Un patrimonio de comer con cuchara

EDITORIAL

Cuando se piensa en patrimonio quizás lo primero que viene a la mente sean elementos materiales como un edificio, una iglesia, una pintura o una escultura. Lo son, en efecto, y hay que trabajar por preservarlos. Pero en las últimas décadas hemos avanzado como humanidad en la idea de que hay otro patrimonio incluso más importante: el inmaterial. Allí entran esas tradiciones que nos definen como comunidades, lo que nos hace peculiares respecto de los demás grupos humanos. Lo que nos da identidad.

Para la UNESCO dentro de este patrimonio cultural inmaterial se incluyen: “lengua, literatura, música y danza, juegos y deportes, tradiciones culinarias, los rituales y mitologías, conocimientos y usos relacionados con el universo, los conocimientos técnicos relacionados con la artesanía y los espacios culturales”.

Getsemaní tiene una historia y un legado en varias de esas expresiones. Pensemos nada más en la bolita de trapo, en el Cabildo novembrino, en los juegos de tablero o en la lotería hecha en casa. Hay entre ellos, sin embargo, uno que parece estar desdibujándose y tiene un potencial enorme para el barrio: la alimentación.

No se trata solo de las recetas, que hay que recuperar, sino de la cultura social alrededor de la comida. Y Getsemaní ha tenido mucho de eso. En esta edición relatamos cómo era ese compartir en Semana Santa y la cantidad de recetas propias de esos días. En particular los dulces.

Nuestro barrio ha sido cuna de cocineras y sazones legendarios. La cercanía en distintos momentos con el mercado, el puerto, el tren y la ciénaga le proveía de numerosos ingredientes que ya se ven poco por el cambio hacia una alimentación de origen industrial. Pero se pueden recuperar y en todo el mundo abundan ejemplos al respecto.

Y no estamos hablando de que alguien, muchas veces foráneo, monte un restaurante de tema getsemanicense con acceso para turistas pudientes. No es una mala idea y sería bienvenido, pero hablamos acá de algo más profundo y con sentido de comunidad. ¿Cómo hacer de la alimentación y las recetas propias de Getsemaní se conviertan en un fuente de reconocimiento y de identidad para los habitantes del barrio y al mismo tiempo una actividad económica que permita atraer recursos para los vecinos?

Pensemos por ejemplo en los paladares cubanos: la gente del común abrió comedores para atender pocos comensales en la sala de la casa, entre ellos muchos turistas ¿El secreto de los más solicitados? La sazón y la atención. Y de eso sobra por acá. Aquello le generó y le sigue generando a muchas familias concretas un modo de sustento muy interesante.

Es cierto que ha habido una explosión de la gastronomía a escala planetaria. Hay estilos de cocina sofisticadísimos, experimentales y costosos. Pero junto a ellos también hay una avance y un reconocimiento de la comida popular. Decir gastronomía es también decir la comida que se hace con ingredientes y sazón local. No hay que olvidar que la pizza, la paella o el sushi japonés -hoy alimentos globales- no son más que platos humildes surgidos de la recursividad en las regiones donde nacieron para preparar buenos alimentos con lo que tenían a la mano. Nada distinto de la comida popular de nuestra región.

Hace falta mucho para lograrlo. Y muchas manos. Pero desde El Getsemanicense proponemos echar a andar esta idea: imaginemos un barrio en el que turistas y locales vengan a degustar los platos de tradición, preparados por nuestras manos y atendidos por nuestra gente y que esta sea bien retribuida por hacerlo. Como es justo. Se mantiene la tradición y al mismo tiempo se genera una actividad económica para las familias del barrio. Parece una idea sensata y con futuro. En otras partes lo están intentando ¿Por qué no nosotros?