¿Tardecita de brisa, ganas de sentarse con los amigos a tomar una cerveza y de escuchar buena salsa hasta que llegue la noche? En Getsemaní la respuesta a esa pregunta tiene para muchos un nombre propio: Donde Pacho.
El hombre detrás del mostrador es Francisco González Medrano, cartagenero de pura cepa, con padres que vivieron en la calle del Pozo, pero lo criaron en Olaya Herrera y Escallón Villa, donde abrió los ojos a la vida. Lleva casi treinta años en el Centro Comercial Getsemaní. Su local, en la entrada por la calle Larga, con la terraza y las sillas al aire libre es uno de los sitios de tertulia más frecuentados en todo el barrio.
Muy joven comenzó a colaborar con un hermano en el Mercado Público, hoy convertido en el Centro de Convenciones, a la vuelta de su local. Luego fue un joven vendedor estacionario, en la lucha de salir adelante, en la calle de la Carnicería, en el Centro. En la zona de pleno movimiento de transeúntes entre la zona de la Torre del Reloj y San Diego o La Matuna. Algún día la autoridad los obligó a ubicarse cerca de la India Catalina. “Pero ese era un sector comercialmente muerto”, recuerda Francisco en una tarde en la que van llegando los clientes, con buena música de fondo.
En vista de la baja drástica de ingresos, Francisco y su esposa, Isabel Elena Ensucho, buscaron acomodo en el Centro Comercial Getsemaní. Alquilaron un módulo de dos metros y medio de frente, donde ella empezó a vender cosméticos y variedades. “Y yo me puse a viajar para traer la mercancía, trabajando día a día, hasta dieciséis horas”.
“Luego yo monté un local donde empecé a vender ranchos y licores por el lado donde desembocaban los viejos teatros, por una entrada interna con el centro comercial”, recuerda. Esos inicios lo llevaron al surtido que nos rodea ahora, con infinidad de referencias de vinos, licores y comestibles importados.
Pero el problema era que esos locales cerraban temprano, pues la afluencia de público bajaba casi totalmente después de las horas laborables. “Y ahí ví que la oportunidad era aquí al frente, al lado de la entrada, donde podía abrir más tiempo”. Pudo alquilar dos locales contiguos y montó la semilla del negocio que disfrutamos hoy. Eso fue hace algo menos de veinte años, a comienzos del siglo. Luego pudo abrir la terraza e ir comprando los locales para asegurarse contra cualquier cambio de marea.
Pero todo eso, que se dice cantando, significó “mucho trabajo duro y parejo”, para consolidar la imagen del local y el prestigio que tiene el negocio, que en buena medida está amarrado a su propia persona, con su manera directa y amable de tratar a la clientela. “Mis hijos Pedro Pablo, Francisco, Carlos, Diana Carolina y Claudia caminan a mi lado y a veces me colaboran, así como mi esposa”, dice. Pero es difícil imaginar este sitio sin la entrañable y persistente presencia de Pacho. “Esto no es que nacimos con éxito desde el primer momento. Eso lo fuimos ganando con la laboriosidad, el buen trato y los buenos productos”.
Su jornada en el local empieza hacia las nueve y media de la mañana. Entre semana permanece allí hasta las ocho o nueve de la noche, pero los fines de semana puede llegar a ser hasta las once de la noche. Como cuando comenzó, las jornadas son muy extensas, pero es feliz haciéndolo. No se imagina una cosa distinta para su vida.
“Esto es mi vida, mi sentimiento. Yo sin esto no soy quien soy. A veces salgo un par de días y me hace falta. Es parte de mi identidad porque ha sido creado con mi esfuerzo, con amor y pasión”.