“Cuando me hablan de Getsemaní me dan ganas de llorar. Ahora que vivo en Estados Unidos todo es diferente. Acá es frío, no hay humanidad. No encuentras esa persona que te brinde una sonrisa y una amistad que sale del alma”, dice Flora Ferrer, getsemanicense y en Estados Unidos hace casi treinta años.
Getsemaní ha sido cosmopolita desde sus orígenes. Desde la misma Colonia, por su puerto recibió emigrantes de diversas partes mundo. Ahora muchos hijos suyos viven diseminados por el globo, con la semilla del barrio sembrada en el corazón. Pero desde hace unas cuantas generaciones la conexión con Nueva York fue particularmente fuerte. Ambos eran puertos y la migración hacia Estados Unidos era menos compleja que ahora. Igual no era fácil, pero los primeros que llegaron luego se fueron llevando a otros. Para comienzos de los años 80’s la diáspora colombiana a Estados Unidos fue grande, pero en el barrio la crisis después de la salida del Mercado Público, en el 78, obligó a muchos a explorar nuevos caminos.
Hay un nexo adicional: la salsa. Esta música nació entre la comunidad latina del Nueva York de los años 60’s. Al barrio caló con fuerza tanto por el puerto -donde llegaban discos frescos de la mano de los marineros locales- como por el cine. Las pocas películas de salsa que llegaron abarrotaban las salas. Y de ahí salían los muchachos con ideas de peinados y ropa, que luego concretaban con los peluqueros y modistas del barrio. Nuestro ‘soye’ y nuestro ‘aguaje’ tuvieron también su condimento neoyorquino.
El barrio en el pecho
“Es muy diferente. Demasiado, diría yo. Cuando uno viene a un país de estos es como si naciera en otra parte. Yo añoro mi barrio, mi gente. Soy sincera. La verdad me da mucha nostalgia, es un sentimiento parecido a cuando te quitan algo. No hay nada como la risa, los saludos de la gente del barrio. En este país no se encuentra eso”, añade Flora.
“En el barrio me gustaba jugar con los hombres. Además, peleaba a puño con ellos”, dice entre risas y voz entrecortada. “Yo era peleonera, callejera, pero también hospitalaria como todo getsemanicense. Ahí me enamoré del hombre de mi vida, mi esposo. Getsemaní es nuestro gran barrio. Cuando nos fuimos nos dolió mucho, porque se quedaron atrás nuestros vecinos y amigos que nos vieron crecer. Sin embargo, nuestras raíces están allá y me siento orgullosa”, dice Flora.
“¡Qué dicha hablar del barrio que representé!” agrega Sashia Coquel, quien también vive en Nueva York. “Tengo muchos recuerdos de Getsemaní. Pasé largos años de mi vida en la calle San Juan. Soy nieta de Roberto Coquel y Enriqueta Tuñón. Mi papá fue presidente de la Junta de Acción Comunal y un importante dirigente político de la ciudad. Hizo muchas cosas por el barrio. Dentro de sus logros, gestionó la renovación de la plaza de la Trinidad y del Pozo”, agrega.
“Estudié en el colegio de la Milagrosa. Mi infancia ahí no tiene comparación. Quisiera retroceder el tiempo y vivir lo de antes. Nosotros lamentablemente nos fuimos del barrio por la gentrificación. Cuando ese fenómeno se asomó, ocurrieron grandes cambios y hubo desplazamientos de las familias, incluyendo la mía, ya que los costos de las viviendas se volvieron altos, igual que los arriendos, los impuestos y los servicios públicos. Todo se volvió más costoso. Los dueños de hoteles y negocios pusieron su vista en Getsemaní y comenzaron a invertir y comprarles las viviendas a la gente”, cuenta Sashia.
“En 2016 tuve la oportunidad de representar al barrio en el Reinado de la Independencia. Imagínate llevar una banda en mi pecho que dijera Getsemaní. Es algo por lo que me sigo enorgulleciendo, porque no solo llevaba una banda, sino el lugar donde se gestó todo, el barrio epicentro de la ciudad, el más emblemático y uno de los más importantes del mundo. En mi pecho llevaba mucha responsabilidad porque representaba a la ‘Niña Acevedo’, a ´’Prende la Vela’ y así como ellas, a otras mujeres que admiro muchísimo”, cuenta.
“Getsemaní no sería lo que es si no fuera por su gente. A pesar de haberme ido, quienes vivimos por fuera tenemos mucho sentido de pertenencia por el barrio y lo cuidamos. Cuando me dicen Getsemaní se me vienen muchas cosas a la cabeza: mi familia, recuerdos, amistades, historias, colores, diversión y nuestra iglesia de la Trinidad. Mi relación con Getsemaní perdurará por siempre”, añade Sashia.
“Cuando vivía en la calle del Espíritu Santo, me sentaba en la ventana y sacaba las piernas por los bolillos y todo el que pasaba por ahí me decía; ‘Adiós, adiós’. Sin duda vivir por fuera es duro, pero no perdemos la esencia del ser getsemanicenses. Nos quedamos con lo vivido y la nostalgia por salir del barrio”, dice Sashia.
La jaula de oro
Jorge Leyva vive en Rhode Island, a una hora de Nueva York. “Ya cumplí cuatro años de estar acá. Viví en Bogotá dieciséis años. Ahora estoy en el norte, en el país de los ‘monos’ como le dicen o como le llamo yo: en una jaula de oro”.
