Le decían ‘Yeya’

SOY GETSEMANÍ

Te acordarás, Delia, de la bicicleta en que te escapabas recorriendo las calles de Getsemaní como un barrilete volando al viento. Eras la primera niña que montaba pedaleando tú misma un aparato de esos, algo sobre lo que murmuraban las mujeres mayores. Es que eran los años treinta y todavía había unas costumbres que tener en cuenta. Se la sacabas a escondidas a tu hermano, que la tenía como su bien ḿás preciado: reluciente y bien cuidada. Y con ella te ibas como un trompito, bailando por todo el barrio.

Pero por algo eras una Zapata Olivella. La menor de Edelmira y Antonio María, el ateo aquel que al mismo tiempo que desterraba de su colegio las clases de religión, sostenía unas animadisimas tertulias teológicas con el obispo, en el zaguán de la casa en la calle del Espíritu Santo. Dicen que le llegaste al hombre cuando ya estaba mayor y que por eso lo cogiste aplacado. ¡Es que eras bien inquieta y con una energía inagotable! Pero tuviste una infancia alegre, distinta a los de tus hermanos en Lorica. A ti te permitieron hacer cosas que a ellos no. Pero igual, a veces te pasabas demasiado de la raya y te castigaba. Te subías entonces al techo y por ahí volvías a huir por esos caminos secretos que conectaban las casas del barrio por los tejados.

Tenías muchos amigos. Un montón. De todas las edades. Conocías a todos los músicos, a los zapateros, a los de las comparsas, a la gente que venía de los pueblos. Si hasta el viejo Daniel Lemaitre te adoraba. Llegabas siempre a la casa con un ventarrón de gente, para que te perdonaran por escaparte. ¡Quién te iba a decir algo frente a tanto invitado! 

Delia Nicolasa Tercera, la niña Jueves Santos, la que nació ese día de la Semana Santa de 1926 en Lorica, pero que en noviembre de 1928 llegó a Getsemaní, el que sería el barrio de sus amores. ¿Te acuerdas de las idas a Caño del Oro? El abuelo se inventaba sainetes y obras de teatro musicalizadas para transmitirles a los muchachos del colegio el pensamiento ilustrado de los franceses. Y de tanto verlo te dio desde muy pequeña por empezar a montar los tuyos. Y luego con Felipe, el hijo de Neftalí, tu hermano mayor, se trepaban juntos en una lancha en la que navegaban por los caños y luego por el mar abierto hasta llegar al leprocomio de Caño del Oro, donde alguien al verlos empezaba a azotar la campana, gritando como para que lo escucharan hasta Barú: ¡Viene la niña Delia, viene la niña Delia! Y a ellos era a quienes les ibas a mostrar tus monólogos y tu sainetes.

No es que fueran pobres, pero la situación siempre estaba cortita. Acaso no habría mayor cosa material, pero Antonio María lo que quería era dejarles conocimientos y libertad de criterio. ¡Que pensaran por ustedes mismos! Y vaya enfrentamiento que se prodigó con el mismísimo Ministerio de Educación para que te permitieran terminar los dos años en el bachillerato de la Universidad de Cartagena. Es que entonces las muchachas solo podían hacer hasta cuarto, lo que hoy llaman noveno grado. Y hasta ahí las opciones eran muy limitadas: no querías ser enfermera, ni secretaria ni maestra, lo que te esperaba en la Cartagena de entonces. Pero Antonio María ganó esa lucha y solo tú sabrás lo que sentiste al entrar con las otras dos muchachas por aquellas puertas que hasta entonces estaban cerradas para todas. Ahí te abrirías un camino propio y se los abrirías también a otros. No sería la última vez que lo harías en tu larga y fecunda vida. 

Te graduaste de bachiller, Yeya, y el alma viajera te llevó mucho más allá del playón del Arsenal. Te nos fuiste para Bogotá, a estudiar Bellas Artes en la Universidad Nacional. En la facultad tu pasión era la escultura, pero afuera era el baile. Fueron otros años, lejos del barrio, en los que comenzaste a comerte el país paso a paso. Recorriste sus litorales, husmeaste sus comidas, pero sobre todo y siempre, buscaste cómo bailaba nuestra gente en cada uno de los rincones. Y luego comparabas, combinabas e inventabas. El sincretismo que llaman los que más saben se convirtió en uno de los rasgos de tu danza.

