¿Que experiencia sería entrar al templo de San Francisco a comienzos de los años 1600? ¿Qué vería un feligrés nacido en aquella Cartagena de Indias, que crecía pero aún no estaba amurallada? ¿Qué pensaría un indígena, acaso uno de los últimos mocanaes, al ver ese nuevo y curioso edificio en lo que antes era una isla despoblada? ¿Y un viajero recién desembarcado tras semanas de vaivenes en el mar llegando a un mundo nuevo y extraño para él?
Para los tres tendría un significado distinto. Cada uno de ellos poderoso a su manera. Desde la perspectiva de la Corona española, era fundamental colonizar nuevas tierras en nombre del Rey, pero también de Dios. La Corona impulsaba que hubiera iglesias y conventos, a muchos de los cuales les cedió hasta manzanas enteras en las nuevas poblaciones y contribuyó a financiar en parte su construcción. Pero eran muchas nuevas urbes en un imperio que abarcaba medio globo, así que también había competencia entre ellas por el favor de la Corona.
Aquí, como en el resto de América Latina, las órdenes religiosas se lanzaron en una carrera para evangelizar un continente nuevo. Y el primer paso era construir sus conventos en las ciudades más importantes, desde donde luego se irradiaban al resto de territorios. Como este era el puerto de entrada para la Nueva Granada -e incluso para bajar hasta los actuales Ecuador y Perú- aquí se instalaron muy temprano franciscanos, clarisas, jesuitas, agustinos, dominicos, hermanos de San Juan de Dios, teresianas, entre las principales comunidades. A ellas que habría que sumarle el clero regular y la Inquisición, que llegó a Cartagena en 1610.
Pero también estaba la fe de las personas. Ayudar materialmente a fundar conventos y construir iglesias se consideraba una manera de allanarse el camino al cielo. Y asomaba entonces la naciente comunidad, algún puñado de vecinos de lo que en pocos años sería un barrio muy vivo. La fachada original del templo se mantuvo hasta nuestros días. Es la que habrían visto esos hipotéticos visitantes y la misma frente a la cual se reunieron los lanceros en 1811. Así que desde este siglo XXI, cuando se mira un templo como el de San Francisco se está observando un inmueble que encarna una historia con muchos hilos, que también están tejidos en nosotros mismos.
La iglesia de tablitas
La construcción del templo franciscano comenzó en 1555. Junto a él, la primera ala o crujía, como le llaman en arquitectura, del claustro para los monjes. Fue el primer convento que inició obras en Cartagena. Fue posible por la donación de terrenos que hizo doña Beatriz de Cogollos, en 1539, aproximadamente. Ella era una mujer muy devota de la virgen de Loreto, también patrona de los franciscanos. Por eso la nueva iglesia se le consagró a esa advocación. Pero levantar el templo requería licencias y decisiones desde Madrid y el Vaticano. También recursos, de los que escaseaban en aquellos tiempos. El correo, además, demoraba meses en ir y venir. Así que tardar dieciséis años entre la donación de los terrenos y las primeras obras no parecía un tiempo excesivamente largo.
Un motor importante para iniciar obras fue el Deán Materano, quien compró la isla por aquellos años. En ese 1555 -trece años después de haber arribado a la ciudad- la comunidad franciscana, bajo el liderazgo de fray Pedro de la Iglesia, inició los trabajos. Comenzaron por la cúpula, que se convirtió en el primer hito urbano del gran barrio que vendría después. El primer maestro de obra o alarife fue Antonio Ríos de Ullán, quien también construyó el templo franciscano en Caracas. La comunidad contó con el apoyo del obispo de la ciudad, Fray Gregorio Bateta -o Batea- quien contribuyó con los materiales.
Salvo la cúpula, aquel primer templo se hizo en tablas y paja. Era bastante modesto, pero básicamente ya tenía la planta actual, que abarca más de 600 metros cuadrados de área en un lote aproximado de 15 metros de frente por 44 de fondo. El templo tiene dos secciones fundamentales. En el fondo están el presbiterio y su cúpula, que constituyen la parte más sacra y tuvo sus propios retos constructivos. En la cúpula se descubrió la decoración original de la Colonia, tras un minucioso trabajo de meses. Todo eso lo contamos en las dos ediciones previas. La otra parte del templo, a la que le dedicamos este artículo, es la nave, la sección destinada para la feligresía. Entre ambos sectores está el arco toral, que es su punto de unión y donde seguramente se posaría el ojo de cualquier visitante en el siglo XVII.
