La Cueva: comía uno, comían todos

SABOR A MI

¡Que la Cueva quedaba en el templo de San Francisco! ¡Que no, que quedaba por el Mercado Público! ¡Que era en el Arsenal, frente al pasaje Leclerc! Señores, los tres tienen razón. Las tres existieron y fueron tan memorables que hasta García Márquez consideró sus cenas en una de ellas como uno de los recuerdos imborrables de su primera época en Cartagena. Las tres fueron sitios con una sazón magistral en donde coincidieron ricos y pobres, como poco se veía en la ciudad.

Para hacer el cuento corto: de algún modo fueron el mismo restaurante popular, que tuvo tres locaciones distintas. El primero atendió al frente del destechado templo de San Francisco. En algún momento a finales de los años 40’s se mudó para el Mercado Público. Rafael Ballestas Morales, gran cronista de la ciudad, lo recuerda como “uno de los mejores comederos de la ciudad”.

“Muchos cartageneros recordamos un típico sector lleno de expendedores de comidas, ubicado frente al viejo Mercado Público, al aire libre, en la calle por donde ahora se accede al teatro del Centro de Convenciones y al Arsenal llamado La Cueva; pero pocos saben por qué se llamaba paradójicamente así, estando en plena vía pública, a la luz de las estrellas”, relata Ballestas.

“Además de las sabrosas frituras propias de ese tipo de restaurante popular, allí se comían apetitosos manjares de la gastronomía sin etiqueta: bistés de carne de de res, de cerdo, de conejo y de guartinaja, con buena cebolla y tomate; arroces con coco, fríjol, ahuyama, plátano maduro o cangrejo, papas y panes rellenos y unas sopas de mondongo que levantaban un muerto. Pastora se llamaba una de sus cocineras más célebres. Otro de sus sonados personajes era “Juan de las Nieves”, con sus dedos forrados de anillos”, recuerda Ballestas. Ese escenario fue el que conoció Gabriel García Márquez, que sumaría su recuerdo del cocinero José Dolores a la literatura mundial. De ahí surgió también la zarapa de los Villa, padre e hijo. 

Un templo de delicias

Ballestas recurre a otro gran cronista, anterior a él, para contar sobre el sitio. “En este lugar se reunían todas las fritangueras y vendedores de comida en un socavón grande que era la entrada a un antiguo templo cristiano (el de San Francisco). Allí llegaba toda la ciudad, gente rica y gente pobre, y los socios del Club Cartagena, que quedaba muy cerca, después de los baile con sus esmoquin, iban a comer a la Cueva de Rolando. La Cueva tuvo larga vida hasta que la hicieron desocupar para la construcción del actual Teatro Colón. Entonces todo ese mujererío cogió para las afueras del Mercado Público”, escribió en su momento Alberto H. Lemaitre, Mr Tollo.

Que le llamaran de “Rolando” no quiere decir que el dueño o cocinero tuviera ese nombre. En Panamá, tan cercana a Cartagena por mucho tiempo, significa un sitio de delincuentes. Otros usan la expresión Cueva de Rolando para señalar algún negociado turbio. El origen exacto no se sabe. Una pista probable es que en las Aventuras de Gil Blas de Santillana (1715), muy populares en su momento, aparece un bandido llamado Rolando que se esconde con su banda en una cueva subterránea, a la que llevan al protagonista. Incluso es probable que solo le dijeran así los allegados al Club Cartagena, pero que para el resto de la ciudad solo fuera La Cueva. No se tienen datos de cuándo comenzó a operar en ese sitio.

¿Por qué La Cueva?

“El nombre proviene del socavón, de la cavidad en forma de cueva que tenían las ruinas del templo de San Francisco en donde inicialmente se instalaron unas magas de la culinaria criolla”, explica Ballestas. Se puede aventurar que el arco que había en la puerta por donde se entraba -la de la derecha, pegada al claustro- también ayudaría a reforzar esa idea de estar entrando, en efecto, a una cueva. 

Las recientes excavaciones arqueológicas del templo dieron con el sitio donde se cocinaba. Los restos no le dirían mayor cosa a alguien que los viera de improviso. Se trata de un sitio de unos dos metros cuadrados con muchas trazas de carbón y grasa, fundamentalmente. Es fácil imaginar los calderos y anafes cerca del nivel del suelo y por debajo de ellos el fuego eterno de los carbones. Por el nivel en el que están enterrados y por los elementos que los acompañan, los arqueólogos pueden dar un aproximado de la época. Para quienes recuerdan el teatro Cartagena, el sitio del hallazgo queda avanzando unos cuatro o cinco metros desde la puerta, atravesando el foyer o vestíbulo. Durante la época del teatro justo allí también se vendían las crispetas y los alimentos. Cuentan que en esa cafetería se hacían los mejores perros calientes de la ciudad. “Con un perro de esos y una avena, uno quedaba listo para ver cualquier película por larga que fuera”.