Al regresar al barrio montaste una zapatería para niños en la Media Luna, también fuiste profesora de dibujo en el Colegio Fernandez Baena. Y aquí nació Edelmira, tu única hija, en el 53, en la casa del Espíritu Santo. Un año antes había muerto su abuela, de la que heredó el nombre. De aquel día triste quedó la única foto en la que salieron los siete hermanos y el patriarca. Estás de blanco, en la mitad tu padre, y al otro lado Edelma. Detrás, de pie, los cinco varones. Recordarás, Yeya, cómo para Antonio María aquello fue un mazazo. Pronto cerró el colegio y cada vez fue más y más difícil sacarlo de la casa. Lo lograron en el 65 o 66, cuando se puso su mejor traje y lo alzaron en la mecedora hasta la plaza de la Trinidad, donde le impusieron la medalla Pedro Romero. 

La abuela Edelmira se fue, pero la familia seguía creciendo. Te acordarás de cuando tu hermano Virgilio montaba a toda la muchachada de sobrinos, entre ellos tu amada Edelmira, en el platón de su camioneta, para llevarlos al apiario que tuvo tantos años en Bayunca. Era el socialista de la familia y también practicaba boxeo. La camioneta era una Chevrolet, de la que vivía muy orgulloso. Hasta nombre le tenía: La Guanábana. Había estudiado agronomía en México: uno más de la familia que se formó más allá de los límites que le imponía la ciudad.

Y qué tan rápido fue agigantándose tu figura allá lejos, afuera de nuestras calles. En el 55 te invitaron a presentarte con tu grupo en el Teatro Colón para el Primer Espectáculo de Danzas Negras. Entre el 56 y 57, viajaste con tu grupo a Europa y Asia. Y Edelmira viajando pegadita a tí, dándole sin saber la vuelta al mundo. Hasta que cuando tenía cuatro años decidiste dejarla en casa a cargo de Antonio María. ¿Quién mejor que él para ayudarte a criarla mientras estabas afuera? Y el abuelo se reservó esa crianza como un asunto propio. No se lo digas a sus primos, pero parece que era su preferida: su hija más joven, su bastón y sus ojos. Le enseñó a leer a los cuatro años para que, a su vez, ella le leyera, pues su vista empeoraba con los años. Cuando estabas de viaje ellos se refugiaban en aquella prodigiosa biblioteca que él había acrecentado toda la vida. Eran lecturas de gente grande e ilustrada. El abuelo parecía quedarse dormido y la traviesa Edelmira -buena hija de su madre- se saltaba cientos de páginas y seguía leyendo como si nada. El astuto abuelo la dejaba hacer y un rato después le decía: “Muy bien. Ahora regresa a la página 33”.

Y en aquellos años mientras veías crecer a tu hija, cómo no, seguías danzando. Aquí en el barrio teníamos buenos grupos. Con ellos montaste en el Parque Centenario los bailes de aquella película mexicana en la que se ven las fiestas del 11 de noviembre. Y bailaste sola en aquella otra, Mares de Pasión, sobre la inclemente piedra caliente de las murallas. 

Pero una cosa fue aquello de las películas y otra ese diálogo profundo con los saberes de nuestros ancestros. Toda la vida investigaste, siempre que te era posible sobre el terreno, captabas todo cuanto podías de sus movimientos y lo que cada uno de ellos significaba, de dónde venían y qué expresaban. Por ese tiempo viajaste al Chocó y al regresar, regocijada con los nuevos aprendizajes, formalizaste un grupo de danza que combinaba las tradiciones del Pacífico y las de nuestro Caribe.

