Club Cartagena: del sueño a la realidad

MI PATRIMONIO

Concretar los diseños arquitectónicos suele ser un camino lleno de obstáculos prácticos y decisiones sobre la marcha. Fue el caso de la sede del Club Cartagena en Getsemaní. Justo hace un siglo sus directivos enfrentaban el reto de construir un edificio que querían fuera emblemático para la ciudad.

Las obras habían comenzado un par de años atrás pero todavía seguían en la fase de cimentación. No sabían ellos que aún les faltaban cuatro años y muchísimo trabajo por delante para inaugurarlo.


De París a La Media Luna

Gastón Lelarge, el arquitecto francés de inmenso prestigio en Bogotá, se había mudado a Cartagena en 1920 para seguir tanto las obras de este edificio como otras que había aceptado en la ciudad. Para él, el club era la punta de lanza de una visión suya para Cartagena: un bulevar o parque donde hoy queda La Matuna rodeado de grandes edificios institucionales, que también había empezado a diseñar. Una gran visión de modernidad creciendo justo al lado de la ciudad vieja.

En ese tiempo la modernidad significaba deshacerse de la herencia colonial e hispánica para construir edificios neoclásicos o republicanos. Estos respondían a una estética que homenajeaba a lo grecorromano y a la forma como la arquitectura del Renacimiento recuperó esas tradiciones: los órdenes dórico, jónico y corintio; el equilibrio en las proporciones según las medidas áureas; columnas, frontones, bóvedas, cúpulas y un extenso cánon de formas y soluciones constructivas.

Eso era lo que Lelarge había aprendido en la academia y lo que había expresado muy bien en el Capitolio Nacional, el Palacio Liévano o en la gobernación de Cundinamarca. Aquí tenía un reto más: conjugar ese lenguaje academicista con las características de una ciudad del Caribe.  

Tenía otro reto, aún más apremiante: conciliar su gran visión con el presupuesto modesto y fluctuante que provenía de los responsables del Club, quienes venían luchando veinte años atrás por juntar los recursos necesarios para tener una sede propia. Una consecuencia de ese magro presupuesto fue que la mayor proporción de esfuerzos se dedicó a la memorable fachada, al vestíbulo, con su magnífica escalera rematada por un ángel, y al gran salón del segundo piso.

Sin embargo, otras partes internas del club tendrían unos acabados bastante más sobrios y casi que modestos. En una foto de 1928 se ve como las paredes que rodeaban el vestíbulo eran lisas y los marcos de las puertas, simples, rectangulares, sin figuras u ornamentos de ninguna clase. El piso de ese vestíbulo era ajedrezado y de baldosas en diagonal, muy propio de nuestra decoración, pero lejano de lo que Lelarge pretendía en su diseño original: un preciosista mosaico que cubría toda la entrada con las palabras “Club Cartagena” rodeadas de adornos florales.


Entre bigornias

Hay una serie de dieciséis cartas entre Enrique Grau Vélez, presidente del club entre 1918 y 1924 y Daniel Lemaitre, quien lo sucedió tanto en la presidencia como en la construcción de la nueva sede. Eran muy buenos amigos y se llamaban entre sí como “bigornia”, que significa: “valentón o pícaro que andaba en cuadrilla junto a otros de su misma condición”. Es decir, como saludar hoy con un “parcero” o “mi vale”. En esas cartas entre amigos Lemaitre le da cuenta a Grau de las vicisitudes y avances.


“Hay que levantar la cornisa del frente para recibir el techo y las paredes laterales para idem; repello, embaldosado general, cerrar el hall con las columnas del piso alto y la cornisa correspondiente, cocina, inodoros, sumidero y escalera, como quien dice, casi todo”

Carta del 29 de octubre de 1924

“Querido Bigornia:

Recomencé los trabajos del Club el día 1o del presente y tenemos 60 hombres tirándole… yo he dicho que para el Domingo de Resurrección se pasará el Club, pero abrigo la firme creencia que para el 1o de Marzo estará ya casi del todo”.

Carta del 14 de diciembre de 1924 


“En la actualidad está el techo listo; repellados y blanqueados todos los salones de arriba a abajo. Terminada la columnata central y su cornisa respectiva. Embaldosado el salón de arriba y toda la planta baja, inclusive el comedor… En fin, que nos pasaremos”.

Carta del 16 de febrero de 1925


Hay otra carta, del 27 de abril, que muestra que no lograron pasarse en la fecha prevista, pero que estaban muy cerca de conseguirlo. Al final el edificio era elegante e imponente para la Cartagena de entonces, aunque un poco lejos de la suntuosidad que imaginó Lelarge. El gran salón del segundo piso se veía magnífico, a pesar de que el techo de latón repujado estaba distante de otros techos suyos, como los del Palacio de San Francisco o Gobernación de Cundinamarca, en el corazón de Bogotá. Los pisos de baldosas hidráulicas resistirían los incontables bailes, reuniones y recepciones que se hicieron allí en las siguientes tres décadas.


