Si este hombre dejó huellas en toda Cartagena, en Getsemaní aún más. Fue uno de sus lugares más cotidianos y queridos. Aquí tuvo su jabonería, terminó la construcción del Club Cartagena y a sus calles y personajes les dedicó varios de sus apuntes y poesías.
Sus datos básicos son bastante conocidos. Fue un empresario de mucho ingenio y creatividad, dos veces alcalde de Cartagena, diplomático y hasta agrónomo aficionado. Además, columnista, poeta, acuarelista y autor de muchas canciones muy populares en su momento y que aún generan algunas regalías. Fue el autor, nada menos, que del himno de Cartagena y el de la Armada Nacional.
Nació el 21 de enero de 1884, el mayor de una familia de seis hermanos y una buena madre, Matilde Tono Macía, que no daba abasto para atenderlos, tras la muerte de su esposo, Daniel Gregorio Lemaitre, en Francia. Por eso terminó pasando parte de su niñez y adolescencia en Mompox, donde su tío Eduardo Gutiérrez de Piñeres, rector del Colegio Pinillos, de buena fama en la región. El joven Daniel se volaba algunas veces de clases para ir a galantear o a pasear por el río.
Hacia 1900 regresó con el título de bachiller bajo el brazo. Hasta ahí llegaría su carrera académica pues su ingenio práctico, su industriosidad, y acaso la necesidad de ayudar a la familia, lo llevaron por otros caminos. Ella había ganado fama por la calidad de los dulces que fabricaba, pero aún así las cuentas de la casa no cuadraban.
En 1907 se casó con Clara Román del Castillo, de una de las familias más prestantes de Cartagena. Viajaron a Europa de luna de miel y también para que él se posesionara como secretario de la embajada colombiana en Bruselas, cargo que ostentó un año y medio. A su regreso empezó sus aventuras empresariales con modestos emprendimientos de productos tan disímiles como betún y tintilla para lustrar zapatos, vinagre, vino de uvas pasas y sombreros de paja. De a pocos acumuló un pequeño capital que le sirvió para iniciar la empresa de su vida.
Polvos y jabones
La Perfumería y Jabonería Lemaitre comenzó en 1914, en una sociedad con su primo Henrique Lecompte Lemaitre, en la esquina de las calles del Estanco del Aguardiente y de la Universidad, en el Centro. Daniel era el creativo, el de los procesos de fabricación y la publicidad. Henrique era más fuerte en administración. Comenzaron con una tintilla para cueros, jabonería para el cuerpo y el lavado de ropa y polvos para la cara, que se promocionaron con estos versos de don Daniel:
Son los polvos de Lemaître
Un producto sin igual,
Quitan manchas y espinillas,
Pequitas y tal
Y hasta quitan la mancha
Del pecado original.
Luego separaron la sociedad de manera amistosa. Daniel se quedó con la jabonería y Henrique, con la perfumería. Fue entonces cuando la jabonería llegó a Getsemaní. Primero, al predio de la calle de la Sierpe en cuyos lotes vecinos estuvieron por muchos años el Pasaje Franco y las accesorias de la familia Spath. “Mi abuelo le compró a Narciso Araújo las instalaciones de la modesta fábrica de jabones que funcionaba ahí. Con el tiempo creció y compró el terreno de enfrente, que hoy es un parqueadero con salidas por la calle Larga y por la Sierpe”, nos cuenta Rafael Tono Lemaitre, su nieto preferido, hijo de su única hija, Concepción, a quien todos llamaban Conchita. Juntos compartieron mucha vida cotidiana hasta los diecisiete años de Rafael, pues vivían en casas contiguas, donde hoy funciona la sede de la Universidad Tecnológica de Bolívar, en Manga.
Rafael recuerda que la jabonería no era un espacio homogéneo como se puede imaginar ahora, sino viejas casas comunicadas por aperturas en las gruesas paredes. En un principio funcionaban con las pailas de la antigua jabonería, a punta de leña. Pero en 1924 una de estas se volcó y ocasionó un incendio que arrasó la fábrica. Hay una fotografía de Daniel con su hija Conchita, de unos cinco años, sobre los escombros del incendio. -Pero no se me quemaron ni la clientela ni las ideas-, dijo en ese momento.
“La fábrica no estaba asegurada. Quizás haya tomado un préstamo bancario, pero el caso es que la reconstruyó. Las pailas nuevas eran eléctricas. La jabonería tomó entonces un gran auge, primero regional y luego nacional. El lote grande fue utilizado como bodegas de los cocos, que venían de San Andrés y atracaban en el Arsenal. De los cocos sacaban la grasa para los jabones, que se llama copra”, recuerda Rafael.
“Prácticamente todos los empleados eran de Getsemaní. Los frecuentaba y les pagaba el colegio a algunos de sus hijos. Lo querían muchísimo. Lo que pasa es que esas generaciones han ido muriendo, pero aunque los hijos saben quién fue Daniel Lemaitre, los recuerdos se van perdiendo”, dice Rafael.
A Rafael lo pusieron a “trabajar” en la jabonería muy niño. “Tendría unos siete u ocho años. Pero les salí pretencioso. Protesté. —Un momentito, si mi abuelo es el dueño de esto ¿porque me van a poner en mensajería?— Yo quería ser gerente a los siete años”, dice con una risa sonora Rafael, recordando los viejos tiempos.
