Casa Ambrad: un pasado que es futuro

MI PATRIMONIO

La Casa Ambrad, al lado del Club Cartagena, creció a su sombra y también languideció con la caída de su vecino, hasta convertirse hasta hace muy pocos años en una cascarón de fachada, con puertas y ventanas pintadas sobre unos muros tapiados. Atrás, un lote con maleza y en abandono. Pronto volverá a sus mejores tiempos.

Las últimas décadas no fueron buenas para una casa que ya aparece en mapa de Francis Drake (1586) y en el censo de Francisco de Murga (1630) entre muchos otros. ¡Y qué ubicación!: frente al actual parque Centenario, en la línea de la calle de la Media Luna. Si pudiéramos ver en unos pocos segundos lo que se vió desde esa casa en sus cuatro siglos podríamos observar la transformación de matadero a parque Centenario; al caño de la Matuna convertirse en edificios; la aparición y desaparición de la estación del tren a Calamar; el surgimiento del Mercado Público y su efervescente desorden, que luego le dió paso al Centro de Convenciones. Veríamos a los lanceros, al Camellón de los Mártires, al propio Club Cartagena emerger y luego declinar. La gloria comercial, el desorden urbano, la decadencia y lenta resurrección de esta calle emblemática.

Según las investigaciones de los arquitectos restauradores Rodolfo Ulloa y Ricardo Sánchez, en la época colonial la Ambrad era una de dos casas pareadas alrededor de un pozo de agua. Esto era cuando no había acueducto y tener pozo en la propia casa era toda una bendición. También compartían la misma estructura del techo: es decir, a golpe de ojo parecían una sola. En términos técnicos, compartían la misma estructura de cubierta y línea de cornisa. Su compañera era la actual casa de tres pisos que fue de la familia Bajaire y hoy pertenece a la familia Facusseh.

En una foto de 1894, tomada desde el muelle de los Pegasos se la puede ver todavía de un piso, al fondo, un poco desenfocada detrás de la taquilla donde entonces se vendían los tiquetes para los barcos. Hacia 1915 era una casa-tienda. La mitad estaba dedicada al comercio, mientras que en la otra mitad estaba la puerta de acceso a la casa familiar y una ventana. Todavía tenía un solo piso. Pocos años después, quizás en los años 20, los tres pisos de la casa entonces de los Bajaire destacarían al lado.

La llegada del Club Cartagena, inaugurado en 1925, significó otra época para la casa. Mientras que en las fotos de la construcción, por ejemplo una de 1924, sigue con un piso, en otra foto de 1933 ya aparece con dos. Según se pudo establecer, el patriarca Salomón Ambrad contrató al maestro principal del Club Cartagena para que la reformara: subirla a segundo piso para su residencia y dejar el primero para los servicios de su farmacia, algo bastante común en esa calle y por esa época. “Quizás, siendo el mismo maestro de obra, copió detalles ornamentales de la escalera del Club, que repitió en la casa Ambrad”, explica Ulloa. Eso explicaría por qué algunos pensaron que fue una obra del mismísimo arquitecto francés Gastón Lelarge, responsable del diseño del Club Cartagena. “No. Definitivamente esa no es una obra de Lelarge”, enfatiza Ulloa, coautor además del libro más detallado sobre el legado de ese arquitecto en Colombia.

En muy pocos años la mitad de la cuadra mostraba el éxito material de las familias de orígen árabe: en la esquina los Beetar, con su fábrica de zapatos, almacén y residencia; luego el edificio Ganem, después los Bajaire y los Ambrad. Para los arquitectos restauradores, la recuperación de esa casa es, al mismo tiempo, recuperar un caso entre muchos de la importante influencia árabe, principalmente sirio-libanesa en Getsemaní y Cartagena.

Y no solo las casas, sino las historias de las familias. Los Ambrad, por ejemplo, como el resto de la comunidad de ese orígen, eran muy sobrios en los gastos y con una ética muy fuerte de trabajo, solidarios entre la familia y con sus coterráneos, según se les conocía en la ciudad.