Una amenaza oculta

La marquesina era una discreta protagonista en la arquitectura del club. Además de estética, su función era bañar de luz el amplio atrio de la escalinata, que dominaba y conectaba no solo los dos pisos sino todo el entorno. Por costos, los directivos decidieron que la estructura de la marquesina se haría en hierro, en lugar del bronce solicitado por Lelarge, que no se corroe.

Unos treinta años después el club seguía creciendo y la sede se empezaba a sentir pequeña. Fue entonces cuando la marquesina acusó el desgaste de los años y se desplomó. La vida social que se desarrollaba debajo de ella quedó a merced de los vientos y de la lluvia. Solucionar ese tema se sumaba a los retos técnicos de instalar aires acondicionados para el club. El edificio no había sido construido con ese propósito en mente, pero se le veía como algo imprescindible para cualquier edificio funcional de la época. Lelarge había previsto una ventilación cruzada con el aire entrando por los ventanales del segundo piso y que funcionaría como un refresco natural de todo el inmueble. Pero sus formas neoclásicas no ayudaban para instalar un aire acondicionado, como sí lo hacían los diseños más racionales y geométricos de la arquitectura mundial de los años cincuenta y sesenta. Además, el club había evolucionado a una vocación familiar que requería más espacios y zonas de deporte. En 1956 las nuevas generaciones ganaron el pulso para trasladarlo hacia Bocagrande, cuya sede se inauguró en 1958.


De bar a BICN

En los años tras el traslado a Bocagrande, la sede original del club fue arrendada por partes para diversos negocios. En el primer piso hubo comercios variados, bares como el Abacoa, la venta de chance El Perro. El segundo piso incluso sirvió como inquilinato. La época difícil del barrio, por los años 80 y 90 también afectó también al inmueble. Sin mantenimiento adecuado, el hierro interno y el concreto mezclado con arena de mar hicieron su lenta labor de destruirlo de adentro hacia afuera. Para comienzos de este siglo era un lugar semiabandonado que amenazaba ruina.

Lo salvó de la destrucción haber sido declarado como patrimonio de la Nación, a través de diversos mecanismos que resultaron en su actual condición de Bien de Interés Cultural del Ámbito Nacional (BICN). Esto implica una serie de rigurosas normativas para sus propietarios, que están obligados a su correcta preservación y puesta en valor. 

El proyecto San Francisco avanza en su intervención integral, desde el subsuelo hasta la cubierta. Será el vestíbulo del hotel que se construye en este y otros predios vecinos. El reto ha sido conjugar la visión de Lelarge con lo que realmente se construyó hace un siglo, más los ajustes necesarios para una gran obra del siglo XXI. En breve, el Club Cartagena volverá a respirar un aire y una vida como la soñaron Lelarge y las entrañables “bigornias” que lucharon por traspasarlo del papel a la realidad.

Cubierta plana:  contrastaba con el clásico techo a dos aguas de la época colonial. En el diseño original de Lelarge era una terraza que miraba hacia el parque Centenario y el centro.


Zócalo o basamento que es la base visual del edificio.


Cornisa: marca el fin del cuerpo central y suele marcar las alturas que “emparejan” edificaciones vecinas.

La planta alta era considerada la zona “noble” del edificio.

En los usos neoclásicos, la planta baja estaba destinada para labores prácticas. Visualmente componían la base sobre la que se asentaba la zona noble.

Esa planta baja estaba compuesta con una combinación de sillares tallados de piedra coralina y almohadillados: unos ladrillos de medida especial y generan unas salientes y sensación visual más suave.

Columnas jónicas pareadas con su fuste (cuerpo) liso en el tercio inferior y estriado en el resto de su longitud.

Rosetón de medio punto o frontón: por razones presupuestales nunca se construyó. Le hubiera dado un aire monumental al edificio. La original de Lelarge incluía “amorcillos” o angelitos cabalgando sobre peces y un cóndor en el remate.

Estatua conmemorativa: con el año de la primera inauguración del club y el de su próxima reapertura.

Fachada del Club Cartagena.

Óculos: fueron una estrategia de Lelarge para “tropicalizar” el diseño neoclásico. Servían para dar ventilación cruzada. Están profusamente decorados.

Ventanas con vocación de permanecer abiertas para ventilar todo el club. 

Antepecho para formar una especie de balcón mientras las ventanas estuvieran abiertas.

El Palacio Garnier u Ópera de París fue el claro referente de inspiración en el que se basó Lelarge para la fachada del Club Cartagena. Fue inaugurada en 1875, aunque su accidentada construcción comenzó en 1862. Alguna versión señalaba que Lelarge había participado directamente en esa obra, pero la fecha de su nacimiento, en 1861, y otros datos biográficos contradicen ese dato.