Un vecino de armas tomar

LA HISTORIA

El baluarte de San José quizás pase un poco desapercibido, incluso para los vecinos de toda la vida, pero en su momento fue una temible estructura militar. A quien lo camina de prisa incluso puede parecerle un simple ensanchamiento de la muralla. Visto desde el puente Román está tapado por el exuberante mangle que crece por uno de sus costados. Desde el puente Heredia es donde se distingue mejor su perfil.

Pero si se va despacio, aparecen los detalles. Arriba, tras subir la rampa, un viejo cañón herrumbrado sigue ahí, al alcance de la mano. Están también las troneras, donde se montaban los cañones para defender esa parte de la ciudad. En su parte baja están los almacenes para la tropa y arriba, la garita que marca el punto más saliente del reducto. Una escalera comunicaba de manera rápida la parte alta y la baja, para no tener que hacer todo el trayecto por la gran rampa.

En el suelo perduran unos rectángulos demarcados con unos pequeños resaltos. Eran los quicios que retenían las balas de cañón, apiladas en forma de pirámide. En el pavimento, visto más de cerca, se alcanza a notar la débil huella que imprimieron las balas, siempre en la misma posición y que debieron generar un peso considerable.

Con la plata de todos

A comienzos de la Colonia, el sistema amurallado cubrió primero a lo que hoy llamamos el Centro, pero muy pronto se estimó que era necesario proteger a la isla de San Francisco, que luego  se llamó Getsemaní: se estaba poblando muy rápido y uno de sus extremos se había convertido en el único acceso terrestre de la ciudad. Un hecho habla del espíritu del barrio, ya desde aquellas épocas: los vecinos ayudaron a costear la construcción de las murallas, a diferencia de las del Centro, que se levantaron con recursos oficiales.

Había que proteger tres frentes: el que guardaba aquella entrada terrestre, por la actual calle de la Media Luna; el que daba frente de la isla de Manga; y todo el flanco sobre la bahía de las Ánimas, en el playón del Arsenal. Entre lo primero que se construyó se contaban el baluarte del Reducto -al comienzo del actual puente Román y que originalmente se llamó San Lázaro- y el de San José, ambos en 1631. Entre los dos se construyó el lienzo de muralla de siete metros de altura, que hoy sigue en pie. Más abajo, el baluarte de la Media Luna, que protegía el paso terrestre y que vimos con detalle en la edición pasada. 

Las autoridades decidieron mantener despejada toda la zona adyacente. No era recomendable tener viviendas justo al lado de una muralla pues a la hora del combate allí caerían las balas de cañón y todo cuanto implica una toma militar. Por eso ahí, tres siglos después, pudo pasar la avenida del Pedregal y durante mucho tiempo fue el sector más despejado visualmente de todo el barrio. 

Ataques y vendavales

El siglo XVIII no trató muy bien al San José. Los vendavales de 1713 y 1714 lo dejaron bastante afectado. Tanto que en 1730 Juan de Herrera y Sotomayor propuso crear una nueva estructura delante suyo. Sería un bastión de cuatro frentes, muros más altos y una garita que se comunicaría con el reducto de San José mediante unas escaleras de madera, pero nunca se construyó. ¡Y sí que hizo falta una década después!

Entre 1741 y 1742 el ataque naval de Edward Vernon, amparado por la Corona británica, devastó las murallas, destruyendo el conjunto de la Media Luna y averiando todo lo demás, incluido el baluarte San José. Luego, lo acabó de empeorar un vendaval en 1760. A la Corona española le urgía recomponer la defensa de su ciudad más importante en esta parte de su imperio americano. Acá se acumulaban el oro y las riquezas en barcos que solo en ciertas temporadas salían a La Habana para consolidar una flota que de ahí tomaba rumbo a España, junto con los que venían de la Nueva España (México) y los propios de la isla de Cuba. Pero entonces los tiempos de la burocracia imperial eran lentos y, paradójicamente, tampoco había suficiente dinero para invertir en grande en el refuerzo del sistema defensivo de Cartagena.

Pocos años después del desastre de Vernon, Juan Bautista McEvan (en 1744) y Lorenzo de Solís (en 1753), reiteraron un diagnóstico: el baluarte estaba mal cimentado desde su origen. Hizo falta que llegara el ingeniero Antonio de Arévalo, considerado el hombre que mejor conoció el sistema fortificado de Cartagena y quien mejor lo trabajó, con los recursos que había, para preservarlo. Al punto que buena parte de las murallas que vemos hoy en pie se debe al trabajo que desarrolló por varias décadas.

Recalzar contra viento y marea

En 1776 Arévalo trazó un plano patológico del baluarte. Es decir: uno en el que señalaba cuáles eran los daños y problemas. Ahí describió de manera muy gráfica la posición y el tamaño de las fisuras en la parte exterior. La causa fundamental del problema: la muralla tenía menos espesor del necesario. Había que “recalzarla”, el término específico para decir que había que reforzarla desde abajo. 