En 1559 los piratas franceses Martín Coté y Juan de Beautemps destruyeron el convento en un ataque a la ciudad. Con aquel primer intento hecho ruinas, los franciscanos se marcharon a Tolú, entonces un rincón remoto en el Golfo de Morrosquillo. Se puede imaginar el estado de ánimo y la frustración con el que partieron. Al año siguiente regresaron, liderados por fray Francisco de Molina y animados tanto por el cabildo de la ciudad como por el Deán Materano. Volverían a levantar su convento.
Para 1579 el gobernador Pedro Fernández del Busto y Villegas le escribía al rey Felipe II que la construcción del templo se había terminado, así como también “el cuarto donde vivían los religiosos y la cerca”. El “cuarto” era la primera ala del claustro que conocemos hoy. Fernández le solicitaba al rey que se le pagasen al convento los quinientos pesos que le tenía concedidos desde la corona. Menciona que el maestro de esa obra fue el maestro Simón González. En otro texto de 1582 el gobernador se ufana de que la iglesia ya era de piedra “porque antes estaba de tablas”.
Un mapa de 1597 mostraba al templo con su planta actual. La base de la cúpula no parecía cuadrada, como la conocemos ahora. Algunas fuentes señalan que era de ocho lados (ochavada), pero otras no comparten esa interpretación, pues algunos planos de esa época son muy aproximativos: a veces había en ellos más observación y memoria que medidas exactas.
Desde el suelo
El suelo original del Centro y de Getsemaní eran extensiones de playa. Por definición la arena no es una buena base para construir edificios monumentales. Año tras año -así sea a un ritmo imperceptible- los grandes edificios se hunden en ese tipo de suelo. Lo que pasa es que lo hacen todos al tiempo y las obras civiles como los andenes y demás van ajustando el nivel general.
Al templo de San Francisco le sucede igual. Pero los muros y las columnas están cimentados de manera diferente. Los muros tienen una cimentación continua por debajo de la tierra, al igual que su vecino, el claustro. En cambio, las columnas de madera que sostenían el techo estaban sostenidas cada una en un pilar de piedra o sillar, sin una gran cimentación al fondo. En la ingeniería actual hay consenso en que el sistema de columnas de una edificación debe estar interconectado con vigas de amarre por debajo del suelo. Así se hará en el templo. Para estabilizarlo, pensando en los siglos venideros, se están poniendo pilotes de grava comprimida cada 30 centímetros, aproximadamente, y a una profundidad seis metros. Estos, dicho de otro modo, hacen que el suelo sea más denso y soporte mejor la carga del edificio encima suyo.
Este apoyo contemporáneo se sumará a la comprobada fortaleza del sistema colonial de construcción en el que los muros se hunden un poco y las estructuras de madera ceden para que el conjunto resista y tenga algo de flexibilidad al mismo tiempo.
En las excavaciones arqueológicas se encontraron algunas pistas de los modos antiguos de cimentación. Pero en casi la mitad del templo no había mayor cosa por explorar pues en las reformas que se hicieron para construir el Teatro Claver, en los años 50’s se excavó a fondo para hacer la isóptica -esa inclinación que tienen los teatros para que todos puedan ver bien el escenario o la pantalla-. Eso arrasó el piso desde la mitad del templo hacia el fondo, donde comienza la cúpula. En ese sector se hará lo que en ingeniería se llama un diseño geotécnico de relleno compactado: un suelo contemporáneo que garantice estabilidad, resistencia y una duración relativamente indefinida. Así como el templo nos habla de un pasado de cuatro siglos largos, los ingenieros y arquitectos del presente deben pensar en los siglos que vienen. Una nave que va viajando en el tiempo, más allá -antes y después- de nuestras propias vidas.
¿Dónde le duele al muro?
