¿Quién de los vecinos criados en Getsemaní no conoce a Rosita Díaz de Paniagua? ¿Quién no la ha visto argumentar, proponer y ponerle los puntos sobre las íes a más de uno, sobre todo si viene a pontificar desde afuera? Su trayectoria intelectual, como gestora barrial y defensora de nuestras tradiciones es un ejemplo para todos. Pero también, hay que recordarlo, fue niña y adolescente aquí. Recorriendo las calles de Getsemaní nos descubre un montón de historias que no solo hablan de ella misma, sino de lo que somos y de nuestra herencia.
“Mi infancia en el barrio fue deliciosa. Yo me recorría Getsemaní y mi mamá se paraba en el balcón para esperar a que llegáramos. Íbamos donde los primos, donde las tías y regresábamos en la noche. Además, a esas horas jugábamos mucho, no había el temor de que a uno le pasara algo. En el barrio sucedía que las personas que nacíamos en la misma época éramos muy amigos y como una generación propia, la de uno. Es algo parecido a los kuagros de Palenque”, explica.
“La ruta mía era salir de la Tripita y Media, donde quedaba mi casa, y llegar a la calle segunda de la Magdalena, donde unos familiares. Si allá me encontraba con mis amigas Anita u Hortencia, me sentaba a conversar con ellas en la mecedora o pretil. De ahí nos íbamos al Parque Centenario. Luego entraba en la calle de la Sierpe y de allí pasaba a la calle San Juan donde vivía mi tía Josefina. Luego pasaba a la calle Larga y nuevamente entraba por la calle San Antonio donde vivían otras amigas mías. Regresaba a la plaza de la Trinidad y ahí me sentaba a hablar porque ese siempre ha sido el sitio de la oralidad”.
“Si me alcanzaba el tiempo iba al Pedregal, donde mi tía Rosa, que era la matrona de la familia. Entraba por calle Lomba, regresaba por el Espíritu Santo, las Maravillas y entraba por la Pacoa para regresar a mi casa. Ese recorrido lo hacía después que estudiaba, tipo cuatro de la tarde”.
“En la casa de Delcy Noguera, otra de mis mejores amigas, había un traspatio de los que antes se llamaban los centros de manzana, donde jugábamos al béisbol. Aquí en la Matuna se jugaba béisbol con los vecinos de San Diego y era donde se formaban las peloteras. Soplaba una brisa tremenda y mi abuelita decía ‒Sopla brisa, sopla brisa que es tu tiempo‒ y los vestidos se nos levantaban”.
“Yo entré a estudiar la primaria al Colegio Lourdes, que quedaba en la calle de la Media Luna, donde está la Obra Pía. Luego se fue ese colegio, pero paradójicamente seguí estudiando el bachillerato en el mismo espacio, que fue ocupado por la Universidad Femenina. Le decían así porque el nombre oficial era larguísimo”.
De la misa a la fiesta
“En esa época íbamos a misa al rosario de la Aurora y de ahí salíamos en procesión por algunas calles del barrio. Llegábamos donde la tía Rosa y ahí nos daba desayuno. Luego salíamos al Arsenal, a comprar frutas en el mercado. Y luego regresamos tipo diez de la mañana a la casa. Las canciones de la iglesia las aprendíamos donde la señora Leo Pájaro, en la calle de la Media Luna”.
“Tripita y Media era una calle toda de vecinos. En la esquina vivió la familia Valdelamar, con quienes vivía una de mis mejores amigas, Omaira Eljach. En esta calle también vivieron la niña Mati y la seño Damia, que era como el consulado del Carmen de Bolívar porque ahí se hospedaban todos los muchachos carmeros que venían a estudiar acá. También están las Barbosa, que es la última familia que reside en esta calle”.
“En las navidades se cerraban las calles y se hacían las novenas y cenas en la iglesia de San Roque, porque nosotros éramos más de esa congregación que la de la Trinidad. Eso era un compartir entre todos los niños. En diciembre era la única época en que se permitía vender algo en el parque. Había una feria de juguetes por las novenas, entre el 16 al 24 de diciembre, y ahí veíamos los últimos juguetes que habían salido y volvíamos a la casa a hacer la carta al niño Dios con base en lo que habíamos visto en la feria”.
“La Semana Santa era una cosa maravillosa. Desde el Jueves Santo íbamos a ambas iglesias a hacer el Monumento en el altar y de ahí corriendo a bañarnos y a ponernos ropa de luto para regresar nuevamente a la adoración del Santísimo. El Viernes Santo se repartía mucha comida y nos ofrecían los platos típicos. Intercambiamos dulces y también se jugaba lotería de cartón grande, bingo y dominó”.
“A la virgen del Carmen que ahora está en la bahía, la ubicaron primero en el reducto del Arsenal. La tía Rosa, la del Pedregal, nos mandó alguna vez a buscar a todos los sobrinos, nos compró cepillos, jabón, y nos pusieron a lavar esa virgen de mármol. Esos cepillos se acababan rapidito porque eso era nosotros dándole y dándole”.
“En las fiestas novembrinas, salíamos en un carro charro y llegábamos hasta la plaza de la Aduana. Estaba la celebración de Ángeles Somos y ya después llegaban las fiestas del 11 de Noviembre”.
La pequeña Lulú
“Mi casa era una casa abierta. Allá podía llegar todo el mundo. Mis amigas recuerdan que ellas también me recibían, nos ofrecíamos alimentos, las familias nos llevaban a comer helado al Ice Cream o comida china en la Piedra de Bolívar. A todo eso ayudaba que el colegio nos quedaba a un par de calles”.
