empezaba desde acá en la Media Luna y nunca nadie nos hizo nada por ahí. Eran otros tiempos. Luego hubo una época en que esta calle se llenó de mujeres de la vida nocturna. En la calle del Espíritu Santo había una mujer que las traía del interior del país. Eran muchachas hermosas que se iban con los hombres por plata. A nosotras no nos dejaban salir solas y muchas veces no nos querían venir a visitar porque la calle estaba llena de esas mujeres. Hasta que las sacaron de acá”.
“Mi esposo y papá de mis cinco hijos es Jaime Gómez, hijo del médico Rafael Gómez, del Pie de la Popa. Cuando nos casamos, él trabajaba en varios laboratorios y le tocaba viajar mucho repartiendo medicina en las poblaciones. Tuvimos juntos a Marta, Jaime Enrique, María Rosario, Carlos Eduardo y Thelma Leonor. Cuando terminé el colegio estudié delineante de arquitectura en una casa cerca del Banco de la República. Yo trabajé con Gastón Lemaitre. Después me casé y no volví a dibujar. En un tiempo tuve una repostería. Mi especialidad era la torta negra para matrimonios, que fue muy reconocida en la ciudad”.
“Ahora vivo con dos de mis cinco hijos y mi esposo. Tenemos muchos años de casados. Jamás hemos tenido un problema fuerte como pareja. A nosotros sí que nos educaron bien. Tengo ocho nietos y uno de ellos habla siete idiomas; heredó esa inteligencia de la familia. Somos los últimos de la calle Media Luna. Qué más podemos hacer si nuestros vecinos decidieron irse; esta casa es mía y nadie me va a sacar a la fuerza. Antes nos conocíamos entre todos, ahora no conocemos a nadie. Yo caminaba por todos lados de Getsemaní, nos relacionábamos con los otros vecinos de cualquier calle”.
Doña Rosario se levanta lentamente. Se apoya sobre la pared para caminar. Saca una pequeña escultura del Divino Niño de su cuarto. No lo quiere soltar porque teme que se le caiga a alguien más. “Nunca he visto uno igual de hermoso como este, lo cuido como un tesoro”, cuenta. Lo coloca en la mesa. Después toma en sus manos la fotografía que está en la mesa para mostrárnosla. “Aquí estaba de aniversario con mi esposo. Luego se levanta nuevamente y muestra una serie de fotografías familiares, empezando por una de su papá vestido de capitán, cuando trabajaba como navegante para una empresa estadounidense en Coveñas, Sucre. Detalla cada una y remata con un sentido “esos tiempos ya no volverán”.
El galeón
“Este galeón siempre ha estado en la casa, quizá tenga más de 200 años de antigüedad. El restaurador Salim Osta, nos explicó que es una pieza importante y que merecía todo el cuidado del mundo. Así que él se encarga de cuidarlo”.
Según el restaurador Salim Osta esta es una pintura mural de la época de la colonia. “La más importante de este tipo se localiza en el Fuerte de San Fernando en algunas bóvedas, paños de merlones y costados exteriores; y en el de San José en algunas bóvedas y costados exteriores. Está comprendido por un conjunto de imágenes que representan barcos y figuras humanas”.
“Se puede inferir que guardan una fuerte relación con soldados, marinos u otros personajes que ocuparon los espacios temporalmente, durante los diferentes usos que se les dio a estos espacios en el tiempo. Son además documentos que evidencian las tipologías de navíos en épocas pasadas, la vida cotidiana y las creencias y devociones de las personas relacionadas con el mar. Cabe resaltar que guardan cierta similitud con algunas representaciones encontradas en casas del centro amurallado de la ciudad, como el caso de la casa de Los Barcos y algunas otras de Getsemaní”, explica Salim.