Más adelante, en un directorio de 1947 aparecen formalmente la farmacia y arriba la casa familiar, con su nomenclatura y su teléfono. Pero la dinámica del barrio siguió su curso y aquella época de esplendor comercial daría paso a otros tiempos. En 1957 el Club Cartagena fue trasladado a la actual sede de Bocagrande y en muy corto plazo el edificio quedó en abandono.

Algo similar le ocurrió a la Casa Ambrad. Primero fue arrendada y luego vendida por la familia. Pasaron las épocas gloriosas de esa calle como uno de los ejes comerciales de la ciudad. En 1990 ya no tenía techo y en algún momento indeterminado le habían cambiado los arcos y el balcón originales. Hasta hace pocos años lo que quedaba era el cascarón de la fachada, con las puertas y ventanas sobrepintadas encima de los bloques que tapiaron los espacios originales. Casi todo vestigio había sido borrado por el tiempo, menos la palabra Ambrad que hacía parte del letrero de la farmacia. Esas letras eran las últimas supervivientes de otra época.


De Arenal a Getsemaní

Gladys Ambrad vivió los mejores tiempos de la casa. Era una niña cuando vino a estudiar al colegio Biffi, que nació y funcionaba en la calle de la Media Luna, a media cuadra de la casa y cuyo predio también tenía entrada por la calle de la Magdalena. Eran los años 40. Su familia tenía fincas en Arenal, que  producían el dinero para sostenerse. Allá vivían su papá y mamá. Cuando las niñas estaban en edad de estudiar venían a la casa de los abuelos, en Getsemaní. A Arenal, la tierra natal, solo regresaban en vacaciones.

La casa familiar quedaba en el segundo piso. En el primero estaba la farmacia, un cuarto para inyectología, los depósitos de productos y al fondo el cuarto de la empleada, que subía a la zona de labores, en el segundo piso, mediante una escalera de madera. Gladys recuerda que en la casa la abuela era la figura matriarcal, a cuyo alrededor giraba la vida familiar. Que los hombres dormían en un altillo, en el tercer piso y las muchachas -pues ella no era la única en el esquema de vivir con la abuela mientras estudiaba- con las otras mujeres de la familia, en las alcobas del segundo piso.

Recuerda que el ámbito clave de la casa era el comedor: inmenso, ubicado hacia el fondo del segundo piso. “Teníamos dos salas, una al frente y una atrás, pero era poco lo que se utilizaban para vida social”, recuerda. A un lado del comedor había una pluma donde lavarse las manos antes de sentarse a manteles. En ese comedor se hacía la vida en familia, pero su lugar favorito era la sala principal frente a los balcones, un amplio mirador muy ventilado desde el que podía ver pasar la vida en el Parque Centenario, por donde todo el mundo tenía que pasar. Los fines de semana eran días de retreta y actividades. “Eso entonces era mucho más como un jardín, lleno de flores y plantas ornamentales, que el bosque tupido que es ahora”. Desde ese balcón podía ver el obelisco, hoy tapado por árboles, presidiendo el parque. “Eso era todo un mirador, pero ahora ya uno no ve nada”, dice.

También le encantaba el espacio de las mecedoras. De niña le gustaba quedarse allí mientras estudiaba sus textos, costumbre que le quedó hasta ahora, tantos años después, cuando desde su casa de Bocagrande recuerda los tiempos de su niñez.

Lo que es la vida: años después vería todos los días a ese mismo parque, pero desde otro costado. Una vez obtenido su título de bacterióloga en la Universidad Javeriana, en Bogotá, regresó a la ciudad y trabajó en un laboratorio de su familia, en un edificio de cuatro pisos que hoy aún existe por la zona de las ferreterías. Allí atendían varios Ambrad, que ya habían consolidado un prestigio de ser familia de médicos y profesionales de la salud.

