Esta es la historia de dos amores: el de Zully y Luis Germán, pero también el de ellos por su restaurante, el primero en Getsemaní para una clientela más amplia que la del propio barrio, cuya inmensa tradición culinaria casi toda la vida fue para el consumo interno.
“Los Racero fueron gente del Sinú que a principios del siglo pasado viajaban en lanchas grandes desde Lorica y que llegaban a Cartagena con carne de buey salada y otros productos de alimentación. Por eso desde niño viene la inquietud mía con los restaurantes”, explica Germán Luis Racero.
Hace más de treinta años el muchacho Germán veía con ojos de amor a la niña Zully Ramos Baldiris siempre que ella venía a visitar a su abuela en la casa de Tripita y Media. Verla lo llenaba de una alegría enorme. La saludaba de lejos y por dentro se decía: —Ella va a ser mi esposa—. Entre la estirpe de Zully están Carlota Barrios Bolívar y María Luisa Bolívar, de quien se afirma que tuvo decenas de casas en el barrio.
“Nos conocimos un día en que los de su colegio vinieron al mío a practicar danzas. Comenzamos un noviazgo y a mis diecisiete años comenzamos a vivir juntos”, resume Zully.
Había que inventar algo para generar ingresos. “Cuando Zully tenía veinte años y yo veintitrés comenzamos con el puesto de perros calientes aquí mismo, al frente de La Trinidad. Era 1989. Una de las pioneras e inspiración fue la señora Pachita, que tenía un carro de chorizos en la misma acera. Su marido, don Hugo Sierra, que murió hace poco, se le comía casi toda la producción”, recuerda Germán, entre otras anécdotas.
“No éramos muy optimistas, por la inseguridad del barrio. Sin embargo, con el respaldo de los vecinos, incluso los que se dedicaban a la delincuencia, nos empezó a ir bien. Abríamos hasta bien tarde y la gente podía llegar a lo hora que fuera. También fuimos ganando cierto liderazgo en el barrio, al punto que Zully fue elegida edil de la localidad entre 1999 y 2000. Ahí se consiguieron recursos para restaurar la plaza”.
“En 2002, luego de doce años con el carro quisimos formalizar el negocio y decidimos, con la ayuda de Claudia Mendoza, abrir el Café de la Trinidad. Nuestro compromiso con el barrio nunca cesó, incluso en un momento descuidamos un poco el restaurante para entrar en la política en una labor social como los deportes o el concurso de belleza, siempre con muy buen apoyo de la comunidad”.
“El cambio del carro callejero a restaurante fue un reto muy grande. Tuvimos que contratar a más personas para dar abasto con los pedidos y la clientela, o para que nos enseñarán a diseñar una carta, o administrar la producción; todo lo que significa gestionar un restaurante”.
Tuvieron que adaptar la carta. “Un extranjero acostumbrado a las hamburguesas no viene acá para comer lo mismo. Busca algo más local. Otros acostumbran a comer con vino o a tomar tequila al inicio de las comidas, también están las personas vegetarianas; costumbres que no se ven mucho entre los cartageneros”, dice Zully. La base actual de la carta del Café de la Trinidad es una combinación de comida italiana y comida caribe colombiana.
Las responsabilidades van acordes con el temperamento de cada uno. “Siempre me gustó su carácter y firmeza, a diferencia mía que soy más un soñador, con un carácter más volátil”, dice Germán, quien con esa mentalidad ha logrado consolidar otro proyecto de vida. “Es un ecoparque, cerca de Santa Marta y frente al mar. Con mis ahorros he podido comprar cuatro bosques que suman más de cien hectáreas. Ahora estoy haciendo las cabañas. Mi objetivo es que sea un lugar libre para cualquier persona que lo quiera visitar y que solo tengan que pagar los gastos de agua y comida”.
Zully se encarga de la cocina y la administración. “Todos los días vengo al café, incluso en la pandemia. Soy incapaz de quedarme acostada en mi casa. Por eso trabajamos de lunes a domingo porque siempre hay algo que hacer. Pero no solo es trabajo. Siempre me entretengo con todas las situaciones que pasan y en la convivencia con los clientes que muchas veces son también amigos”.
Los hijos ya están grandes: Luis Eduardo tiene veintisiete años, estudia ingeniería de sistemas y heredó el carácter empírico y emprendedor de Germán. Martina tiene dieciocho, está terminando el colegio y quiere estudiar psiquiatría. Hasta hace muy poco vivieron en la calle San Juan, pero el continuo alquiler de una casa vecina para hacer fiestas hicieron mella en el bienestar y la productividad.
De toda esta historia hay algo que les incomoda profundamente: “Desafortunadamente hemos sentido una persecución por parte de las autoridades de la ciudad. Antes los clientes se sentaban en la terraza del negocio, la cual es mi casa. Ahora llegan a levantarlos y se llevan sillas y mesas, a pesar de tener varios permisos y pagar todos los impuestos. Es deprimente sabiendo todo lo que hemos hecho por la comunidad, además de ser generadores de empleos. Pero ni el distrito ni las autoridades nos escuchan”.