¡Y cómo te metiste con lo nuestro, Delia! Viajabas por toda la región, viviste en Santa Marta en un tiempo de ir y volver al barrio todo el tiempo porque Edelmira y Antonio María te esperaban. Aquí organizabas a tu gente para las fiestas de noviembre. En Palenque, en Chambacú y a donde la vida te llevaba ibas dejando amigos del alma. Tenías hermanastros de todos los colores. Edelmira te recuerda en los cabildos, pero no en los de aquellas fiestas que juntas ayudarían a recuperar treinta años después, sino en otros. En aquellos que eran cofradías, con sus ritos y sus códigos. Ella te recuerda entrando a reuniones secretas gateando con tus piernas densas por barrizales y sitios oscuros. La llevabas desde pequeña para que supiera de sus raíces. 

Aquello no era algo carnavalesco sino un ritual clandestino y religioso para gente iniciada; una especie de sacerdotes y sacerdotisas que así resguardaron durante siglos su tradición y sus  ancestros. Más en aquella época en que tantos todavía pretendían negar nuestra raíces negras y africanas. ¡Cuánto te debemos a tí, a Manuel y a Juan por haberlas sacado a la luz con orgullo, mostrándolas como una parte de nuestro ser! Una partecita del ser colombiano hoy, de reconocernos diversos y también con arcilla negra en nuestro cuerpo, se los debemos a ustedes y a sus luchas. Hoy parece obvio, pero hace sesenta años no lo era. Ni siquiera para nosotros y menos para el mundo andino y central al que ustedes les llevaron ese mensaje, incluso a veces confrontando y organizando. ¿Recuerdas que en el 43 muchos políticos en Bogotá se fueron en contra tuyo, de Manuel, de Natanael Díaz y Marino Viveros por organizar el Día del Negro? ¡Hasta los calificaron de racistas y separatistas! Los pájaros tirándoles a las escopetas. ¿Te acuerdas de las empanadas bailables que organizabas en la Nacional con tus paisanos, los de acá, y que fueron la semilla de más iniciativas para fortalecer nuestra identidad? ¿Recuerdas que entonces era algo extraño en el altiplano aquello de bailar al son de acordeoneros, gaiteros y cantantes de lumbalú? ¿Que sentirías ahora que dicen que Bogotá se volvió un poco Caribe? Quizás te reconocerías un poco y podrías distinguir el hilo tuyo -nítido, raizal y fuerte- en medio del tejido que otros antes de ti habían comenzado y al que luego se fueron sumando más y más gentes valiosas.

Pasaron los años y terminaste por radicarte en Bogotá. Yeya con ocho años, creciendo, y el Conjunto de danzas folclóricas colombianas Delia Zapata Olivella, también. Ya eras una institución cultural por tí misma. De todo lado te pedían algo y te invitaban a bailar. ¡Había tanto por hacer y tanto por investigar y crear! Algunos dirían que triunfaste, pero no era eso. Seguro que para tí no era eso: era más como el desenlace de una búsqueda que empezaste desde pequeña; era la sangre y el legado de Antonio María corriendo por tus venas; éramos nosotros hablando por tu boca y danzando con tus pies. Cada vez que tocabas el suelo con la planta desnuda, o que te palmeabas la barriga sacando de allí toda tu energía, o que sacabas la lengua mientras bailabas, éramos nosotros quienes también lo hacíamos a través de ti.

Pero no nos olvidaste. No podías. Edelmira regresó desde Bogotá a finales del 85 y comenzó a gestar el grupo que más adelante sería Calenda. Vivía en la calle del Curato, en el Centro, en la casa del tío Juan, el médico. La Cartujita, le decían a esa casa. Fue ella quien te abrió la senda del retorno al barrio. Juntas comenzaron un viaje que aún no termina y que dejó unos herederos fuertes. En el 86 les encargaron el espectáculo folclórico por la visita del papa Juan Pablo II. La explanada de Chambacú estaba a reventar ese 6 de julio. Dicen que hasta doscientas mil personas hubo esa noche. Tres años después, en el 89, con tanta otra gente valiosa del barrio ayudaron a crear el Cabildo de Getsemaní, que hoy ya es una tradición. 

