La Cueva de Rafael Villa

SABOR A MI

Alguien levantó la mano en el grupo Fotos Antiguas de Cartagena, en Facebook, para hacer esta simple pregunta: “¿Quién recuerda el nombre del señor que vendía las comidas más ricas en el mercado del Arsenal?”. En las siguientes horas hubo más de doscientas cincuenta respuestas. Básicamente, hubo un solo nombre sobre el que se contaron recuerdos y anécdotas: Rafael Villa. 

Pero resulta que aunque el nombre era el mismo, en realidad eran padre e hijo, quienes  sostuvieron este sucesor de La Cueva que comenzó en el viejo templo de San Francisco. Ya sabemos, por el artículo anterior, que a finales de los 40’s las cocineras se movieron al Mercado Público. Allí es donde aparecen las primeras pistas de Rafael Villa Meriño, nacido en Calamar en 1919 y fallecido en Cartagena en 1987. Su restaurante estaba “casi pegado al agua”, recordó uno de sus comensales. Un par más coincidieron que quedaba cerca de la carnicería. Varios internautas y en la familia Villa se le recuerda como La Cueva, aunque nunca hubiera tenido un letrero. Pero al mismo tiempo sabemos que en La Cueva del Mercado Público trabajaban al menos Pastora, Juan de las Nieves y José Dolores, entre otros dueños de su negocio propio. 

Dos sobrinos suyos recordaron que con el incendio en el mercado (1963) Villa se movió hacia la calle del Arsenal. Esa calle que de día hoy se ve casi despoblada entonces era un río gentes, casetas informales al lado del mercado. El de Villa era un local casi al frente del Pasaje Leclerc, a la altura donde hoy está el sector del parqueadero del Centro de Convenciones frente al Juan Valdez. Cerca suyo, pasando una zanjita seca, el ‘Mañe’ vendía su famoso y baratísimo pescado frito.

El local tenía dos mesas de madera basta y gruesa, de esas que tienen que levantar entre varios. Estaban forradas de una cuerina muy resistente y a cada banca le cabían unos ocho comensales. Así lo recuerda Armando Villa, nieto e hijo de ambos. A su papá, Armando Villa Pérez, le decían El Tata. Fue promotor de boxeo, pero desde niño trabajó en el restaurante y estuvo atento a él toda la vida. Su papá, el Tata, lo llevaba desde niño al local del Arsenal. A las cinco de la mañana, sin falta, ponían un programa de radio con la Sonora Matancera y que siempre comenzaba con el super clásico tema Humo. Cuando ya había algún dinero producido mandaba a Armando a la casa, para llevárselo a su mamá.

Casi todos asociaron a Villa con la zarapa. Esta es una comida tradicional del campo. El arroz, los patacones, la carne, los frijoles u otros ingredientes se envuelven en hojas de bijao o de plátano. Es como un portacomidas en hoja vegetal con distintos nombres en las regiones de Colombia: avío, atao o fiambre. Lo de la hoja no era solo un asunto de sabor: protegía la comida para los largos viajes o jornadas de trabajo lejos de la casa. Bolívar era entonces un departamento que iba hasta Montería. Casi un país.  La zarapa representa una conexión con el mundo rural de las sabanas y la mojana de las que Cartagena era la ciudad capital y el mercado. Todavía se vende zarapa en poblaciones de Córdoba y Sucre.

Hojas, latas y papel

Pero el local no era famoso solo por la zarapa. También se servía arroz fresco -con grano sacado directamente del bulto, sin lavarlo nunca-, el arroz con frijolito negro, el cucayo y, sobre todo, la salsa de carne, que el abuelo les echaba a sus zarapas con un gesto particular. Armando recuerda que usaba harina para darle espesura a la sopa y a esa salsa de carne. El menú también tenía ombligo guisado, carne de cohete, carne molida, sobrebarriga, sancocho de rabo, cerdo, ensalada payasito y los infaltables patacones. ¿De tomar? Guarapo de panela que servía en latas de avena Quaker. Otro empaque reciclado era el papel de los bultos de azúcar, que algunos confundían con bolsas de cemento pues en aquella época el color de cartón crudo era el mismo para ambas.

Otros dicen que no era tanto el sabor sino la cantidad. “Eran las comidas más baratas y las más sabrosas del mercado. Con una comían hasta cuatro personas. Yo compre ‘Villas’, como le decíamos a las comidas, a tres pesos y eran cerros de patacones, carne molida, arroz, etcétera”, escribió uno. Otra comensal recordó:  “Un día fuimos a comer donde el señor Rafael Villa. Yo podría tener once o doce añitos y me trajeron una pala con arroz de frijolitos, una inmensa chuleta frita, una ensalada roja o de remolacha, un plátano en tentación y un guarapo. Señores, yo no alcancé ni a comer la mitad, pero sí sé que eso sabía a gloria, sobretodo la chuleta. ¡Que nostalgia!”. Uno más rememoró: “Yo duré muchos años desayunando donde Rafael Villa. El desayuno era arroz recién hecho, cuatro patacones e hígado en bistec. ¡Que delicia una comida como esa!”. 

Pero más que un buen y generoso cocinero, el abuelo Rafael Villa era ante todo un buen hombre. Muchos recuerdos giran alrededor de su calidad como persona. “Rafa era un mecenas. Él le vendía lo que usted tuviera en la mano: dos pesos, cinco pesos o mil pesos. Era un bacán. De ahí nadie salía con hambre, tremenda persona. Cuando iba allá, salía bien ‘puyuyo’ (lleno)”, recordó alguien. Al abuelo Villa le servía al policía y al malandrín; al que tenía mucho y al que no tenía casi nada; al borracho o al amanecido. Llegaba a las once de la noche, para que todo estuviera listo a las cuatro de la mañana justo al comienzo de la jornada del mercado y para atender a los rezagados de la noche. Incluso, había quienes creían que la atención era las 24 horas. “Los que asistíamos a los teatros Padilla y Rialto antes de entrar llegábamos dónde Rafa a comprar arroz con carne guisada y papa. Aquéllos tiempos que no volverán. Los añoro”, dijo uno más. 

Y junto al Tata estaban Roberto Guerrero Marzán, ’Gasperi’, nacido en San Onofre, al que unos recuerdan como mesero y otros como cocinero, pero que en realidad era un dicharachero vendedor de chance muy allegado a la familia, que llegaba con frecuencia al restaurante y siempre se remangaba para ayudar. “Recuerdo que Albertina rallaba los cocos con ambas manos, en un rallador grandísimo. ¡Qué tiempos aquellos!”, dijo otro conocedor. Albertina era un gay panameño que se ocupaba de labores como esa en la cocina.  “Otro personaje algo pintoresco era el ‘Loco Pello’, quién pelaba los plátanos, cargaba las latas de agua, y sacaba la basura. Fumaba tabacos y siempre andaba descalzo”, recuerda Armando. Junto con ellos, trabajadores como Julia, María, Alberto y Félix.  

Al final al negocio le pasó como a otros con el traslado del Mercado Público, en 1978. En Bazurto las cosas no marcharon tan bien como en Getsemaní, así que terminó por cerrar. El ‘Tata’ murió en 2016 y con él toda una época de la comida en Cartagena.