Salim Osta Lefranc: tres veces Getsemaní

SOY GETSEMANÍ

Nieto de sirio libanés y getsemanicense hasta la médula. Padre de tres hijas y esposo de Mariana, otra gran restauradora y motor del Grupo Conservar, con el que han restaurado un sinnúmero de obras patrimoniales. Pudo haberse quedado en otras partes, pero un día, tras muchos años afuera, se dijo: “Me regreso a mi tierra”. Desde entonces, hace veinte años, vive en la misma calle donde sus padres tuvieron amores.

Primera:
Las pilas de granos

“Mi papá trabajaba en el Mercado Público. Le llevábamos el almuerzo y los fines de semana y en vacaciones trabajamos con él. Yo organizaba los sacos de granos de todos los tipos. Nos enseñó cómo se subía el grano en el centro para que se viera mejor. Eso era todo un arte. Me encantaba dejarlos ordenados con esa estética impresionante que él me enseñó: ordenados de arriba hacia abajo para que todos se vieran desde cualquier lado. Eso solo lo volví a ver en Granada, muchos años después, y me puse a llorar. Aunque al comienzo no me gustaba mucho, ahora agradezco haber aprendido a trabajar desde los once o doce años. Eso me formó como persona”.

El hogar de los Osta Lefranc era un  apartamento republicano de techos altos y un corredor interminable en la calle de la Media Luna, frente a la Obra Pía. Era tan grande que cuando papá Santiago y mamá Carlina salían a trabajar, los hijos despejaban todo para jugar fútbol. Salim era el mayor. Le seguían Henry, Janeth, Juan Carlos -un primo que era como un hermano de sangre- y Lorena, la menor. 

Abajo, en el primer piso, quedaban la mueblería del español Orlando Piñeira y la famosa Farmacia Blanca, de Eduardo Castilla. En el zaguancito de entrada había dos sastres. “Era maravilloso sentarnos en los escalones a verlos coser. Uno era el señor Víctor y el otro, el señor César, que siempre estaba haciendo fintas de boxeo”. 

Y los recuerdos se le desgranan a un Salim emocionado: las subidas del primo Juan al templete para ganarse los regalos de navidad cantando ante el público; la cancha de baloncesto del Centenario, de dónde los sacaban los grandes; el regreso del colegio salesiano todas las tardes y la sentada en los zaguanes para ver televisión con los amigos hasta que se les hacía tarde; las idas a los viejos teatros, siempre con el delicioso preámbulo del patacón y la morcilla; los campeonatos de bolita de trapo en la azotea, hasta que Santiaguito volvía a botar la bola a donde ya no podían recuperarla más. Pero, sobre todo, las tardes donde Rosario Román, la mamá de su amigo Jaime: “nos sentaba para contarnos historias de la ciudad y del barrio. Lo hacía de una manera tan maravillosa que me tenían que mandar a buscar de la casa. Todavía le digo ‘madre’. Esas historias me marcaron muchísimo en el amor por Getsemaní y por la ciudad”.

“Al final nos tocó irnos del barrio, con muchísimo dolor. La calle empezó a descomponerse: muchos bares, muchas peleas, la zona de tolerancia. Yo tenía diecisiete o dieciocho años”.

Segunda:
El color del barrio 

“En Cartagena estudié administración turística. Fui asistente de Moisés Álvarez, director del Museo Histórico de Cartagena. Entre semana trabajaba entre archivos históricos y los fines de semana, en turismo. En un taller vinimos con un experto al barrio. Ahí conocí de primera mano la paleta original de colores, trabajando en casas de la calle de Guerrero. La descubríamos tras explorar las capas enterradas bajo las pinturas más recientes. Lo que hoy ves en el barrio no es ni la sombra de lo que era: una paleta original de hermosos ocres, rojos y azules. El barrio necesita recuperar su color, su esencia, limpiar sus fachadas, que hoy están llenas de barriletes, paraguas y murales que no son suyos”. 

A Bogotá se fue a los 26 años, con el crucial apoyo de su mamá. Allá y en España estudió un montón: conservación, restauración en distintas especialidades, museología. En las vacacaciones venía a trabajar en las islas para conseguir dinero que le ayudara a costear los estudios, pero siempre dejaba veinte días para hacerles mantenimiento a las colecciones del Museo Histórico y la de San Pedro Claver. Trabajó en el Centro Nacional de Restauración, en el Archivo General de la Nación, dio clases en la Universidad Externado, montó una empresa de conservación y restauración de obras. Se hizo un nombre y, de haber querido, seguiría por allá. “Pero en algún momento me di cuenta de que había cumplido un ciclo y me dije -Me regreso a mi tierra-. Me demoré catorce años en volver. Fue en 1999”.

Tercera:
La casa en el aire

“Regresé con la firme convicción de entrar de nuevo al barrio. Un día íbamos en una lancha por la bahía con unos estudiantes.  Lo recuerdo clarito. Era un día gris, con ganas de llover. Volteé la mirada hacia el Arsenal y vi un edificio feo, feo, feo, que en el último piso tenía un apartamento verde y un techo de eternit con bastante verdín de la humedad. Y me dije: ‒Yo quiero vivir allá‒. Eso fue un martes. El sábado tenía una reunión para ayudar a fortalecer a los Vígías del Patrimonio y me metí por la calle Larga, donde mis padres se conocieron y vivieron. Muy importante eso. Cuando pasaba por el viejo teatro Rialto ví bajar de ese edificio a una amiga de la universidad.

—Y tú, ¿qué haces aquí? —le pregunté. 

—Me estoy mudando —me contestó. 

—¿De verdad? ¿Y dónde queda tu apartamento? 

—En el cuarto piso.

¡Era el apartamento que había visto desde la bahía! Ella decía que era terrible. En realidad lo era. Verde con puertas café. Tenía un pasillo larguísimo, pero al final con una vista tremenda: toda la bahía al frente. Ahí me me dió una cosa y me dije: ¡Este es! El martes me encontré con la dueña, le dije que estaba recién llegado, que era profesor de la Tadeo y de una vez me dió las llaves”. Primero como arrendatario y luego, cuando lo pudo comprar, lo fue arreglando y le hizo una reforma integral el día que se le vino al suelo el techo principal y quedó en evidencia que las vigas no tenían amarres. “Eso era una casa en el aire”, se ríe. 


“Y así entré de nuevo al barrio. Lo que se pide con fuerza, se tiene”.