Jesús María nació en 1950. Su mamá, Catalina Correa Ubarnes, era de San Antero (Córdoba), pero de niña quedó huérfana de padre y madre. Por eso se vino a Cartagena, donde una amiga la recomendó para cuidar a doña Concepción. Y ahí comenzó la historia para él.
Doña Concepción había hecho mucho dinero con una carnicería en el Centro, cuyas ganancias reinvertía en casas de Getsemaní, principalmente. Vivió hasta una edad avanzada, por lo que su hija Clara se puso al frente de todo mientras que su hermano Fermín seguía en sus temas de herrería y en sus frecuentes amoríos de los que nació la enorme dinastía Julio, que tiene varios linajes.
Y en medio de todo esto, uno de los muchos hijos de Fermín se enamoró de Catalina. Había nacido la familia Julio Correa.
“Los viejos se conocen en la casa marcada con el número 10B-29 en el Callejón Ancho. Ellos vivieron en El Espinal y cuando yo tenía un año y medio llegamos a Getsemaní con mi hermana Concepción del Carmen. Guillermo, el tercero, nació en 1957 viviendo nosotros en el callejón”.
La casa tenía un patio inmenso y su papá casi no los dejaba salir, así que aquel solar se le convirtió en la vida. Además, poco después los numerosos primos nacidos en Purísima, el municipio cordobés de donde era su abuela, empezaron a venir a estudiar en Cartagena. Los meses de academia se alojaban en la casa de al lado, que estaba conectada con el patio. Así que el recuerdo es de una gran felicidad y de un mundo propio a unos pocos pasos del bullicio del barrio.
“Teníamos árboles de ciruela, mango, mamón, níspero y coco. Las ciruelas teníamos que regalarlas porque no alcanzábamos a comerlas pero el mamoncillo dulce sí lo vendíamos por ramitos en la puerta. Eso era como una finca en medio de la ciudad. Había un traspatio donde hoy queda el bar Los Carpinteros y cinco accesorias más que eran propiedad de mi tía Clara. Tenía unos cuarenta y cinco metros de adelante hacia atrás. En mi época las accesorias estaban limitadas al patio apenas por dos o tres metros, el resto era de nosotros”.
“A los doce años, yo era el único joven que iba a hacer mercado todos los días, porque no había nevera ni nada. Mi papá le decía a mi mamá –Mándalo para que vaya aprendiendo–. Yo iba con mi bolsa hecha de papel de cemento, porque me daba pena que los amigos me vieran llevar una canasta”. En la casa también le tocaba moler la carne y el maíz.
Pero en el Mercado Público había otras especies que él no tenía que comprar sino que venían por cuenta propia: los pájaros que se escapaban de las jaulas al menor descuido y una vez en libertad buscaban las zonas con más árboles y otros pájaros libres. Por supuesto, los frutales de la casa de los Julio eran toda una tentación y de los primeros refugios que encontraban al escaparse.
“Antes se vendían muchas especies de pájaros y mi hobby era cazarlos; compraba las trampas y en un día podía coger hasta dos vivos. Los que no cantaban los vendía o los cambiaba por comida para pájaros. Los que cantaban eran más caros y entre esos los canarios eran los más apetecidos”.
La recocha
“Recuerdo mucho ir a la casa de mi abuela, cuando vivía en el Pie del Cerro, detrás del Reloj Floral. Era una caserón de madera de la sucesión de los Julio. Ahí nos reuníamos los domingos con unos quince primos. Esa era una alegría grande porque podía salir del encierro. Nos íbamos a pescar desde la orilla, en la calle que comunica con Manga, los patios limitaban con el agua porque no había carretera; en esa época era fácil sacar róbalo, macabí, mojarra; no había la contaminación de ahora”.
“Después mi mamá nos llevaba a vespertina, en el Padilla y el Rialto y de ahí nos íbamos al Parque Centenario a ver la retreta. Esa fue mi niñez, una cosa sana”.
