Detrás de una engañosa sencillez, la parte frontal del templo de San Francisco, en Getsemaní, revela la mentalidad de dos épocas distintas pues -aunque no parezca- hay más de una fachada en esos muros.
Hubo una fachada original, construida aproximadamente entre 1560 y 1590 por los alarifes o maestros de obra llegados a una ciudad fundada menos de treinta años antes. Para erigir un templo así había que balancear muchas cosas. Por una parte, justo por esos años la iglesia católica determinó en el Concilio de Trento (1545-1563) ‒entre muchísimas otras cosas‒ las normas de la arquitectura eclesiástica, hasta un nivel de detalle asombroso. Estaban también el espíritu franciscano, que tendía a la sencillez y al poco ornamento; la necesidad de catequizar a la población aborigen, que se lograba más por los ojos que por los oídos; y los escasos recursos en una ciudad que no tenía riquezas propias.
Y un factor decisivo: la tradición constructiva. ¿Se debían obedecer a rajatabla los órdenes clásicos en un mundo nuevo? ¿Cómo hacerlo si aquí no llegaron los grandes arquitectos que sí hubo en España o la actual Italia? En general los que vinieron fueron alarifes muy diestros en su oficio, pero sin el bagaje de referencias y escuelas arquitectónicas que había al otro lado del océano. Hubo un librito de 38 páginas que se hizo muy popular en Europa: Las Medidas del Romano. Era la primera vez que se traducía a una lengua vulgar (es decir, una que no fuera el latín) un tratado de las proporciones para construir edificaciones. Todo se basaba en el cuerpo humano, particularmente el masculino. Pues bien, las ideas del librito, publicado en 1526, se transmitieron oralmente, se sumaron a los saberes traídos de la península ibérica y la tradición católica, se aderezaron con las soluciones que en la práctica se iban encontrando y se ajustaron al magro presupuesto. De la combinación de todo eso salió el estilo colonial de esta y otras fachadas franciscanas en estos territorios.
El de San Francisco fue un templo con aspiraciones, pero sin excesos. Se planteó como una basílica, con tres naves, pero al mismo tiempo su estilo era sencillo. Correspondía a la interpretación que se le dió aquí al estilo toscano, el más simple de los cinco “órdenes” clásicos de la arquitectura de entonces.
La fachada, como es usual, refleja lo que hay dentro de la construcción. Así, tres naves implicaba tres entradas. De ellas, una tenía que ser la principal, con su arco en piedra y su arquitrabe. Es la parte que originalmente se llevaba buena parte del peso visual. Las otras dos entradas se hicieron en ladrillo y pañete, incluso sus arquitrabes. El coro implicaba un segundo nivel con sus propias ventanas y óculos para airear el templo. ¿Y la parte superior, con sus volutas? Sorpresa: no existían en el templo original, que visualmente estaba rematado por un techo a dos aguas que se veía por encima de la cornisa, el remate original de la fachada.
“Es una fachada compositivamente bastante escueta, comparada con lo que se estaba haciendo entonces en Europa. No es perfecta pero sus proporciones no fallaban por la tradición oral basada en Las Medidas del Romano. En la Colonia todo era más difícil, la escasez obligaba a expresar lo que más se podía con la menor cantidad de recursos. Eso es lo que nos da esa muy bella expresión de la arquitectura colonial americana”, explica el arquitecto restaurador Ricardo Sánchez, fuente principal de este artículo. quien es responsable de este frente de trabajo en la construcción del hotel de estándar mundial que construye el proyecto San Francisco en los predios del viejo convento.
Portón
Uno de los retos estructurales al construir un templo así es algo que no tiene mayor ciencia en otras construcciones: las puertas. Resulta que al ser abierto el inmenso y macizo portón tiene una tendencia natural: jalar detrás suyo toda la fachada. La solución fue hacer una estructura en madera por la parte interna de la fachada. Esta permitía al mismo tiempo que la puerta pivotara, que la fachada no se resintiera y ayudar a sobrellevar el peso de los muros encima suyo.
Por otra parte, en términos constructivos los espacios de las puertas y las ventanas son huecos en el muro que no ayudan a transmitir el peso de la estructura hasta el suelo. Así que buena parte del diseño tenía que contemplar una fachada lo suficientemente robusta para superar esos inconvenientes. La de San Francisco quedó lo suficientemente bien para soportar el tercer nivel en la fachada, agregado en el siglo XVIII y unos exabruptos en el siglo XX de los que ya hablaremos y ahora son un reto principal para los responsables de la obra.
La reforma
Visto de frente el templo original era un rectángulo pintado de blanco con sus puertas, ventanas y campanario incorporado. Arriba, un techo en forma de V invertida. En el siglo XVIII la ciudad ya era otra, había algo más de recursos y el estilo barroco se había impuesto en la Europa católica y en las grandes ciudades coloniales. Todo eso llevó a que se intentara actualizar al templo para dotarlo de una mejor expresión visual. Al menos, una más acorde con aquellos tiempos. A su hermano de al lado, el claustro de San Francisco, también le hicieron un reforma de fondo.
