Doña Concepción, Clara y Fermín fueron el origen de una familia que en Getsemaní se multiplicó y fue muy próspera. Tuvieron muchas casas en el barrio, pero no tantas como dice el mito urbano. Jesús María Julio Correa nos los cuenta.
Jesús comienza el relato por su bisabuela Concepción Herrera, la pionera de la dinastía en Getsemaní. Ella se fue a trabajar a Panamá, donde consiguió dinero. Al regreso se instaló en Cartagena. Puso una carnicería en el Centro Histórico, donde luego estuvo la sede del Diario de la Costa, en inmediaciones de lo que desde la Colonia se llamaba plaza de la Carnicería.
El negocio empezó a dar sus buenos frutos y ella, como mujer previsora y juiciosa con los gastos, quiso reinvertirlos. “Desde su llegada vió en Getsemaní un barrio cercano al Centro, por lo que decidió invertir en él; compraba casas poquito a poquito. En Manga tuvo una; otra en Pie del Cerro y una más en Torices. Le gustaban las casas grandes, que por dentro se podían dividir en accesorias o cuartos para alquilar”, nos cuenta su bisnieto Jesús, en su casa de la calle Lomba.
Anotación para un lector de fuera de Getsemaní: las accesorias (también les llaman ‘asesorias’) eran pequeñas unidades de vivienda que el dueño de un predio construía una junto a la otra para maximizar la posibilidad de arrendar. Eran estrechas, con apenas una puerta y una ventana hacia la calle. Solían tener solo dos espacios: uno hacia afuera y otro al patio, que se compartía con las otras accesorias y donde se ubicaban los baños comunales. Su orígen data de la Colonia, para una población mucho más flotante, muchas veces de artesanos que usaban el patio para sus labores. Muchas casas del Getsemaní de hoy son adaptaciones contemporáneas de ese esquema, estrechas pero con bastante fondo, correspondiente a aquel viejo patio compartido.
Un rumor que desmiente Jesús es que Concepción hubiera encontrado un entierro o un tesoro en alguna de sus propiedades. “Eso nunca nadie lo confirmó ni habló de la veracidad de esa historia”.
Hermana y hermano
Retomando la historia de doña Concepción. Su esposo fue Aniceto Julio, que venía de San Onofre. Tuvo tres hijos: Fermín, Clara María y Bartolo Julio Herrera. Jesús conoció de cerca a Fermín y Clara . “Mi bisabuela dejó el negocio porque se enfermó y la edad no le permitía trabajar más. Cuando murió les dio la herencia a sus hijos, Fermín y Clara, pero ellos no siguieron con el negocio de la carnicería”. Bartolo murió mientras la matriarca Concepción estaba viva, por lo que ella les entregó a sus nietos la parte del patrimonio que les correspondía, siempre según el recuerdo de Jesús.
Los caracteres de Fermín y Clara, los hermanos que sobrevivieron a Concepción, eran muy distintos, relata. Mientras Fermín era un mujeriego consumado, Clara sacó la faceta organizada y previsora de su mamá. El uno no acrecentó mucho la herencia y se dedicó a la herrería mientras que la otra reinvertía los arriendos en comprar más casas, casi todas en Getsemaní.
“Clara no tuvo familia, nunca se casó, pero hizo rendir el patrimonio porque siguió con la tradición de su mamá. Fue comprando sus propiedades hasta sumar quizás unas dieciséis casas, casi todas en Getsemaní, más las de Manga, Pie del Cerro y Torices que había comprado la bisabuela. Ella se dedicaba a gestionarlas Además su hobby era comprar lotería y ganó en dos oportunidades con lo que siguió invirtiendo en inmuebles”.
La adoración de Clara eran tres perros grandes, que tenían fama en el barrio y de los que se decía que vivían mejor que algunas personas. “En eso la gente tenía la razón porque mi tía les compraba mucha carne a esos perros para que se alimentaran bien. Yo muy pequeño vi que los alimentaba con bofe, carne cohete y muchas otras cosas. Todos los días los bañaban. ¡Y, ay que alguien se metiera con esos perros porque ella enseguida se enojaba!”.
“Mi papá, Jesús María Julio Hernández, hijo de Fermin, vivía en El Espinal en una casa de madera de tres pisos. Cuando mi bisabuela enfermó y falleció a avanzada edad, él se vino a vivir a Getsemaní con la tía Clara, para cuidarla. Ella le dio una accesoria en la parte de abajo de su casa, en el callejón Ancho”.
Allá se fue Jesús a vivir muy pequeño. Recuerda a su tía Clara como una dama. Nunca olvida que el día que ella cumplía años, que era el mismo de la bisabuela Concepción y el día de la Concepción, contrataba banda papayera se dedicaba a rociar con colonia Jean Marie Farina al que pasara por el callejón Ancho. Por ese segundo piso volaban una detrás de otra las botellas de litro de la colonia.
“Yo era muy pequeño y vivía más abajo. Estudiaba en un colegio de banca de la ‘seño’ Ana y ese día ella nos sacaba a la puerta para felicitar a mi tía. La gente venía ese día porque era toda una fiesta” recuerda.
La tía abuela Clara murió a una edad razonablemente avanzada. Como no dejó hijos toda su herencia pasó a las manos de su hermano Fermín. “De ahí es donde surge la duda de la gente, y me preguntan con frecuencia si teníamos sesenta casas. Pero no, cuando Fermín fueron diecinueve casas y un solar aquí en la calle Lomba. Lo que sucede es que cada una tenía sus subdivisiones. Por ejemplo, la casa de Manga tenía siete accesorias; la del Pie del Cerro cuatro accesorias y siete cuartos internos y así las demás. Si se sumaban las accesorias y los cuartos, por supuesto que había mucho más de sesenta inquilinos, de ahí la fama”, explica Jesús.
