De la patria al reinado

Getsemaní y de las Fiestas de Noviembre
LA HISTORIA

Ahora que han terminado las Fiestas de Noviembre, después del jolgorio y la maicena es bueno sentarse en la mecedora a preguntarse de dónde viene esa celebración, cómo se ha transformado en su dos siglos largos de historia y hacia dónde la vamos a llevar, con Getsemaní siempre en su epicentro.


 Empezamos las Fiestas de Noviembre como nuestra primera celebración de nación, en 1812. Un año atrás la Junta de Gobierno de Cartagena, en buena medida por la presión de los Lanceros de Getsemaní, había firmado el acta de Independencia. Creímos que la época española había quedado atrás.

  La noche del martes 10 de noviembre de 1812, “sin bando ni disposición particular”, los vecinos pusieron luminarias por voluntad propia. Al día siguiente, el 11, hubo misa solemne con asistencia masiva tanto de autoridades como del pueblo raso. “El vecindario entero se entregó a todo género de regocijos. Máscaras, música, vivas y repetidas salvas” hubo entonces, según consignó la Gaceta de Cartagena al día siguiente.

 Se trata de “nuestra única y primera fiesta propia en el contexto republicano porque las demás fiestas como las patronales y  los carnavales han sido heredadas de la Colonia”, al decir de Édgar Gutiérrez Sierra, el gran estudioso de las fiestas en Cartagena.

 Así fue por tres años, hasta 1815 cuando el español Pablo Morillo sitió a Cartagena. Los españoles volverían a salir de Cartagena, ya para siempre, el 10 de octubre de 1821, con el getsemanicense almirante José Padilla como protagonista de ese segundo envión libertario.


Sin prórrogas

 ¿Entonces en cuál fecha íbamos a celebrar la Independencia? ¿En la de noviembre o en la de octubre? En 1846 la Cámara provincial zanjó el asunto, oficializando la fecha de noviembre.

 Esa ordenanza dispuso además que la celebración duraría “tres días de actos solemnes, discursos conmemorativos, y  por las noches bailes públicos”. Sin prórrogas. Porque hubo épocas, entonces y después, en que los festejos se extendían por uno, dos o hasta tres fines de semana más.

 En esos años, las fiestas hubo un cambio fundamental: “de los bailes de gala con pasillos, valses y contradanzas, de la emulación de las fiestas francesas con arcos del triunfo incluido, los discursos sobre la libertad, el concepto de soberanía, los juegos florales y las reinas se pasó, poco a poco, a una celebración en la que la población fue más partícipe que espectadora”, dice Gina Ruz, también gran estudiosa de las fiestas.

  La pompa republicana le empezó a dar paso a los cabildos de negros e indígenas, al carnaval. La fiesta ya era otra.

 Pero la disputa por las fechas no paró. Siguió la discusión sobre si la Independencia de Colombia se debía celebrar el 20 de julio (el florero de Llorente, en Bogotá) o el 11 de noviembre. Ganó la visión centralista y en 1907 el gobierno de Rafael Reyes declaró que sería el 20 de julio.

Carnaval sí, mapalé no

  Ya estamos en 1911. Con el centenario de la Independencia hubo un nuevo impulso: esas fiestas duraron diez días, y les ganaron en protagonismo a los carnavales (los había, no solo en Barranquilla) y a las Fiestas de la Virgen de la Candelaria, una nota que se mantendría por las décadas siguientes.

  El gran Manuel Zapata Olivella, quien creció en la calle San Antonio, diría después que fue “reencontrarnos con las gaitas y danzas caribe que rememoraban a los valientes caciques Codego, Carex y Currixix, con los tambores africanos de Benkos Biohó y de Pedro Romero anunciando la libertad; y con las rebeldías de los abuelos españoles, los de la gleba”.

 En adelante las Fiestas Novembrinas se consolidan en toda la ciudad. “Como fiestas republicanas terminan siendo diferentes, complejas y plurales, propias de ese caos-cosmos del Caribe. (...) Se combinan imaginarios patrióticos republicanos con los imaginarios carnavalescos y toda una gama de visiones sobre la cultura y los reinados de élite”, dice Gutiérrez.

 Pero aunque las fiestas se mantenían con su empuje desde los barrios, algunos sectores dirigentes no comulgaban con esas expresiones populares. En 1921 el Concejo prohibió la cumbia y el mapalé (quizás eran la champeta de la época) y en 1928 se celebraba que hubieran prohibido los disfraces del 11 de Noviembre y desaparecido los buscapies, esos “instrumentos de barbarie”.


De protagonistas a espectadores  

 Aunque en las Fiestas Novembrinas los concursos de belleza asomaban desde el siglo XIX, el asunto fue cambiando con la consolidación del Reinado Nacional de la Belleza, que a su vez terminó fortalecido con el triunfo en 1958 de Luz Marina Zuluaga como Miss Universo. Las fiestas empiezan a cambiar. De nuevo.

 “Todo un colectivo de artesanos, actores de lo folclórico e imaginarios cívicos, patrióticos y festivos fueron desplazados, reducidos a simples espectadores mudos y lanzados al limbo de los espacios marginales”, señala Gutiérrez. Lo popular le dió paso al espectáculo televisivo.

 Pero, de manera paulatina, desde mediados de los años 80, se han dado signos para retomar el sentido original de las fiestas. En ese esfuerzo Getsemaní aportó el renacimiento del Cabildo y el fortalecimiento de la tradición de Ángeles Somos, que se han replicado y fortalecido en otros barrios.

 Con sus idas y venidas, la Revitalización de las Fiestas de Independencia -en la que participan muchos actores- ha venido cosechando resultados. Hace falta mucho. La pregunta es cómo Getsemaní va a seguir aportándole a ese proceso, para que haya fiestas al menos dos siglos más.

Fuente:

En Noviembre llegan las Fiestas de Independencia. Cuadernos de Noviembre. Volumen II. Editor Alberto Abello Vives. Cartagena, 2016