Edelmira también ayudó a inculcar esas danzas en los muchachos de los colegios. María y Mara, las Vitola de la calle Carretero, las recuerdan a ambas como maestras exigentes y comprometidas. Y con Calenda formaron a muchos de los que hoy son estandartes y maestros de las danzas ancestrales en la ciudad. Mientras Edelmira mantenía la dinámica cotidiana del grupo, tú eras la sombra tutelar. Venías cada dos o tres meses y les dedicabas unas extensas jornadas para ver cómo estaban evolucionando las cosas y a veces para dar la clase tú misma. Comenzabas sentada, en una actitud de “vamos a ver qué traen”, les exigías, les modificabas y al final terminabas tu misma metida en ese bololó, enseñando pero divirtiéndote al mismo tiempo. Nery Guerra fue uno de los jóvenes de Calenda. Margot Castro, también. “Ellas no nos enseñaban a bailar. Nos enseñaban a ser personas”, dijo Margot. Dixon Pérez, el director de Ekobios también fue de esa camada. “Delia me cambió la vida. Hizo que nos enamoráramos primero de lo que ella hacía, para después formarnos realmente como bailarines”.

¡Y la vida pasó tan pronto! La malaria te atacó en Costa de Marfil y te dejó tocada de muerte mientras seguías investigando el origen de nuestros bailes. Ya te fuiste, Yeya, pero desde ese 2001 tus cenizas nos quedaron aquí cerca, en el espejo de agua de la bahía de las Ánimas, como pediste. Al final regresaste, Delia. Te quedaste con nosotros: recorriste varias veces el mundo, viviste tantos años en la fría Bogotá, en su Candelaria antigua, para terminar volviendo aquí, a las calientes calles de tu infancia, a la casa del Espíritu Santo. Nos llevaste contigo siempre y acá te quedarás por siempre entre nosotros.

El inolvidable patriarca

“Antonio María Zapata fue un librepensador que truncó sus estudios de Derecho y se dedicó a la enseñanza secundaria en Lorica -entonces una pequeña población del Departamento de Bolívar-, durante casi medio siglo”, según lo recordó José Luis Díaz Granados en una semblanza. 

La leyenda de la familia, basada en hechos reales, es que Antonio María aprendió a leer solo y que siendo muchacho le pidió a su papá, un próspero comerciante en Lorica, que le ayudara a comprar la biblioteca del doctor Lengua, que recién había fallecido. Que se encerró en ella para leersela del primero al último tomo, fuera del tema o autor que tocara, hasta Paracelso o Hermes Trimegisto. Que luego de algunos años emergió de esa penumbra convertido en un sabio y una celebridad local. Que la noticia llegó hasta la Universidad de Cartagena, donde le ofrecieron un cargo de juez jurisconsulto. Es decir, una Wikipedia ambulante, antes de que eso se hubiera inventado.

En Lorica fundó el colegio La Fraternidad, de cuyo programa excluyó la asignatura de religión, lo que le trajo problemas con la jerarquía católica. También le quemaron tres veces la imprenta desde la que intentaba difundir sus ideas libertarias. Vivir allí, con esposa y seis hijos, se hizo insostenible.

Tuvo la suerte de que su abuela, conocida como Madame Zapata, tenía buenos medios de vida: restaurantes en Cartagena y Colón (Panamá) y varias casas. Ella les prestó dónde vivir: primero en la calle San Juan, luego en la San Antonio y al final, la mítica casa de la calle Espíritu Santo, que en realidad era un solar gigante con una casa modesta que los Zapata Olivella habrían de acondicionar. 

Ya instalado en Cartagena volvió a abrir La Fraternidad, con el mismo espíritu cientificista, liberal y laico del colegio de Lorica. Pero debido a sus “ideas librepensadoras” tuvo que luchar para que el Ministerio de Educación, de talante conservador, lo acreditara. Para los estudiantes creaba historias de miedo que terminaban en chistes, pero con contenido de reflexión. “En la Ciudad Heroica, Antonio se desempeñó, además, como profesor universitario en el área humanística y desde ese cargo solía mantener contacto permanente con los habitantes de San Basilio de Palenque -comunidad negra con valiosísimo legado antropológico-, especialmente con quienes demostraban poseer aptitudes teatrales, folclóricas y para la narración oral”, rememora Díaz Granados.