Y otra vuelta de la vida: terminó casándose con un estudiante del Biffi, al que no conoció en sus tiempos de colegio, sino varios años después. William Nassar, también médico y su esposo, la acompaña a desgranar sus recuerdos. Él mismo es getsemanicense, nacido en las calle de la Magdalena, y también con sus propias historias y recuerdos del barrio, que contaremos en otro artículo.

Cuando los restauradores Ulloa y Sánchez le presentaron en imágenes tridimensionales los resultados de su trabajo en el que la tuvieron a ella como una fuente de primerísima mano, Gladys comenzó diciéndoles: -Esto no se parece a mi casa….-. En esos breves instantes hasta que ella terminó su frase los arquitectos contuvieron la respiración y empezaron a hacer cálculos mentales de en qué podrían haber fallado. -... ¡Es idéntica!-, remató Gladys.

Ahora es el tiempo de volver a levantar la casa como fue en su época de mayor esplendor.


Otros cuatro siglos en pie

Hablar con Gladys Ambrad fue un paso importante, pero no el único para reconstruir la historia de la casa Ambrad. La tarea tuvo un poco de detectivesca y mucho de académica. Se consultaron planos y todos los censos antiguos que fue posible; se localizaron e interpretaron fotos y aerofotos de distintas épocas, incluyendo las del Instituto Agustín Codazzi; se buscaron documentos planimétricos en el Archivo General de la Nación. Y también en terreno: en el lote enmalezado se encontraron fragmentos de pisos y baldosas, se siguieron los trazos que dejaron los muros y columnas tanto en lo que quedaba del suelo como en las paredes de los edificios vecinos. Todo indicio era bueno para armar un rompecabezas y lograr el mayor grado de precisión que fuera posible.

Técnicamente los arquitectos restauradores la describen así: una casa alta de uso mixto, organizada en forma de C en torno a un patio; con comercio y servicios en la primera planta y vivienda en la segunda planta y su altillo de madera, usual en aquella época y que solo servía para ese uso, sin baños o equipamiento adicional.

El primer piso, originalmente una casa baja, tenía gruesos muros de piedra coralina y argamasa de cal. En el subsuelo está lo que ahora llaman aljibe, pero del que se sospecha en realidad era una poza séptica, común en la época. El segundo piso, las columnas y vigas fueron hechas en concreto, así como los bloques de las paredes. Los entrepisos eran de madera. El techo era de teja de barro al frente y de teja de zinc en la parte trasera. Los cielos rasos se hicieron en yeso o en latón.

En el segundo piso había una zona social hacia la fachada, incluyendo un baño, que era algo poco usual en aquella época. A pesar de ser una casa medianera, ese segundo piso era bastante fresco gracias a la ventilación cruzada. Las habitaciones estaban dispuestas a lo largo del corredor que daba al patio. En la parte de atrás quedaba la cocina, la zona de servicios y el baño familiar.

En términos estéticos la casa responde a lo que los entendidos llaman eclecticismo, del que hay bastantes muestras en Getsemaní: una cierta libertad y creatividad de los propietarios y arquitectos para incorporar elementos diversos a sus construcciones. Había mucha carpintería ornamental y calados para garantizar la ventilación.

La fachada, que era lo único que quedaba en pie, estaba en muy mal estado, sosteniéndose apenas por estar agarrada de los muros de Club Cartagena y de la antigua casa de los Bajaire. Se le hizo un levantamiento detallado y se desmontó pieza por pieza para su posterior recuperación. La casa será reconstruida e integrada al conjunto hotelero que está construyendo el Proyecto San Francisco, que también cobija el Claustro y el Templo de San Francisco -que son inmuebles patrimoniales- los viejos cines, el Club Cartagena y los edificios Puerta del Sol y Morales Hermanos (Quiebracanto).

Señalado el predio de la casa Ambrad en mapa de Cartagena de 1586.

Señalado el predio de la casa Ambrad en mapa de Pearson & Son Ltda. de 1915.

Representación de casa Ambrad en 1940.

Interpretación tridimensional de la vista interior del segundo piso.

Casa Ambrad en la proyección artística de cómo lucirá el conjunto hotelero San Francisco.