“Mi familia es de la calle Lomba, el número de la casa era 27-09. Fue herencia de mi abuela Antonia Ramírez Ramírez, posteriormente fue de mi mamá y de sus hermanos. Tuvimos nuestra crianza ahí. Crecimos en el mejor barrio del mundo. Mi infancia fue increíble. Todavía no habíamos pavimentado Getsemaní. ¡Carajo!: añoro esa vivencia. Realmente éramos libres. Esa historia se la he vendido a mis hijos, los dos mayores nacieron en el barrio”.
“Mi infancia transcurrió en una familia que ha sido ejemplo en el barrio. Mi padre trabajaba en una refresquería del antiguo Mercado Público, y mi madre era una ama de casa que se rebuscaba la plata vendiendo ropa. Cuando estalló la bomba del mercado, mi papá estaba ahí. Sin embargo, no le pasó nada. Estudié en el callejón Angosto donde la ‘seño’ Silvia. Ese fue nuestro preescolar. Ella tenía un cinturón al que llamaba ‘Matías Moreno’ y con ese nos cascaba”, dice entre risas.
“Es que un vecino nos podía pegar y nada era personal. Por ejemplo, Doña Roquelina Valdiris, vecina de la casa, estaba una vez en su ventana viendo que casi me partía un brazo por estar dando vueltas en la calle. Se bajó de su casa y me pegó un chancletazo de caucho en la espalda. Cuando vino mi mamá me encontró llorando y me preguntó: -¿Qué te pasó? -La señora Roquelina me pegó. -¡Algo hiciste! y ahora tu limpia te la llevas es de mí. Es que el respeto hacia los mayores era impresionante. Es más, viví la época de besarle las manos. Mi tío Pedro llegaba a visitar y lo primero que teníamos que hacerle era besarle la mano”, recuerda Jorge.
“Salíamos a la calle a jugar y llegabamos a la casa con las bolitas de mugre o barro en el cuello. Fue una infancia increíble; jugábamos a bolita de caucho, con la latica, las carreras, el calao y golito. Yo creo que mi generación fue la última que disfrutó a plenitud eso. Si me pusieran a escoger, sin duda, escogería mi niñez. Yo fui muy peleonero y paticallejero. Cuando llovía salíamos un grupo grande hacía Manga a coger mango y los dueños de la casa nos correteaban. También nos íbamos para El Arsenal a coger los aguacates, al sitio donde los guardaban. No había violencia, todo se resolvía a mano limpia. Se armaban las riñas y nuestras mamás se sentaban a vernos pelear y al final preguntaban: ¿ya se contentaron?”.
“Mis dos hijos mayores nacieron en Getsemaní, de ahí me mudé para San Fernando, porque ya debía buscar mi propio nido. Compré casa allá y después me fui a Bogotá buscando mejores horizontes y de ahí rumbo a Estados Unidos. La casa de Getsemaní se vendió”, explica Jorge.
Otro getsemanicense en la capital del mundo es Carlos Walker. “Yo vivía en la calle del Pozo. Tengo siete hermanos y todos los años que viajó de vacaciones siempre visito mi Getsemaní. Tengo muchos amigos ahí y extraño el barrio, aunque haya cambiado. Salí como marinero de Cartagena a Miami y trabajé dos años en esa ciudad. Después me quedé trabajando y viviendo en New York. Siempre tengo en mi mente el barrio. Tengo muchos recuerdos agradables”.
El reconocido ex basquetbolista Boris Campillo relata: “Partí a los 30 años, de la mano de mi amigo Random Teherán. Él me planteó la posibilidad de irnos un tiempo a los Estados Unidos, donde ya teníamos varios amigos del barrio. Tuve la fortuna de llegar adonde el ‘Bombillo’ Sierra, que jugaba conmigo y vivía en Miami. De ahí salí a New York con otro amigo y me ubiqué en una empresa de mudanza donde me consolidé. Ese ha sido mi trabajo desde siempre, además de que hemos logrado organizar un pequeño negocio. Me llevé a mis cuatro hijos: dos viven en New York, otro en Cartagena y otra en Bogotá. Siempre con el corazón en Getsemaní”.
El barrio desde afuera
“Ahora que estoy lejos extraño a mi gente, sentarme en la plaza y recordar las anécdotas de cuando peleaba y cuando mi mamá me correteaba con mi novio. Extraño comerme una rica hamburguesa en la plaza y saludar a toda mi gente con un gran abrazo. Mi Getsemaní, siempre será mi gran barrio”, dice Flora.
“Escuchar nuestro himno aquí en Estados Unidos genera mucho sentimiento, ya que nos caracteriza y nos identifica. Getsemaní es y será parte de mi vida porque le debo mucho. Cuando me encuentro con un getsemanicense: ¡Ey, tu eres de Getsemaní!”, agrega Sashia.
“Cuando regresaba a la ciudad iba al barrio a saludar a Davinson y a los Pombos. Me alegra que el barrio haya prosperado y que nuestras vivencias sigan en nuestros jóvenes. Sigo teniendo contacto con muchas personas del barrio”, cuenta Leyva.
“Cuando pienso en Getsemaní, pienso en mi vida. Getsemaní ha significado todo para mí y me ha dado la fortaleza con la que he enfrentado la vida y me dio algo a qué aferrarme, por lo cual luchar. A pesar de que ya no vivo en Colombia trato de mantener la historia viva de este barrio a través de mis 'Crónicas de aquí y de allá', que publico en Facebook”, relata Plutarco Meléndez, quien también reside en Nueva York.
“La vida de un getsemanicense en otro barrio es difícil al principio, pues se extraña pararse en las esquinas, el clima, las comidas. Después va uno haciendo la transición poco a poco. Recibe también mucha colaboración de la gente del barrio que está afuera y también se ayuda a los demás”, dice Boris.