Es entonces cuando aparece toda la parte superior que hoy observamos y que está arriba de la cornisa, esa delgada línea horizontal que marca donde quedaba el remate original del templo. De un lado el frontis, con sus volutas barrocas. También se elevó el campanario, mediante una espadaña de la que se habla al detalle en el siguiente artículo.
El frontis no solo tenía el propósito estético de esconder el techo a dos aguas. Habla también de una aspiración mística o religiosa, de algo que se proyecta hacia el cielo. Es como una expresión de la sensibilidad católica de ese momento, distinta al de la construcción original. Los edificios civiles coloniales le daban mucho más énfasis a la primera o segunda planta, pero este remate que se proyecta hacia el cielo, es el que asume el protagonismo de la fachada.
Un problema muy concreto
El templo lleva más de cuatro siglos en pie, destechado y abandonado por décadas, utilizado y remendado de muchas maneras. Con esa edad, su estructura tiene límites, como un viejo que debe andar con bastón. En particular las dos esquinas del lado izquierdo -para quien ve de frente al templo- tenían una gran afectación al comienzo de la intervención. El ingeniero estructural Arnoldo Berrocal y su equipo han debido darles un soporte temporal con unas estructuras metálicas que le sirven de “muletas” durante la obra y son visibles desde la calle.
Aquí el reto es preservar lo más que se puedan los materiales antiguos, combinándolos con material de última tecnología. Aproximadamente el noventa por ciento de los ladrillos se mantendrán, pero hay que reforzarlos con morteros nuevos e incluso con cintas y mallas de basalto entre uno y otro. Hay secciones de muro que hay que desbaratar y rehacer de nuevo, así como resolver los parches, rellenos y tapiados que abundan. Todo ello pensando en darle al mismo tiempo resistencia y flexibilidad a la estructura, pues ambas características se deben complementar.
Pero, además de todo eso, hay un reto de marca mayor. Quizás el dolor de cabeza más grande de toda la obra. En la reforma de los años 40’s -para convertirlo en el teatro Claver- fundieron contra la parte interna de la fachada un inmenso palco en concreto. Para hacerlo, encajaron en la estructura colonial una viga de un metro de ancho que traspasa los tres arcos de las entradas. Sobre esa estructura en los años 80 se fundió otra para hacer un palco más grande, comunes en las salas de cine de entonces. Desde que comenzó la obra se ha estado retirando ese palco de duro y terco concreto. Hasta ahora, muchos meses después, se está llegando a la fachada. Solo al retirar ese concreto junto a la fachada interna se podrá determinar exactamente el estado del muro original. Luego vendrá el trabajo de quitar a mano lo que esté flojo y trabajar con herramientas que provoquen menos vibración que una mona, un cincel o taladros inadecuados.
Toda la intervención actual -amparada en un exigente Plan Especial de Manejo y Protección, con seguimiento estrecho del Ministerio de Cultura y del Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena- buscará que la fachada luzca en el aspecto que tenía tras la reforma del siglo XVIII, revelando los detalles que las distintas intervenciones fueron tapando. Todo ello es posible gracias a que hay fotografías fidedignas desde el siglo XIX que permiten ver esos detalles que se fueron perdiendo.
Atrio
En la arquitectura colonial la fachada de un templo es inseparable de su atrio. Una manera de pensarlo es una L en la que el lado largo es la fachada y el corto, el atrio. Allí se reunían los fieles, sobre todo a la salida de la misa. Era un rito clave en la vida social. Hay que imaginar que entonces no había medios de comunicación, redes sociales ni parques públicos. Era la oportunidad cotidiana para ver y ser visto por los demás o para enterarse de las cosas. Por eso el atrio se planeaba integralmente con la iglesia. En el caso de San Francisco era muy amplio, pues era un conjunto con la capilla de la Veracruz y su convento hermano. Al punto que más que atrio se le conocía como la plazoleta de San Francisco.
Las excavaciones arqueológicas encontraron el piso original, de ladrillo, relativamente intacto, pero muy al fondo de la superficie. No se nota a simple vista, pero la ciudad vieja ha ido elevando su nivel. La construcción de vías e infraestructura como el alcantarillado obligaba a rellenar. Por eso hay puertas que parecen para hobbits y casas cuyas proporción parece extraña. Lo único que se puede hacer con ese hermoso atrio, como con tantas superficies de la Cartagena original es mantenerlo allí, bajo las capas de siglos y preservar su memoria, registrándolo y protegiéndolo.
En la reforma de los años 80 se construyeron unos escalones a lo largo de la fachada que prolongaban los provenientes del vecino teatro Cartagena. Eran un conjunto de cines y en ese sentido teńía lógica igualarlos. Además eran parte del diseño de la isóptica del teatro, esa inclinación que permite que todos los espectadores puedan ver la pantalla. El problema es que afectaron de manera evidente la fachada, que quedaba desproporcionada. Al retirarlos la fachada del templo volverá a su expresión original, con la esperanza de que así permanezca por los próximos siglos.
