Un año sin la maestra, madre, vecina, confidente, conciliadora, organizadora, bailarina, devota, consejera… un sinfín de facetas, siempre alegres y solidarias que caracterizaron a esta mujer, que vivió los distintos Getsemaní que conviven en nuestro barrio.
Los cuatro hijos de Roberto Coquel López y Enriqueta Tuñón Mesa crecieron felices en una calle San Juan muy distinta a la que conocemos hoy. Ahora la vemos con todos sus ángulos listos para una foto de Instagram, pero hace sesenta años era otra cosa. “Las calles estaban sin pavimentar; solían correr aguas negras; del Mercado Público venían roedores atraídos por el sabroso olor de la comida casera hecha todavía con carbón. Al frente, la jabonería Lemaitre nos arrojaba un fuerte olor a potasa”, recuerda su hermano Antonio. Fue una niñez divertida, pero para los padres no era fácil levantar a sus muchachos en esa circunstancias. Tenían que andar siempre pendientes y con cuidados.
Yasmina fue la mayor. Nació 27 de abril de 1951. Su hermano Roberto (QEPD) fue su gran cómplice y amigo. Yaneth era la tercera y Antonio era un poco como su hijo. “Yo era el salvoconducto. Era muy protectora conmigo porque yo era el menor. Cuando nací ella me cargaba y me llevaba aquí y allá”, recuerda Antonio. La primaria la estudió en los colegios Niño Jesús de Praga y el Lourdes y se graduó de bachillerato en la Normal. Luego estudió preescolar en el Colegio Mayor de Bolívar. “Fue una niña saludable, muy querida. Era la que convocaba a los demás niños y niñas de la calle San Juan para ir a las funciones de vespertina en el Padilla o en Rialto. Si tenían trece o catorce años se les permitía ir siempre en grupo, nunca solos”, dice Antonio. Por aquel tiempo ayudó a fundar la Legión de María en el barrio, Era la más joven en medio de muchas señoras. Empezó a ir a otros barrios para promover a la legión y eso la ayudó a vencer la timidez de hablar en público, recuerda Antonio.
Un nuevo mundo
Esa era su vida hasta los veintiún años, cuando además de carismática era una jóven muy atractiva, con un rostro muy bonito y un cuerpo espectacular, según recuerdan en la familia. Entonces se enamoró de manera loca de Miguel Zuleta Gutiérrez, que le llevaba diez años y que por esa época fue el dolor de cabeza del viejo Roberto, que no entendía del amor de su muchachita consentida por ese guajiro de temperamento fuerte. “Hasta el último día de su vida mi mamá vio por los ojos de mi papá. Toda la vida estuvo tragada de él y era muy feliz luciendo su nombre de casada ”, dice Yolanda, su hija mayor.
La nueva pareja se estableció en el edificio Nuevo Mundo, a pocos pasos de la casa paterna y el suegro terminó adorando a ese yerno que odio primero, como ha pasado tantas veces desde que el mundo es redondo. Con ellos se fue a vivir Maritza, una prima hermana que se convirtió en la compañía inseparable de ambos y en la segunda mamá de los hijos que llegarían. Había venido desde su Santa Rosa natal solo para estudiar, pero le tomó tanto cariño a su prima que terminó quedándose. Karen, la hija de Maritza, que también llegaría después, sería la quinta hija de la familia Zuleta Coquel, incluyendo apellido, trato y amor por igual para los cuatro hijos de sangre: Yolanda, Iliana, Ginna y Miguel Ángel.
Con el paso de los años la familia fue creciendo y se mudaron luego al edificio Sierra, también en la calle Larga. Finalmente llegaron a la casa de la calle San Antonio, de la que se tienen los mayores recuerdos, diagonal a donde funcionó la panadería Imperial, de los Schuster, y también de la sede de la policía.
Maestra conciliadora
Su primer cargo oficial como maestra en Arenal era bonito, pero muy lejos. Con familia en Cartagena Yasmina perseveró para ser trasladada. Incontables getsemanicenses fueron alumnos suyos, primero en el Mercedes Abrego, luego en el Lácides Segovia y, al final, en La Milagrosa, de donde se pensionó.