Los muros del templo tienen una característica particular: son bastante esbeltos y altos para la carga que debían soportar, principalmente la cubierta colonial con teja de barro y su artesonado interno de madera. Pero hay una diferencia: los del lado derecho están bien apoyados con los muros del claustro y sus dobles arcadas. En cambio, los de la izquierda se quedaron huérfanos de apoyo por la demolición de las capillas laterales que funcionaban como contrafuertes, principalmente la Veracruz. Por ello en una obra integral de preservación como la actual se necesita ver el estado de los muros y determinar dónde reforzarlos. Una herramienta para ello es un modelo digital en tercera dimensión que muestra mediante colores donde le “duele”. Una radiografía para muros.
Pero en estas construcciones la tecnología convive con lo humano. Solo pelando a mano todos los pañetes -labor que hay que hacer por exigencias de ingeniería y conservación- se acaba de tener la visión completa. Al ir liberando los muros del templo, los trabajadores empezaron a encontrar una infinidad de ventanas, puertas y nichos tapiados y ocultos bajo los pañetes. Aquellos cambios se hacían entonces sin mayor criterio estructural, que ahora sí se debe tener. Eso tiene su explicación histórica.
En 1582 se inició la construcción de la capilla de la Veracruz, que en 1606 se afilió al convento franciscano. No fue la única. Adosarle capillas a los templos principales era algo bastante común. Las familias pudientes y las cofradías impulsaban su construcción. Había en ello una mezcla de piedad, prestigio social y una solución para resolver el enterramiento de familiares y afiliados. Sabemos por registros históricos que hubo otra detrás de la Veracruz, más pequeña y que se llamó San Antonio. Los hallazgos arqueológicos sugieren una tercera, quizás llamada San José. Pero aún no hay un consenso sobre cómo evolucionaron esas construcciones con el tiempo.
Ahora nos puede parecer extraña esa manera de proceder: quitando o poniendo una capilla o un muro, abriendo o cerrando ventanas y arcos, pero entonces era lo normal. Hasta el sistema amurallado de Cartagena tuvo similares ires y venires constructivos. Por eso el templo sin sus pañetes se ve tan “cosido”, como una colcha de retazos, principalmente el costado izquierdo. Lo más notorio son dos grandes accesos rematados con arcos de medio punto, para comunicarlo con las capillas. Nuestro hipotético visitante vería una iglesia ampliada a la izquierda. Lo otro muy notorio es cómo el presbiterio de la Veracruz se incrusta en el muro del templo.
Hasta la llegada del confinamiento por coronavirus el trabajo seguía avanzando y se seguían encontrando parches en las paredes. Solo al final los arquitectos restauradores podrán valorar integralmente y decidir cuáles ventanas y nichos se abrirán para honrar al legado colonial de esta edificación. Los demás serán intervenidos cada uno según sus características, pero en todo caso buscando que tengan mejor comportamiento estructural. El reto es reforzar esos muros sin que pierdan su esbeltez, que le dan buena parte de su gracia. Para lograrlo se están utilizando técnicas y materiales del siglo XXI: fiocos, que son una especie de “garra” hecha con materiales de alta tecnología de origen italiano, refuerzos en fibra de carbono, mallas de basalto y pañetes especiales. En algunos casos se dejan huellas a la vista de estas intervenciones para que un arquitecto del futuro pueda “leer” en el muro qué y cómo se hizo. Acaso lo que hoy es tecnología de punta entonces sea una técnica obvia o ya superada.
Las columnas
El templo original es que tenía cinco pares de columnas de madera. No había dinero para realizarlas en piedra, como las de la catedral o la iglesia de San Pedro. No era inusual: si bien en Cartagena era la única, la iglesia de Mompox también las tenía de madera. También eran comunes en iglesias de Venezuela. Existe un templo que ha sido útil para comparar y hacer extrapolaciones. Se trata de la iglesia de La Merced, en el casco antiguo de ciudad de Panamá, que en varios sentidos se puede considerar como una construcción gemela del templo de San Francisco. Sus columnas de veinticinco centímetros de ancho han soportado en pie por más de tres siglos.