Pero la excavación del área de los fogones no se detuvo en ese nivel. Su meta era llegar al estrato colonial de cuando comenzó a construirse el templo. La sorpresa fue mayor: unos cincuenta restos humanos estaban como amontonados, sin el cuidado de los entierros individuales. Por ahora es pronto para decir si fue en algún período de epidemias, por combates u otra razón, según explica Rafael Tono,  gerente del Proyecto San Francisco, que está construyendo un hotel de estándar mundial en predios del antiguo convento franciscano y algunos adyacentes.

Estos se sumaron a los más de 600 hallados en todo el entorno del antiguo convento franciscano. En esa época las iglesias eran los cementerios. De ello nada tendrían que saber las cocineras originales de La Cueva, que fritaban sus arepas de huevo y sus patacones sin imaginar que justo debajo de su caldero había restos óseos que ahora nos están contando sus propias historias.

Si bien la cocina quedaba dentro del templo, no hay consenso sobre dónde o cómo se ubicaban los comensales. Una fotografía antigua deja ver dos cobertizos laterales a lo largo de ambas paredes del templo, cuyas aguas caían a la zona central. Puede ser que bajo esos aleros se dispusieran los mesones. En fotos de los años 20’s y 40’s se ve al frente del teatro un tenderete, posible señal de que allí había puestos.

Una tradición 

La Cueva no fue un isla solitaria en la larga historia de Getsemaní. Antes, durante y después de ella hubo mesones en el barrio. Es una tradición de siglos que en realidad se perdió hace muy poco. Se remontaban a la España medieval, pero aquí tuvieron su propio desarrollo.

En la Colonia el barrio era la llegada natural de la gente que venía por mar y por tierra: las tripulaciones y viajeros de las naves regulares; las naves de comercio con esclavos, que llevaban principalmente los portugueses; los soldados de armadas y flotas; los monjes y el clero regular. Casi todos se quedaban aquí al menos unas semanas antes de seguir su trayecto tierra adentro o hacia el mar. Por otro lado estaban los habitantes y trabajadores de las sabanas, haciendas y fincas circunvecinas que traían animales y cosechas. Aquella era una gran población flotante que recalaba principalmente en el barrio. Toda esa gente tenía que comer en algún lado y ese algo eran los mesones de Getsemaní.

Pero no solo eso. Una vez al año llegaba desde España y zarpaba desde aquí la flota de Indias, que traía manufacturas y se llevaban los metales preciosos en convoyes de barcos que en La Habana juntaban también riquezas de México y Cuba para enviarlas a la corona española. Durante esas semanas toda la ciudad se ponía en función de esa actividad y por obligación había que alojar y dar alimento a las huestes que llegaban. Entre ellos, los conventos como el de San Diego (clarisas) o el de San Francisco. La ventaja que tenían estos eran sus huertas para la provisión del propio monasterio, que a su vez solía estar bastante lleno con regimientos que iban para campañas de pacificación o exploración, en las que coincidía monjes y militares. Además era común que tuvieran comedores de caridad para pobres locales.

Así que al comer en mesones como los de La Cueva, la gente repetía rituales que llevaban siglos entre nosotros. El arquitecto restaurador Rodolfo Ulloa, quien nos ha compartido algunas de estas historias, alcanzó a ser comensal de mesones en Getsemaní. “Recuerdo que había una palanganita con detergente y unas cascaritas de limón y ahí el que comía con la mano se las podía lavar. Eran unos mesones enormes al frente del Mercado Público en los que mientras no hubiera lluvia te sentabas en mesa franca sin importar a quién tuvieras al lado”, recuerda. Y ese alguien de al lado podía ser alguien del mercado, un cargador o un comerciante con bastantes recursos. Ulloa recuerda haber visto con regularidad en los mesones a mucha gente de la vida literaria y artística y cultural, como a Alejandro Obregón o Gabriel García Márquez, como él mismo lo recordó en sus memorias. 

Ya en el barrio no nos quedan mesones, por supuesto. Al llevarse el Mercado Público a Bazurto, en 1978, se llevaron también el último reducto de esa tradición. Quien consume hoy un pescado frito o un sancocho en las mesas al aire libre del actual mercado público, le está rindiendo honores sin saberlo a una tradición histórica y a una manera muy nuestra de compartir el acto de comer con amigos y extraños en la misma mesa.

Área de fogones de La Cueva en el Templo San Francisco.
Fotografía: Arquitecto Rafael Tono.

Área de fogones de La Cueva en el Templo San Francisco.
Fotografía: Arquitecto Rafael Tono.

Dibujo interpretativo de La Cueva dentro del templo. Arquitecto restaurador Ricardo Sánchez.