Una vida simple
“Mi abuelo Fermín no compraba propiedades. Cuando heredó siguió trabajando su herrería y a arreglar las casas cuando tenían algún daño. Siempre vivió en una apartamentico al lado de la Clara, en el callejón ancho. Se levantaba muy temprano a trabajar y a veces a visitar sus propiedades con el señor Andrés Amaranto Zúñiga, un hombre muy honrado que era su secretario y mano derecha. Nunca lo acompañé porque yo era muy pequeño. Amaranto se encargaba de cobrarle los arriendo y de estar pendiente de cualquier mantenimiento que necesitaran las casas. También era el que todos los días bañaba a los perros de la tía Clara”, cuenta Jesús.
Había una clave simple para reconocer las casas de Fermín Julio: todas eran de un color rojo intenso. Desde octubre comenzaba el ciclo de pintarlas todas de ese color.
“Mi abuelo era un señor de carácter y mucha personalidad. Usaba chaqueta caqui para salir a la calle, a visitar a las novias o a sus mujeres. Como herrero se dedicaba a trabajar para él mismo, no para comercializar. En ese tiempo se usaban mucho las aldabas, los cerrojos y él los hacía por gusto. Cuando lo conocí dormía en su casa porque estaba avanzado de edad. De entre todos los nietos, creo que mis hermanos Concepción, Guillermo y fuimos especiales para él porque convivimos a su lado; su patio se comunicaba con el patio grande de la casa de tía Clara, donde nosotros vivíamos. La casa de la abuela estaba marcada con la entrada 10B-35 y la del abuelo, con la 10B-37, donde hoy funciona un hotel”, recuerda Jesús.
“A Andrés Amaranto no le gustaba tener mujer. No era gay sino que decía que no iba a mantener a ninguna. Por molestarlo mi abuelo le decía –Andrés, si alguna de las inquilinas donde vas a cobrar, que sea soltera y te quiera pagar con otra cosa que no sea dinero, cógele la caña que yo respondo–. Pero Andrés le contestaba –¿Qué me quiere decir con eso, don Fermín?. ¡Me hace el favor y me respeta!–. Era una mamadera de gallo entre los dos casi todos los días”, recuerda Jesús.
Hombre sencillo en su modo de vida, pero de su gusto por las mujeres provienen toda la descendencia de los Julio, que fue mucha y muy querida en el barrio. “Él tuvo cinco mujeres y con ellas, dieciséis hijos. Con mi abuela, Ana María Hernández, tuvo cinco; con la señora Sabas Marimón tuvo dos; con Guillermina Ortega, tres; con Juana Gari, cuatro; y con Felicitación Jiménez, otros dos”.
“Creo que las cinco mujeres fueron más o menos al mismo tiempo, porque a todos los hijos se les cruzaban las edades. Cada una vivía en su respectiva casa con sus muchachos. Mi abuela estuvo viviendo en una accesoria de madera en el Pie del Cerro, detrás del reloj floral y Guillermina Ortega vivía en otra ubicada en Manga. Los dieciséis hijos se buscaban y se conocían, quizás cuando él murió habrán tenido alguna rivalidad por la herencia, pero siempre se respetaron”.
“Mis quince tíos tuvieron también hijos. Hace unos tres años hicimos una reunión y en ese momento había vivos setenta y cinco primos. Hasta ahí llegaba la cuenta porque mis tíos ya eran muy mayores, pero a partir de ahí han muerto dieciocho. Luego viene la cuenta de los hijos de los primos y sí que va aumentando”, nos explica.
La diáspora
“Mi abuelo murió a sus 84 años, en 1969 ,cuando el hombre llegó a la luna. Después de su muerte vino un proceso legal de sucesión. Los abogados de los hermanos se pusieron de acuerdo y cuadraron los impuestos por pagar, la sucesión y sus honorarios. Para eso se vendieron cuatro casas, las más apropiadas y grandes: entre esas una en la calle larga, la de Torices y el solar”.
“Lo que quedó se repartió entre los hermanos, mediante acciones determinadas según cada casa. De los hijos del abuelo pocos quedaron en Getsemaní, muchos vendieron las casas y se fueron a otros barrios. Quedaron unos seis tíos míos y unos veinticinco primos, cada uno en su casa. Luego otros se fueron retirando a estudiar y formando sus hogares en lugares como Córdoba y Barranquilla”.
“Hoy quedan cinco propiedades de los Julio en Getsemaní: una de esas es la casa donde vivo, que se la compré a un tío; otras eran de mi papá, que nunca vendió y nos las pasó a sus tres hijos. Había otra en la calle de las Palmas, que le pertenecía a Aniceto Julio Hernández, quien ya falleció”.
Jesús precisa que al viejo Fermín le sobreviven tres hijos: Fermina, quien vive en una de las casas en Manga, que le quedó en el proceso de sucesión junto con su hermano Bartolo; Agustín, en el callejón Ancho; y Roberto, en el barrio Simón Bolívar.
La tomadera de pelo de Fermin se la heredaron varios de sus muchos descendientes. Jesús menciona a su tío Fermín Julio Hernández, a Brigida Julio Jiménez y Estela Julio Gari.
“Mi papá, Jesús María, era el propietario de la ruta Bocagrande-Marbella, cuyo paradero quedaba frente a Puerto Duro, Después lo pasaron a Torices. Era un tipo muy especial, como mi abuelo. Cuando se subían las personas conocidas y pagaban el pasaje incompleto, para mamarles gallo les decía:
Jesús, el nieto de Fermín, creció entre ese humor y la compinchería con los demás primos y vecinos, con los que compartió una época mítica del barrio. Pero para esa historia tendrá que esperar un poco, pues estas páginas no serían suficientes.