Como los recursos eran pocos, Arévalo -como en buena parte del sistema defensivo que tuvo que reparar y mantener- decidió mejorar lo existente, en lugar de tumbar y construir desde cero. Eso igual requería mucho conocimiento, que estaba condensando en la extensa literatura sobre fortificaciones que se realizó en Europa desde la Edad Media. Pero también había que innovar y adaptar técnicas y soluciones. Arévalo trabajaba muy bien en ambos niveles: era muy estudioso, pero también sabía cómo operar en el terreno, con las materiales y hombres disponibles.

Para reparar la parte externa del San José, Arevalo construyó una plataforma de madera sobre la laguna, cosa que se dice fácil pero que implicaba hundir pilotes en el agua, cruzar vigas, montar el piso de madera, reforzar con gruesas cadenas conectadas a un mástil en tierra firme, entre varias otras tareas. Hay que recordar que todo aquello era un sistema de aguas más complejo que la mansa laguna que vemos hoy. Había entonces oleajes, corrientes y temporadas de vientos y tormentas que complicaban el trabajo y reconfiguraban el terreno.

Hecha la plataforma -que en sí misma era una obra de ingeniería experta- se empezó la labor de reforzar la parte delantera del baluarte, la más debilitada por el insuficiente cimiento. Los trabajadores de Arévalo hincaron una serie de pilotes en el lecho de las aguas para generar a partir de ellos un relleno que alejara al muro del baluarte de las olas y montar un martinete con el que clavaron más pilotes de madera “de diez a once varas de largo”, es decir de unos ocho metros cada una.

Se limpió el fango que quedaba entre los pilotes y después arrojaron piedra “apretada con pisón de a cuatro hombres”. Sobre ese nuevo revestimiento se construyeron el nuevo parapeto, espaldones y banqueta, que son partes específicas de este tipo de construcciones. También hubo otras acciones especializadas en construcción militar como conectar los muros con lo que llamaban “llaves de madera”, enterradas y unidas con pernos metálicos, entre otras, que garantizaran la estabilidad de la muralla.  

Entre quienes más han investigado el trabajo de Arévalo en Cartagena están el profesor Jorge Galindo, de la Universidad Nacional de Colombia, y estudiantes suyos. Galindo hizo su doctorado sobre los tratados de fortificaciones en Europa y se ha metido en archivos para llegar a mapas, planos y documentos que solo están al alcance de especialistas. De esos planos originales provienen los esquemas publicados aquí, elaborados por el profesor Galindo, fuente principal de este artículo, y por Laura Henao, de la Maestría en Restauración de la Universidad Federal de Salvador, en Brasil.

Galindo ha dado con los informes de presupuesto del trabajo de Arévalo. Un detalle importante es que no hubo mano de obra esclava, sino que se contrataban obreros, incluso para los trabajos que requerían de fuerza bruta. Había dos grupos más, estos de trabajadores especializados: los carpinteros, responsables de todo el pilotaje y los apuntalamientos; y los canteros, “responsables del corte, transporte y colocación de las piedras burdas y labradas empleadas a lo largo del proceso”, según las investigaciones de Galindo y sus estudiantes. No es improbable que muchos de esos obreros fueran del barrio, pues aquí vivían muchos hombres dedicados a la herrería y a la carpintería de mar y de ribera.

Tanto trabajo ¿para qué?

La paradoja es que, una vez terminada la obra, muy pronto resultó innecesaria en términos de defensa militar. La independencia estaba a la vuelta de unas pocas décadas, pero nada de eso se sabía entonces. Cambió la geopolítica y se acabaron los ataques de corsarios y piratas. Nacía la república y las murallas entraban en una penumbra histórica de la que emergieron de nuevo apenas en la segunda mitad del siglo pasado, ahora como el destino turístico y patrimonial que hoy se defiende como parte esencial de la ciudad. En su momento, hasta se proponía demolerlas, para dar paso a la modernidad, hasta que el 1924 el gobierno nacional lo prohibió mediante la Ley 32.

La obra de Arévalo quedó tan bien hecha que sobrevivió incluso a ese par de siglos de abandono y muy escaso mantenimiento. En las últimas décadas, con la creciente conciencia del patrimonio arquitectónico, eso ha cambiado. La última intervención de restauración fue en 2010. Al parecer en la parte sumergida hay algunos indicios de los trabajos de Arévalo, pero haría falta hacer un profundo trabajo de arqueología submarina para descubrir cosas nuevas.

Reconstrucción del sistema de apuntalamiento del baluarte de San José diseñado por Antonio de Arévalo. Elaboración de José A. Galindo

Reconstrucción del proceso constructivo del baluarte de San José diseñado por Antonio de Arévalo. Elaboración de José A. Galindo

Detalle de un plano de 1730 donde se muestra el proyecto de construcción de una obra de defensa frente al baluarte de San José. Fuente: Cartoteca del Servicio Histórico militar, Madrid, Sig. COL 09-10.