Su esposa fue Edelmira Olivella, “mestiza de origen español, mujer virtuosa y devota, con quien tuvo doce hijos, cinco de los cuales murieron siendo niños”, según describe Díaz Granados. Los siete que crecieron juntos fueron, en orden de edad: Netfalí, Antonio María, Virgilio, Edelma, Manuel, Juan y Delia, la menor. Todos nacieron en Lorica.

Manuel centenario (1920-2020)

¡Qué iba a pensar ese muchachito de seis años recién llegado de Lorica, que se lo recordaría con tanto amor y tanto respeto en ese tan lejano e imposible año de 2020, cuando se cumplieran cien años de su nacimiento! Nació el 17 de marzo de 1920. Por eso los actos e iniciativas en este mes en distintos sitios del país.

De niño, Manuel Zapata Olivella quería ser biólogo. Tenía su propio zoológico de animales enfermos: serpientes, gaviotas, tortugas y toda clase de animales heridos. Años después, el viejo Antonio María le dió un argumento certero para que estudiara medicina en la Universidad Nacional, en Bogotá: “Vas a estudiar el animal más grande de la naturaleza”. 

No terminó la carrera, pero eso no le fue impedimento para convertirse en uno de los intelectuales más importantes de su generación: periodista; escritor de novelas, teatro y ensayos; activista por los derechos y el reconocimiento cultural de las negritudes; investigador y gestor cultural. Fue un viajero infatigable, tanto de las regiones más profundas de Colombia, como del mundo entero. Una relación de su trayectoria vital ocuparía varias páginas de esta revista.

En ocasiones las tremendas figuras de Delia y Manuel opacan también las de sus hermanos. Principalmente la de Juan, con quien formaban la tríada de los menores de la familia. Juan Zapata Olivella también fue una figura polifacética: médico, activista de lo afrocolombiano, periodista, crítico, historiador, poeta, novelista, cuentista y dramaturgo. Hasta le alcanzó para postularse modestamente como candidato a la presidencia de Colombia y a la alcaldía de Cartagena, sin éxito. En la ciudad su mayor prestigio derivaba de su ejercicio como médico. Se graduó en la Universidad de Cartagena, luego como pediatra del Hospital Infantil de México, como máster en salud pública y fue médico epidemiólogo del departamento de Bolívar.

Sin embargo, Antonio María Zapata Olivella, el segundo de la familia, fue el primero en despuntar en las letras. En 1941 ocupó el segundo lugar de concurso de novela “Rinehart & Farrar”, en Nueva York, que ganó Ciro Alegría, nada menos que con El mundo es ancho y ajeno, que se convertiría en una referencia absoluta de la novela indigenista latinoamericana del siglo XX.

 

Memoria en fotos y palabras

Antes de fallecer, el gran Nereo López le entregó a la familia los negativos de las fotos que había tomado de sus grandes amigos Delia y Manuel, de cuya trayectoria fue un destacado testigo. De ahí provienen la portada, en la que Delia está bailando el Patacoré con Erasmo Arrieta y también la que abre el artículo, con Delia y Manuel. Estas dos y las demás fotos del álbum familiar, que han tomado su propio recorrido por el mundo digital, fueron escogidas por Edelmira.

La recopilación más completa disponible en internet es un archivo recogido a propósito del documental dirigido por María Adelaida López, llamado Manuel Zapata Olivella, abridor de caminos, que recomendamos ver. https://manuelzapataolivella.co/fotos/

A la Universidad de Vanderbilt, en Estados Unidos, le fue cedido el archivo de Manuel, con una buena cantidad de fotos, pero están disponibles solo para consultas en persona.

El contenido fundamental de estas páginas deriva de una extensa entrevista con Edelmira, al comenzar las fiestas novembrinas de 2019, a las que regresaba tras muchísimos años para participar en el Cabildo. Ese generoso relato se complementó con diversas fuentes: un escrito de Rosario Montaña Cuellar, gran amiga de Delia, en la revista Semana; un rico hilo de conversación de sus pupilos cartageneros en Facebook; un testimonio que nos dieron María y Mara Vitola, estudiantes suyas en el colegio; una semblanza de Jorge Luis Díaz Granados y otras fuentes menores. A Edelmira Massa Zapata todo nuestro agradecimiento por su generosidad de tiempo y de ánimo sin la cual no hubiera sido posible este artículo.