Dictaba todo el pensum de primaria pero se caracterizó por sus clases de religión y por preparar a todos los niños para la primera comunión. Aunque iba mucho más allá de eso. “Me consta que ella le conseguía los vestidos a los que no tenían; les organizaba el desayuno de ese día, las sorpresas”, recuerda Yolanda, quien con sus hermanas la ayudaban en las largas jornadas de hacer los boletines de notas a mano.
Y, por paradójico que parezca, aunque amó y lo dió todo por su vocación pedagógica, muchas veces pensó que pudo haber sido una buena abogada especializada en derecho de familia o resolución de conflictos. “Es que yo en realidad era una trabajadora social o una abogada ad honorem. Quizás me equivoqué”, le dijo algunas veces a Antonio, pensando en tanta labor que hacía un día sí y el otro también para ayudar a componer enfrentamientos y desacuerdos entre amigos, vecinos y familiares.
“Mi mamá tenía un corazón tres veces más grande que ella, que era bien gordita. Si llegabas a su casa no te ibas sin probar algo de su mesa. Tenía un mueble en la entrada y yo pasaba por ahí y veía que pasaban personas recostadas, gente que uno no conocía. —Ay, niña, es que viene de lejos y tiene una cita médica—, me podía decir. De Valledupar vino un montón de gente a hacerse exámenes médicos y era ella la que conseguía la cita médica, la clínica”, rememora Yolanda.
“Pasaban los vendedores de yuca o de plátano y ella podía tener en su despensa todo eso, pero miraba a los ojos de la persona y decía —Este no ha vendido, está enhuesado, tiene familia—. Los invitaba a pasar y se ponía a hablar con ellos. A lo tuchineros les compraban los cafés, se tomaba un poquito y cuando se iban los dejaba por ahí, pero lo importante era colaborarles económicamente porque sabía que la vida de ellos dependía de ese trabajo”, dice Antonio.
Los cuatro teléfonos
Las visitas al teléfono con Toño, su hermano menor, eran maratónicas. Bien podían comenzar a la medianoche y terminar cerca de rayar el alba. A veces ella se le quedaba dormida al teléfono. Entonces Antonio colgaba la llamada y le volvía a marcar para reñirle por haberlo dejado hablándole al aire.
Llegó a tener activos dos celulares y dos líneas fijas al tiempo. Y siempre se acordaba de quién cumplia años, del que estaba enfermo, del que tenía pendiente una cirugía, del que estaba de viaje, de todos con los que tenía un pendiente. Llamaba a sus amigos con algo de influencia o un buen vivir para resolverles problemas a un tercero. Y con la familia ni se diga: las llamadas con Yolanda cuando tuvo su primera hija y vivía en Valledupar eran tales que las facturas telefónicas debían causar alaridos en aquella tierra vallenata. Cuando salieron los teléfonos inteligentes ella fue la primera en conocer todos los trucos y exprimirlos a fondo para mantener el contacto con su infinita red de conocidos, amigos y familiares. Tanto era el tema que Miguel, su esposo, le bromeaba con que le iba a dar un cáncer de oreja de tanto hablar por teléfono.
Fiestera y organizadora
“Mi mamá me decía que yo tenía vejez prematura y ella juventud acumulada. Es que era muy fiestera, siempre sana y sin trago, eso sí. Se disfrazaba de cuanta locura. Desde marzo ya empezaba a planear de qué se iba a disfrazar en las Fiestas de Noviembre. No se perdía un Cabildo. Una vez se disfrazó de monja y se fue a los Carnavales y desfiló a pie por toda la Vía 40 con José María Taborda y otros amigos. En Mister Babilla se ganó concursos de disfraces y de bailes porque a ella no le daba pena nada: cantaba, brincaba saltaba”, dice Yolanda. Bailaba en una baldosa. “Este es mi son y aquí voy. Esto es lo que me sostiene a mí: que todos los fines de semana me echo mi bailadita”, le decía a Antonio.