Pero el templo tuvo siete pares de columnas por algunas décadas. Eso se sabe por planos de la Colonia y por algunos indicios en la reciente excavación arqueológica. Las nuevas columnas tendrán cuarenta centímetros de ancho, para mayor resistencia estructural. Las originales eran de maderas recias que crecían en los bosques secos tropicales de nuestro Caribe y tenían una robustez característica porque aguantaban los meses del verano sin una gota de agua: el polvillo, el carreto, el trevo o palosanto, el ébano y el puy, que se usaron mucho en las construcciones coloniales. Las nuevas también serán madera recia nacional. Para tablados y tareas menos estructurales se está trabajando con cedro, caoba, ceiba y maderas reforestadas que se cultivan en el sur de Bolívar. Decidir dónde poner esos cinco pares de columnas es un asunto del sentido de las proporciones, pero también de una precisión milímetrica. Son parte de un todo en el que cada elemento debe jugar su papel.
Coro
El coro es esa especie de mezzanine o segundo piso dentro de la nave de un templo católico. Los frailes menores cantaban allí los coros cuando correspondía. De ahí su nombre. Puede ubicarse en distintas partes, pero siempre en un nivel superior. En el templo de San Francisco quedaba sobre la entrada principal. De este no quedaron mayores indicios, en parte por el deterioro que sufrió el templo cuando estuvo destechado. Pero sobre todo porque con las reformas que dieron pie al teatro Claver y al renovado teatro Colón, se arrasó con cualquier vestigio.
Aquellas obras fueron hechas desde cero, adosadas a la fachada del templo por su parte interna, a punta de concreto y varilla. Se trataba de una platea inclinada y la sala de proyección. Sobre esta se dispusieron los potentes aires acondicionados, capaces de enfriar una sala para cientos de espectadores. Sin mayores indicios con qué reconstruir, se está demoliendo todo el concreto del siglo pasado -una de las labores más pesadas de la obra- y levantando una nueva estructura con materiales contemporáneos para mantener allí los equipos eléctricos y de aires acondicionados, que fue el uso que tuvo en su última época.
Justo debajo del coro estaba la entrada principal del templo. En la época de los cines estuvieron el foyer y la venta de comestibles. Pero antes de eso funcionó allí un espacio que dejó una huella importante: La Cueva, de la que hablamos extensamente en el siguiente artículo.
El incendio que no fue
Una versión indica que un incendio provocó la caída del tejado en el siglo XVIII y que al reconstruirlo se cambió de cinco a siete pares de columnas y a un techo más liviano. Pero hay registros que cuentan otra historia.
En 1758 el padre guardián Mariano de los Dolores señaló que “habiéndose visto la iglesia por los mejores maestros para su reparo que se esta haciendo fueron del parecer que cuando más se mantendrá por un año la cubierta y eso con puntales, para lo que representa se mande derribar y se aproveche la teja”. Un testimonio de 1789 -recogido por Carlos Mantilla, el principal historiador de los franciscanos en Colombia- califica la iglesia como “fea y oscura”. La fealdad tendría algo que ver con las columnas de madera, cuando se suponía que lo indicado y solemne era la piedra. Y oscura porque tenía la Veracruz a un lado y el claustro al otro, con entradas de luz apenas por los tres óculos que se le abrieron a la cúpula y por la puerta de entrada. Pero oscura significa, al mismo tiempo, techada.
En 1800 el síndico de los franciscanos escribió sobre “las urgentes necesidades del convento que por hallarse obrando en su iglesia destechada del todo e inutilizada se recurrió a la recaudación de los citados pesos”. Pedía 1.928 pesos por siete años que le debía dar la administración de la ciudad, según antiguas disposiciones. Pero esta le había hecho el quite y se lo siguió haciendo hasta que los franciscanos ya se habían ido de la ciudad. La cuenta larga era de cinco mil pesos, sin contar los réditos. Igual, las obras costaron más. Se concluyeron en noviembre de 1801 y costaron 12.156 pesos y tres cuartillos de real.
Al comenzar el siglo XIX la economía de los franciscanos venía en deterioro. La Independencia y luego de retoma española no hizo sino agudizarlos. En 1816 ni siquiera tuvieron con qué ir a capítulo provincial. Después de que abandonaron la ciudad sus bienes -como ocurrió con muchísimos otros de las comunidades religiosas- fueron vandalizados. Sin el mantenimiento adecuado y la inmunización constante es muy posible que un minúsculo enemigo haya hecho su infatigable labor destructora: el gorgojo. En algún punto del siglo XIX se volvió a caer la cubierta. El templo no volvería a estar techado sino hasta mediados del siglo XX, pero no para acoger fieles sino espectadores de cine.