En el tema de estudio no le fue muy bien, por recochero, según se describe él mismo. La primaria la cursó en tres colegios y perdió dos años. El bachillerato lo hizo en el Liceo de la Costa. “Aunque no dejé la recocha, me dediqué a los estudios; jugaba béisbol y participaba en los juegos intercursos. En los recreos nos íbamos a las murallas. En esa época estaban haciendo la Avenida Santander, no había tanto tráfico y jugábamos dentro de las tenazas”.
Por aquellos años su papá comerciaba productos en San Andrés. En parte esa ausencia contribuyó a su regular desempeño en el colegio: “Es que él era como mi prefecto de disciplina”, recuerda.
Luego quiso estudiar medicina en la Universidad de Cartagena, pero un amigo lo convenció de que era más fácil inscribirse en odontología, que él luego le ayudaba a pasarse de carrera. Ni lo uno ni lo otro: apenas cursó un semestre de estudios en el que la química fue una muralla académica.
La tarja y el winche
La herencia del abuelo Fermín Julio -sobre la que hay tantas historias en el barrio- hubo que repartirla entre muchos, así que había que trabajar como cualquier vecino. Su padre había regresado de San Andrés y compró un bus, aunque mantuvo el nexo con comerciantes de abastos de la isla. Jesús se dedicó unos años a ayudarlo en estos negocios.
“En el año 77 entré a trabajar al Terminal de Cartagena; me ayudó el doctor Rafael Vergara Támara, en ese tiempo senador. Solo había trabajo para obreros y entonces me le medí a ser estibador marítimo. Luego un amigo me ofreció un trabajo de oficina, pero mis compañeros me decían –Aquí estás mejor: en un turno te puedes ganar lo que gana un oficinista en una quincena–”. Fue uno de los mejores consejos que le dieron en la vida.
En la Terminal trabajaban vecinos del barrio. “Recuerdo a Oswaldo Gaviria, que vive en la calle del Pozo; a Iluminado Gaviria, que vive en la calle del Carretero, quienes compraron casa en Getsemaní, igual que yo, por intermedio del fondo social del Terminal. Los demás se fueron a otras partes y tres fallecieron”.
Y comenzó la carrera portuaria. Aún en su cargo de estibador hacía comisiones como supervisor eventual y tarjador -el funcionario que revisa y cuenta la mercancía-. El sindicato también lo nombró por varios años como control fiscal. Avanzó hasta llegar a huinchero, que es la manera criolla de llamar al operador del winche, el mecanismo que sube y baja la carga y que entonces ganaba un setenta por ciento más que un estibador.
Entre tanto formó su hogar. “Me comprometí con una paisa, quien ahora es mi esposa, Adiela López. Al comienzo vivíamos en el Paseo Bolívar, pero yo pasaba más en Getsemaní porque era muy unido a mi madre y ella había enfermado; yo desayunaba y almorzaba con ella antes de irme a trabajar, pero a las cinco y treinta al terminar el turno si me iba a Paseo Bolívar a descansar”.
Al final terminaron viviendo en el callejón Ancho, donde adecuó un apartamento en el patio de la infancia. “Fue para estar más cerca de mi ‘vieja’ porque estaba enferma. Pero cuando tuvimos a nuestros hijos, el espacio nos quedó reducido. Decidí meter papeles para la compra de vivienda con el fondo social; salí favorecido en el Almirante Colón. Pero mi mamá me dijo –Mijo, pero esas casas son muy pequeñas, una caja de fósforo: ¿cómo te vas a vivir ahí?–”.
Desistió de la idea y estando en esas su tío Manuel Antonio le ofreció venderle una aquellas cinco accesorias que fueron de su tía Clara y que le había quedado de la herencia. Pedía quinientos mil pesos: justo el dinero que a Jesús le prestaban en el fondo social del puerto.
“Cuando estaba a punto de hacer negocios, mi tío Fermín me dijo que su hermano Tomás estaba vendiendo una casa en la calle Lomba por millón y medio. –Es mejor que compres esa que tiene alcantarilla y atrás tiene para hacerle apartamentos-”. Otro gran consejo que acogió y se le convirtió en un motivo para salir adelante.