Campanario y espadaña
El templo y el claustro franciscano estaban concebidos como un conjunto indisoluble. Son como siameses. El principal órgano que comparten es el campanario.
Si el templo hubiese sido construido por aparte, muy posiblemente su campanario sería una torre de planta cuadrada, como hay tantos en el mundo católico. Pero acá comparte su estructura con la esquina en que confluyen dos arcadas del claustro. Por eso una parte del campanario se ve “montada” o superpuesta al inmueble vecino. Fue una solución inteligente y elegante que ayudaba al mismo tiempo a mejorar la resistencia estructural, a ahorrar costos y a darle una línea de continuidad a ambos inmuebles.
Tan integrados estaban que la puerta de abajo del campanario fue por mucho tiempo la entrada al claustro. Del otro lado, por donde hoy se ingresa a ese recinto, había una modesta capilla y el sitio de enterramientos en la zona aproximada donde hoy queda el Pasaje Porto.
A los arquitectos restauradores les esperaba una sorpresa mayúscula al “pelar” de pañetes el campanario -labor necesaria en una intervención de fondo como la que se está haciendo-. Descubrieron dos arcos incrustados en la pared, señal inequívoca de que el templo tuvo un campanario más bajo. Debieron haber sido tapiados en la reforma del siglo XVIII. Fue entonces que se añadió la espadaña, a la que se le nota la misma inspiración barroca del frontis del templo. En arquitectura, espadaña es un término genérico para hablar de un muro que se eleva solitario -sin apoyos o entrecruces con otros- y con un propósito más estético que funcional. Y una sorpresa más: la parte interna también era una fachada, no un muro pañetado en su totalidad.
Esa espadaña ha tenido una historia de sobresaltos. Un rayo le tumbó de cuajo la sección de arriba, con el arco solitario. Eso fue quiźás en 1917, por fotos fechadas en esos años, en las que ese remate desapareció entre una y otra imágen. A comienzos de los años 80, cuando se estaba renovando el teatro Colón, que funcionaba en el templo, se la reconstruyó con muy buena intención, pero sin el rigor investigativo que se exige hoy para intervenir estos inmuebles. Entre pintada, repintada y ajustes se fueron perdieron los detalles. Tenía buen lejos, como dice el arquitecto restaurador Ricardo Sánchez, pero de cerca se veían todos los desperfectos.
Además, en otra reforma de los años 30, cuando al claustro se le agregó un tercer piso, se le pego al campanario el muro de ese tercer piso. Eso lo dejó un poco escondido e irrespetaba la vocación solitaria de las espadañas. La intervención actual busca dejarla tan cerca como sea posible a su construcción del siglo XVIII, lo que implica mucho trabajo de mampostería, detalle a detalle pues las formas y figuras que se hacía con los ladrillos estos era bastante notable. También se le reforzará estructuralmente y será liberada del tercer piso del claustro, para darle un aire nuevo y propio, como lo tuvo en su momento.
La parte superior del templo fue añadida posiblemente en el siglo XVIII.
Cornisa: es la línea superior que marca un límite en la fachada. Necesaria en la composición de cualquier edificación de la época.
Frontis: tiene una reminiscencia barroca. Tapaba el techo a dos aguas original.
Volutas: también de origen barroco, estas recuerdan las de la Iglesia del Gesù, en Roma, obra de Jacopo Vignola, un arquitecto de mucha influencia en aquella época.
Ventanas del coro: fueron tapiadas en algún momento. Se mantendrán así para ayudar a la estructura a soportar mejor el peso y aminorar el riesgo de grietas.
Ojos de buey: ayudaban a la ventilación cruzada, para aliviar el calor adentro en un clima tropical como el cartagenero.
Hornacina: usualmente se instalaba allí una imágen del santo protector o advocación a la que estaba consagrada la iglesia.Espadaña: agregada en el siglo XVIII.
Campanario: el templo original iba hasta esta altura.
Naves: la fachada muestra que el templo tenía una planta de basílica, con una gran entrada central y dos más pequeñas que daban a naves laterales.
Escalones: añadidos en los años 80’s cuando se reformó el teatro Colón como prolongación de los escalones del teatro Cartagena.
Arco: en piedra coralina.
Portón: con una estructura propia en madera, que también ayuda a sostener los muros de arriba.
Arquitrabe: es la parte superior del arco, que tiene una función estructural, transmitiendo a los lados el peso del muro.
Dovelas: las piedras trapezoidales en la parte superior del arco y que lo hacen resistir cargas.
Sillares: grandes piedras cúbicas que componen los flancos del arco.
Sector original del templo: la fachada el siglo XVI era más sencilla que la actual, con un estilo toscano, que destaca por su simplicidad de líneas.
Planos de la fachada del templo. Arquitecto restaurador Ricardo Sánchez.