Luego vino una evolución que registraron las aerofotografías: destechado en 1915; con un alero o cobertizo del lado del claustro en 1928; con media cubierta cuando era el teatro Claver y luego el Colón, desde comienzos de los 50’s; con cubierta completa en 1980 cuando se modernizó el Colón.
Al destapar el arco toral -cubierto por la pantalla del teatro- se descubrió la huella de la posición del tejado original. Era un techo a dos aguas de teja de barro cocido. Su forma de V invertida se vería desde el camellón de los Mártires. Pero el techo de los años 80 se puso invertido. Es decir, la V solo se vería desde otro ángulo, a la altura de la calle Larga. Los muros coloniales están tan bien construidos que soportaron esa nueva estructura de metal y la canaleta de asbesto cemento. Adentro se le puso un cielo raso que bajaba bastante respecto del tejado, para hacer eficiente el uso del aire acondicionado.
En la intervención actual se está reconstruyendo con la máxima fidelidad posible el tejado original del templo. En muy poco tiempo, ya no como viajeros hipotéticos del tiempo, sino como habitantes reales del barrio podremos ver ese techo a dos aguas como lo habrán visto los orgullosos vecinos de los años 1600.
Los usos del templo
Después de que los franciscanos abandonaron la ciudad -en los tiempos de la Independencia- sus bienes fueron vandalizados, como ocurrió con muchísimos otros de las comunidades religiosas. Sin sus dueños a la vista cada quien hizo lo que parecía. Sin el mantenimiento adecuado y la inmunización constante es muy posible que un minúsculo enemigo haya hecho su parte para destruir las maderas del templo: el gorgojo o comején, que es nuestro clima es particularmente voraz. En algún punto del siglo XIX se volvió a caer la cubierta.
Luego vino la venta de los inmuebles de la iglesia católica en el país. Fue proceso que comenzó en la tercera presidencia de Tomás Cipriano de Mosquera y que implicó el desmembramiento del convento franciscano. Entre ser un templo religioso y sala de cine, el templo fue utilizado para muchos efectos. Fue cuartel militar, Escuela Normal para Varones, casa de beneficencia, inquilinato, asilo para niñas pobres, fábrica de cigarros, de sombreros y de camisas, sede de la Administración de Navegación por el Dique, Tribunal Superior de Bolívar, asilo de mendigos a principios del siglo XX, depósito de mercancías en los tiempos de esplendor del Mercado Público. El templo, que seguía destechado, pudo tener usos conexos a esas instituciones, pero no hay mayor claridad al respecto.
La época de los teatros comenzó con el Claver, a comienzos de los 50’s y luego el Colón, que cerró sus puertas en 2001. Desde entonces la parte del teatro quedó sin uso ni mayor mantenimiento, en tanto que el foyer y la confitería fueron adaptados como oficinas del Círculo de Obreros, propietario de estos inmuebles por cesión del gobierno nacional en 1947. La capilla de la Veracruz sería totalmente demolida a mediados del siglo pasado para construir el Teatro Cartagena, que abrió sus puertas en 1941.
Actualmente el claustro, el templo y el Club Cartagena, junto con otros inmuebles aledaños, son parte del hotel de estándar mundial que está construyendo el Proyecto San Francisco. Los tres son Bienes de Interés Cultural del ámbito Nacional (BICN). La gestión de los BICN -poco más de mil en todo el país- está estrictamente regulada por el Ministerio de Cultura, que revisa y autoriza todas las intervenciones que se les hacen. También a nivel local el Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena (IPCC) tiene responsabilidades y hace estrecho seguimiento de los planes y avances.
Desde su construcción, esta es la primera intervención integral -desde el subsuelo hasta la última teja del templo. El propósito es devolverles hasta donde sea posible su esplendor original y ponerlos en valor. Todo ello, con fundamento en el Plan Especial de Manejo y Protección (PEMP), compuesto por una enorme caudal de información técnica y normatividad precisa que son la carta de navegación en su intervención y recuperación.
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Doble arco en el Templo San Francisco que comunicaba a las capillas.
Dibujo interpretativo del arco toral y el doble arco. Arquitecto restaurador Ricardo Sánchez.
Fotografías de la maqueta del Templo San Francisco elaborada por el arquitecto restaurador Ricardo Sánchez.