“Todos en Getsemaní encontraban un escenario propicio para su desarrollo. En el Parque Centenario, por ejemplo, hay recuerdos agradables no solo del disfrute, sino de aprendizaje. Ahí quedaba la biblioteca Juan de Dios Amador. Allá íbamos cuando teníamos tareas y en la parte de afuera había unas personas que alquilaban cuentos y novelas de Corín Tellado. Los leíamos casi a escondidas de nuestros padres. A veces yo prestaba un libro en la biblioteca, pero en realidad dentro había metido una caricatura de la Pequeña Lulú. Un día mi mamá le dice a una amiga ‒¿Será que Rosi necesita un psicólogo? ¿por qué se ríe con el libro?‒. Lo que ella no sabía era que en realidad me reía de la caricatura”.
“Mi adolescencia fue de la misma manera que mi niñez. Todos éramos como una familia grande. Las mamás de los amigos nos cuidaban y nos ayudaban mucho. Mi mamá con su grupo de amigas nos llevaban a las fiestas de la Popa. A mi no me gustaba madrugar, pero ese día nos levantamos temprano ¡con una felicidad! Preparábamos sándwiches, termo con chocolate y nos íbamos a pie desde el barrio. Nos metíamos por los caminos tramposos y regresábamos a Getsemaní con el mismo entusiasmo”.
La familia
“Mi abuelo fue general de la guerra de los mil días; el general Manuel Díaz Capella. Luego de la guerra el general Uribe Uribe les dio a ellos la posibilidad de estar en comunidades, por ejemplo en Puerto Badel y Getsemaní. Aquí mi abuelo tenía varios compañeros. Esa historia no la conocí muy bien, pero sí tengo claro que tuve muchos tíos en casi todas las calles de Getsemaní”.
“Mis papás realizaron muchos trabajos. Empezaron con unos kioscos por el Muelle de los Pegasos. Luego mi papá hizo una heladería que se llamó "Heladería Cartagena" exactamente donde después quedó el Polito, -entre los teatros Cartagena y Colón- y allí presentó muchos músicos y cantantes que después fueron muy famosos: la Sonora Matancera, Celia Cruz, Lucho Bermúdez, Pedro Daza, entre otros. Además, estableció un lugar semejante al Tropicana en Cuba, aunque por supuesto el de allá era más grande. Él tenía mucha conexión con Cuba. De hecho, en la heladería utilizaba ‘Pronto Gel’, que solo conseguía allá. Por eso sus helados tenían una consistencia y un sabor muy diferente. Cuando fui a Cuba, ya de grande, yo buscaba un helado en el Coppelia porque quería volver a comer un helado con sabor a Pronto Gel”.
“Después abrió un almacén de repuestos de carros. Entonces solo había dos en Cartagena. El que quedaba en el edificio de Quiebracanto, de los Morales, y el de mi papá, en Tripita y Media. Entonces no había mucho carro en la ciudad. También importaba vehículos, limusinas, maquinas de coser. Fue un gran empresario y mi mamá era una trabajadora incansable con él”.
“Mi mamá es de Calamar, llega a Cartagena con el tren y se va a vivir a Getsemaní. Ahí se encuentra con mi papá y establecen una relación. Yo tengo cinco hermanos: uno que nace en una de las accesorias de la plaza de la Trinidad. Otra nace en la calle de las Maravillas. Mi otra hermana y yo, que soy la menor, nacemos en Tripita y Media, en la casa de esquina, que todavía es nuestra. Ellos también criaron a muchas personas en la casa, cosa que era muy común. En esa época en Cartagena y Getsemaní teníamos muchas líneas de parentesco, bastante diferentes a las de ahora: hermanos de crianza, hermanos medios, hermanos primos...”.
Medellín y el regreso
“Terminé bachillerato en el año 68 y me fui a Medellín a estudiar sociología en la Universidad Pontificia Bolivariana ¡Ya se imaginarán la reacción de mis padres cuando les dije que quería estudiar eso! Si todavía muchos no saben de qué se trata eso, antes menos. Por Getsemaní quise estudiar sociología, por mí recorridos dentro del barrio. Pero ahí se cortó la vida cotidiana. Y entonces por eso digo que la vida de Getsemaní se vuelve un estilo de vida porque cuando regresaba de vacaciones seguía haciendo las mismas cosas que se hacían antes. Igualito”.
“De Medellín regresé con mi esposo, Raúl, en el año 76. Entonces me empiezo a dar cuenta que la ciudad cambió. ¿Dónde está el Ángeles Somos que yo disfrutaba de niña, dónde está la fiesta de noviembre que yo conocía? Muchas cosas del patrimonio inmaterial y cultural habían cambiado. También había mucho expendio de droga, prostitución, negocios de microtráfico, atracos, delitos. Había mucho temor sobre eso. Claro, regresé siendo socióloga y con Raúl empezamos analizar qué pasó”.
La conexión Habana
“Mi primer viaje a La Habana fue ya casada, viviendo en Getsemaní. Fui invitada por el gobierno cubano en el 81. Yo había hecho una experiencia educativa de un preescolar alejado de sistema educativo tradicional y me invitaron a contarselas”.
“Como fui invitada conocí muchas cosas: ir a la escuela de pioneros, a otras poblaciones, comer comidas de la misma Habana porque yo no estaba de turista. Lo que logré ver es que Getsemaní y La Habana son muy parecidos, incluso en las cosmogonías mágico-religiosas, en la forma de pensar. Por ejemplo, esa misma devoción que vi cuando rescatamos el cuadro de las ánimas del purgatorio, muy sincrética y parecida a muchas devociones que conocí en la Habana.
“Ahora cuando voy al barrio lo reconozco por los olores, por los colores. Todo me retrotrae al Getsemaní que llevo por dentro. Yo me siento en la plaza de la Trinidad o en la casa de Nilda y es como si estuviera en la época en la que viví en el barrio”, dice Rosita.