Para la Navidad se había inventado una especie de novenas bailables que hasta tenían turno para la tarde y la noche, cada una con invitados diferentes. Para todo se inventaba un evento. La celebración de su último cumpleaños duró tres días: hubo papayera, torta, mesa de fritos, cena en Di Silvio, fiesta en Mister Babilla y muchas otras cosas. Cuando su sobrina Sasha fue elegida la representante de Getsemaní para el reinado de la Independencia, convenció a Antonio para hacerla en su calle. “Ponme esa fiesta aquí, que hasta el baño de mi casa lo presto. Y así fue. Alquilé dos baños y al final no llegó ninguno”, recuerda su hermano. Aquella noche hubo un enredo, una caída y terminaron suturándola en el hospital, pero la fiesta no se detuvo.
Y hasta tiempo y energía le quedaban para organizar a sus amigas. “Al pensionarse ella se queda con el vació de que había cosas que todavía no había podido hacer. Se asocia con un grupo de mujeres y forma Las Fantásticas. Recolectaban dinero entre ellas, hacían bailes, vendían boletas en club de profesionales o el club Unión, hasta en el Platanal de Bartolo, donde eran muy conocidas. Con lo que recaudaban hacían obras sociales para personas muy marginadas”, recuerda Antonio, quien a veces se quejaba de lo ingrata que pueden llegar a ser las personas. “Haz bien y no mires a quien. Cuando uno se muera la gente lo recordará”, le respondía Yasmina.
Hasta los cien años
El propietario de la casa quería poner un hostal y se la pidió. “Ya tengo que entregar. No sé por qué no nos dió por comprar en Getsemaní cuando todavía se podía. Saber que a donde vaya no voy a ver a esta gente: al del pollo, a la del queso, al del café, al del plátano. Yo me parqueo aquí y la gente pasa y se pone a hablar conmigo, les saco silla a todos: al vecino, al mochilero, al policía”, recuerda Antonio que le decía ella.
En octubre de 2018 Yasmina, Miguel y Maritza se mudaron a un apartamento en El Cabrero. Allí organizó una incipiente vida social alrededor del grupo de oración en la Ermita del Cabrero, donde el párroco era el padre Agustín Villar, conocido suyo. Igual seguía pendiente del barrio y solo se perdía algún evento por fuerza mayor.
Su muerte le llegó como se la había pedido a Dios: fulminante y sin largas convalecencias. Una semana antes, en una reunión de los Tuñones, como les decía, se le tomó el último video. Estaba feliz, bailando un fandango vestida con la camiseta tricolor. Quería llegar a las cien años y mientras tanto quería exprimirle a la vida hasta la última risa que ésta le pudiera dar.
“Cuando yo muera, nada de llanto porque todos nos vamos a morir. Ese día quiero una papayera y que haya baile”, les decía. Así fue. Los asistentes llenaron las cuatro salas de la funeraria Lorduy y por los pasillos no era fácil circular entre tanta gente de todas las edades. En la Plaza de la Trinidad había por igual gente de luto formal como una infinidad de amigos y amigas disfrazados o vestidos festivamente, como ella lo había pedido. La bajada desde los buses en el cementerio de Manga duró más de media hora, por el gentío que quiso dar allí el último adiós. Y algún desajuste con el cajón demoró la inhumación hasta casi las ocho de la noche. “Algunos decían que qué energía la de Yasmina, que no quiere irse aún”, rememora Antonio.
Yasmina supo que su nieta Maryam le heredó la habilidad creativa y manual, pero no que ahora tiene un emprendimiento inspirado en el nombre de su abuela. Supo que Luis Alberto, su muñequito, fue el mejor ICFES de su colegio en Barranquilla, pero no alcanzó a saber que lo becaron en la Universidad del Norte. Conoció por video a Pedrito, su séptimo y último nieto, pero no pudo alzarlo en sus brazos. Y así con toda la familia este último año sin ella. No tendría cómo saber que la alcaldía de Cartagena expidió un decreto de honores en su nombre y sus hijas tuvieron el orgullo de recibirlo en la plaza de la Aduana. En el cementerio de Manga quedó al lado de Robertico, su hermano adorado. Dice Yolanda, emocionada hasta las lágrimas describiendo a su mamá: “El molde su nobleza Dios no lo vuelve a hacer. Aún después de su partida sigue siendo recordada y querida, no ha quedado en el olvido, se sigue sintiendo. Su memoria y sus recuerdos seguirán presentes”.