Era mucha plata para él. Lo que siguieron fueron años de trámites, pagos, descuentos en salarios: todo para pagar la deuda. “A mí me dio duro estar pagando la cuota. Esta casa es luchada y estaba bastante destruida, pero la fuimos adecuando poquito a poquito y la pusimos bonita”.
Y bonita sigue hasta la actualidad. Hablamos con él en la sala de la casa, moderna y funcional, con tres cuartos, buen comedor y cocina y con dos apartamentos independientes en el patio que han permitido que la familia se mantenga junta.
Pensión temprana
Pasaron los años y cuando César Gaviria llegó a la presidencia, en 1990, se decretó la liquidación de Puertos de Colombia. La negociación colectiva le favoreció mucho: a los cuarenta años y cumplidos los quince de trabajo se podría pensionar con un buen porcentaje de su sueldo.
“Al principio había por lo menos doscientos cincuenta huincheros, pero como se iban pensionando, nos iban aumentando los turnos en cada quincena: de seis o siete pasamos a diez; después a trece porque quedábamos pocos, algunas veces hice hasta dieciocho. Además de eso me apuntaba como voluntario para trabajar los sábados y domingos, que pagaban el triple; todo eso me iba aumentando el promedio salarial. Trabajé quince años y cuatro meses. En noviembre de 1992 me retiré del puerto cuando tenía cuarenta y dos años y la pensión me salió buena”.
Luego, para no quedarse quieto, entre 1993 y 1998 trabajó en sociedad con un primo en un negocio de repuestos Caterpillar por los lados de El Bosque. El primo le compró su parte y decidió que no quería más nominas, planillas ni inventarios. En adelante lo fundamental sería dedicarse a su familia.
“Con mi mujer nos casamos en el 2000. Recuerdo que decían que ese año era el fin del mundo y le dije -¡Tenemos que llegar casados!-. Para entonces teníamos veintidós años conviviendo en los cuales nacieron nuestros tres hijos: Duván Alonso, Wilmer David y Mónica Milena. A ellos se unió Leidy Véle, una sobrina de mi esposa que vino desde Medellín y a la que acogimos con todo el amor hasta que regresó a su ciudad”. El nexo con Medellín fue tan fuerte que estuvieron a punto de intercambiar casas con una familia de allá, pero cuando los otros llegaron un sábado para quedarse unos días y ver cómo era la cosa, el bullicio donde Esther María espantó a la señora, quien no se imaginó vivir en un sitio así.
“Duván trabaja en Puerto Bahía. Wilmer terminó Administración de Empresas y en el traspatio de la casa del callejón Ancho tiene un hostal. Mónica es ortodoncista: su clínica Orto Continental queda cerca al Caribe Plaza y le ha ido muy bien. Los compañeros me decían: -¡Mira cómo es la vida! Tú estudiaste odontología y no te gustó, en cambio a tu hija le fascina- Y es verdad. Entre los tres me han dado siete nietos, uno de los cuales va a ir a jugar fútbol en la categoría B de Bolívia”, dice satisfecho.
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Hace once años, tras la liberación de un familiar secuestrado en el Valle, Jesús tomó la iniciativa de juntar a la familia dispersa. Tocó puertas en Cartagena, Purísima, Montería, San Andrés, Barranquilla, Sincelejo y hasta Nueva York. La diáspora de los Julio se juntaba por fin, tras tantos años, en el patio grande del callejón Ancho. La fiesta duró dos días y muchos que no se conocían lo hicieron entonces. Los carneros y la yuca la trajeron de Córdoba y cada quien puso lo suyo. Sobró la comida y de la nada aparecían refrescos y cervezas. Fue la última vez que esa parte del legado de los Julio se juntó en el barrio que le dió origen. Para Jesús fue como un regreso a la infancia de primos, frutas y pájaros.