La primera cueva de Gabo

SABOR A MI

Gabriel García Márquez llegó en abril de 1948 a Cartagena, huyendo de las secuelas de El Bogotazo, de cuyos horrores había sido testigo directo. La pensión en la que vivía resultó incendiada y en entredicho la continuidad de sus estudios de Derecho en la Universidad Nacional. Vino con la idea de seguirlos en la Universidad de Cartagena, pero sin un peso en el bolsillo. En su primera noche fue arrestado por violar el toque de queda. Terminó por hacerse amigo de los dos policías que se lo llevaron en su ronda. Juntos llegaron a la primera “cueva” en la vida de Gabo. Las otras serían La Cueva, el bar de sus amigos en Barranquilla, y “La cueva de la mafia”, el nombre que daba al estudio de su casa en México, donde escribió Cien Años de Soledad. Así lo narró en Vivir para contarla.

“Cansados de la búsqueda inútil de cigarrillos sueltos, salimos de la muralla hasta un muelle de cabotaje con vida propia detrás del mercado público, donde atracaban las goletas de Curazao y Aruba y otras Antillas menores. Era el trasnochadero de la gente más divertida y útil de la ciudad, que tenía derecho a salvoconductos para el toque de queda por la índole de sus oficios. Comían hasta la madrugada en una fonda a cielo abierto con buen precio y mejor compañía, pues allí iban a parar no sólo los empleados nocturnos, sino todo el que quisiera comer cuando ya no había dónde. El lugar no tenía nombre oficial y se conocía con el que menos le sentaba: La Cueva”. 
“Los agentes llegaron como a su casa. Era evidente que los clientes ya sentados a la mesa se conocían de siempre y se sentían contentos de estar juntos. Era imposible detectar apellidos porque todos se trataban con sus apodos de la escuela y hablaban a gritos al mismo tiempo sin entenderse ni mirar a quién. Estaban en ropas de trabajo, salvo un sesentón adónico de cabeza nevada en esmoquin de otros tiempos, junto a una mujer madura y todavía muy bella con un traje de lentejuelas gastado por el uso y demasiadas joyas legítimas. Su presencia podía ser un dato vivo de su condición, porque eran muy escasas las mujeres cuyos maridos les permitieran aparecer por aquellos sitios de mala fama. Hubiera pensado que eran turistas de no haber sido por el desenfado y el acento criollo, y su familiaridad con todos. Más tarde supe que no eran nada de lo que parecían, sino un viejo matrimonio de cartageneros despistados que se vestían de gala con cualquier pretexto para cenar fuera de casa y aquella noche encontraron dormidos a los anfitriones y los restaurantes cerrados por el toque de queda”. 
“Fueron ellos quienes nos invitaron a cenar. Los otros abrieron sitios en el mesón, y los tres nos sentamos un poco oprimidos e intimidados. También trataban a los agentes con familiaridad de criados. Uno era serio y suelto, y tenía reflejos de niño bien en la mesa. El otro parecía despalomado, salvo en el comer y el fumar. Yo, más por tímido que por comedido, ordené menos platos que ellos y cuando me di cuenta de que iba a quedar con más de la mitad de mi hambre ya los otros habían terminado”. 
“El propietario y servidor único de La Cueva se llamaba José Dolores, un negro casi adolescente, de una belleza incómoda, envuelto en sábanas inmaculadas de musulmán, y siempre con un clavel vivo en la oreja. Pero lo que más se le notaba era la inteligencia excesiva, que sabía usar sin reservas para ser feliz y hacer felices a los demás. Era evidente que le faltaba muy poco para ser mujer y tenía una fama bien fundada de que sólo se acostaba con su marido. Nadie le hizo nunca una broma por su condición, porque tenía una gracia y una rapidez de réplica que no dejaba favor sin agradecer ni agravio sin cobrar. Él solo lo hacía todo, desde cocinar con certeza lo que sabía que a cada cliente le gustaba, hasta freír las tajadas de plátano verde con una mano y arreglar las cuentas con la otra, sin más ayuda que la muy escasa de un niño de unos seis años que lo llamaba mamá. Cuando nos despedimos me sentía conmovido por el hallazgo, pero no me habría imaginado que aquel lugar de trasnochados díscolos iba a ser uno de los inolvidables de mi vida”. 

Muy pocos días después, encauzado por Manuel Zapata Olivella, se hace periodista de El Universal, que recién había iniciado a andar una semanas antes. La Cueva se convirtió en uno de sus sitios predilectos.

“A las diez de la noche, cuando cerró el periódico, el maestro Zabala se puso la chaqueta, se amarró la corbata, y con un paso de ballet al que ya le quedaba poco de juvenil, nos invitó a comer. En La Cueva, como era previsible, donde los esperaba la sorpresa de que José Dolores y varios de sus comensales tardíos me reconocieran como cliente viejo. La sorpresa aumentó cuando pasó uno de los agentes de mi primera visita que me soltó una broma equívoca sobre mi mala noche en el cuartel y me decomisó un paquete de cigarrillos apenas empezado. Héctor, a su turno, promovió con José Dolores un torneo de doble sentido que reventó de risa a los comensales ante el silencio complacido del maestro Zabala. Yo me atreví a introducir alguna réplica sin gracia que me sirvió al menos para ser reconocido como uno de los pocos clientes que José Dolores distinguía para servirles de fiado hasta cuatro veces en un mes”.

El Héctor al que se refiere Gabo es a Héctor Rojas Herazo, otro monstruo de las letras caribes con las que pasó incontables noches entre La Cueva y el camellón de los Mártires. Un par de veces más la menciona. Una de ellas al referir una discusión con su editor y maestro Clemente Manuel Zabala y otra al hablar del actor de circo Emilio Razzore. Tiempo después Gabo había pasado un par de años en Barranquilla, trabajando en El Heraldo y otros impresos. Pero terminó por regresar un tiempo a Cartagena, donde El Universal le ofreció un salario bastante mejor que el que tenía.

“Era como haber vuelto a los orígenes. Los mismos temas corregidos en rojo liberal por el maestro Zabala, sincopados por la misma censura de un censor ya vencido por las astucias impías de la redacción, mismas mediasnoches de bisté a caballo con patacones en La Cueva y el mismo tema de componer el mundo hasta el amanecer en el paseo de los Mártires”.