“En la parte original lo primero que se veía al entrar eran las empacadoras, que tenían una velocidad manual prodigiosa y quizás eran al cien por ciento de Getsemaní. Con decir que con los años se compró una máquina para empacar los jabones Palmolive, por un acuerdo de producción con ellos. Alguna vez hicieron una competencia y las empaquetadoras manuales ganaron”.
Un club por terminar
Y por los mismos años en que la empresa de los primos Lemaitre crecía, Daniel tenía a la vuelta de la esquina otro proyecto muy querido, pero en el que las cosas se hacían rascando los bolsillos de mucha gente: la sede del Club Cartagena frente al parque del Centenario. Era el vicepresidente, pero el sorpresivo traslado del presidente Enrique Grau Velez a Bogotá, en 1924, lo obligó a liderar el tramo final de la construcción del edificio, que llevaba seis años en obra.
Era la primera sede propia del Club Cartagena, inaugurada en 1925 con gran alegría de los socios, pero con muchas pequeñas deudas respecto del proyecto original trazado por Gastón Lelarge. La correspondencia de don Daniel con Fernando Vélez Daníes, el fundador del club, retrata de manera desenfadada los inmensos esfuerzos de aquel par de años para finalizar obras y poner a andar la nueva sede.
Un punto débil del Club Cartagena fue el aire acondicionado. Cuando se diseñó, este no era un equipamiento normal en un edificio. Menos en uno de corte neoclásico, cuyas formas no estaban diseñadas con ese propósito. Pero en la década de los 30 se convirtió casi en la norma para los edificios nuevos. A veces el calor apretaba en el gran salón del segundo piso.
“A pesar de tener todas las puertas y ventanas abiertas no refrescaba nada. Además en esa época se usaba saco. A él se le ocurrió montar en el cielo raso una cantidad de canastas, con sus respectivos desagües y les puso hielo y unos ventiladores, cuyo aire se enfriaba al tocar el hielo. La cosa funcionó un tiempo. Pero alguna vez falló y se inundó todo”, cuenta Rafael, quien de niño asistió a las fiestas familiares de Navidad en aquella sede.
Y acaso sin buscarlo terminó fundando el popular barrio Daniel Lemaitre. Compró unos terrenos allí, los loteó y edificó casas para vendérselas por unos precios absolutamente simbólicos a algunos de sus mejores trabajadores. Presumiblemente entre ellos debió haber varios getsemanicenses. Primero fueron diez casas y luego veintiséis. A partir de ahí se desarrolló el barrio actual.
Se nos fue papito
“Cuando salía de la fábrica era forzoso pasar por el Arsenal. A veces se quedaba ahí, muchas veces en los puestos del mercado comía algo. Por ejemplo, un arroz que “venía con sus moscas como pasitas de aliño”, como escribió en uno de sus Corralitos. Cuando llegaba a nuestra casa ya no tenía hambre, aunque alguna vez lo vi echarse una papa de la olla nuestra al bolsillo de su saco. Quizás se tomaba un café con leche en la suya”.
“Para ir a su casa pasaba primero por la nuestra. Siempre levantaba la tapa de la olla a ver qué estaban cocinando. Me cargaba y me consentía como solo lo puede hacer un abuelo. Me motivaba de una manera muy especial, como cuando me puse a pintar o a hacer música. Todavía tengo libros de pintura que él me regaló y me dedicó. Me llevaba a la Serrezuela a corridas de toros. Olía muy bien porque nunca dejaba la Jean Marie Farina. Se vestía de lino blanco con saco. Me dicen que al principio usaba corbata, pero yo lo recuerdo con la camisa de olań abierta”.
“Estando en la cima de La Popa recibí la noticia de que estaba muy mal. Bajé como loco. Llegué corriendo a la casa. Cuando entré por la puerta del patio encontré a mi mamá saliendo. —Se nos fue papito—, me dijo. Y después de eso fue un solo llanto corrido. No lo quise ver. Había estado la noche anterior con él. Le había leído unas cosas mías, pero ya venía desvariando por una enfermedad que traía de días atrás”.
Murió el 26 de enero de 1962. Un par de años antes el Club Cartagena se había mudado a la sede que aún ocupa en Bocagrande y la fábrica, a Mamonal. Al final, de su presencia en el barrio quedaron las memorias que poco a poco se han ido borrando tras la partida natural de quienes lo conocieron personalmente, pero sus versos son imborrables.
Getsemaní en la poesía de Lemaitre
En cinco calles me gozo
Que son: Sierpe, Carretero
San Antonio y el Guerrero
Y la típica del Pozo.
Mas nunca tengo reposo
Ni puedo mostrarme aseada
Con la eterna muchachada
Que juega al trompo y al tango
Y con las pepas de mango
Me ensucian la rinconada.
***
(…) De los tiempos antañones
Conservo cual maravilla
La casa de Pupo Villa
Con su tienda de escalones
Tengo también dos cañones
Y un altozano muy majo
Pues todos los sin trabajo
Del barrio de Gimaní
Vienen a ensayar aquí
Las vitaminas del ajo.
***
Cuando el sol me da un buen rato
Presento como un joyel
La casa de Jorge Artel
Y la puerta del curato.
Y en las horas en que el gato
Comienza a tocar la viola
Cuando estoy dormida y sola
Y en el pasado me escondo,
Soy como el telón de fondo
De una zarzuela española.
***
Típica del corralito
La Playa del Arsenal
Es un bien municipal
Que huele a pescado frito
Pero le sirve al distrito
De comedor, de artillero
De bazar hojalatero
Y es mercado de carbón
Dormitorio del hampón
Y por poco un basurero.