En la Colonia muchos conventos de América Latina tenían unas grandes huertas y terrenos, a veces tan extensos como barrios, que marcaron el trazado urbano original y cuyas huellas podemos leer hoy. El claustro franciscano de Getsemaní es un buen ejemplo, pero no el único en Cartagena.
La propia Corona española alentaba a las comunidades religiosas a acompañar la colonización del nuevo mundo porque la evangelización cristiana era un objetivo declarado. Recién habían expulsado a los musulmanes de la península ibérica y en su mentalidad el catolicismo era un tema de vida o muerte.
Los cabildos traducían esa estrategia de la Corona en las nuevas poblaciones: tenían que hacer el trazado de la ciudad, asignar terrenos, incentivar el poblamiento y, en general, hacer funcionar el engranaje urbano. No solo era un asunto de fe. Las órdenes religiosas eran buenas aliadas para esos objetivos y por ello se les dotaba de terrenos considerables. Además entre ellas mismas competían por el favor de los cabildantes y los vecinos más influyentes. Hubo muchos testamentos que les heredaban bienes y recursos a las comunidades que siempre estaban ávidas de esos favores.
Un caso de referencia es la hacienda de Los Molinos, al sur de Bogotá, que con sus quinientas fanegadas (unas 322 hectáreas) cubría varios barrios actuales. Primero fue una encomienda que luego les fue cedida a los jesuitas. Ellos importaron desde España unas piedras especiales para hacer un molino de última generación y estructuraron toda una industria de la harina con el trigo que allí cultivaban junto con cebada y maíz, principalmente. Así crearon un importante nodo económico de la ciudad y una cadena de distribución de pan que llegaba a una infinidad de comunidades religiosas del altiplano.
En el caso cartagenero no hubo cesión de unos terrenos tan grandes, pero el ejemplo sirve para dar una idea de esa dinámica, que se repitió en toda la América hispana. El Santa Clara, en el Centro, aún se conserva la manzana entera. Si miramos el Claustro de Santo Domingo, incluyendo el templo y la sede de la Cooperación Española; o Bellas Artes; o el conjunto de la iglesia de San Pedro Claver y su claustro contiguo, es fácil pensar que originalmente fueron manzanas enteras o una parte mayoritaria de ella.
Las órdenes religiosas también tenían terrenos asignados fuera del convento. Podían ser terrenos contiguos o incluso fuera de la ciudad, como en Alcibia y Preceptor, donde los jesuitas tenían tejares con hornos para producir ladrillos y tejas. El claustro de San Francisco fue la primera construcción en Getsemaní y su inmensa manzana original fue el primer núcleo de desarrollo del barrio. Lo que se sabe menos es que a los jesuitas también se les otorgó un terreno considerable por los lados de la actual plaza del Pozo. En el censo de 1620 se detallaba que “el solar de la compañía de Jesús tiene de frente 200 pies y de cola por otra calle 446 pies”. Esto significa que iba de calle a calle y tenía un área de más de ocho mil metros cuadrados. Casi una hectárea. Los jesuitas tuvieron otros inmuebles en el barrio y tendían a ser mejores administradores que los franciscanos. Así resultó que a la salida de la Colonia tenían más bienes en Getsemaní que la propia orden franciscana, que había llegado primero a la isla.
A su vez, la comunidad franciscana tuvo un segundo convento en San Diego, en lo que hoy es Bellas Artes. Comenzó un puñado de monjes al parecer muy virtuosos, que aun así tuvieron que convencer a sus compañeros de que de verdad se iban a dedicar a la oración y a la vida contemplativa a pesar de estar en un lugar tan alejado de la ciudad. Es que entonces San Diego era un arrabal -como Getsemaní- y había temor de que eso diera pie a una vida licenciosa, como se decía entonces. También el convento de Santa Clara se puede llevar a la cuenta de la comunidad franciscana porque las clarisas fueron fundadas directamente por San Francisco como la segunda orden de su comunidad.
Hierbas y frutos
Los conventos tenían sus huertas internas donde solían cultivar flores para los altares, hierbas para la cocina cotidiana y usos medicinales, así como algunos árboles frutales y corrales para animales de consumo como gallinas y pavos. También, cuando el espacio lo permitía, cultivos de pancoger para alimentación diaria. Lo usual es que tuvieran un hortelano a cargo, o bien un monje o un civil dedicado exclusivamente a velar por su mejor aprovechamiento. De hecho hubo quejas escritas por el descuido de algunas huertas a falta de hortelanos capaces o por ausencia absoluta de ellos.
Las huertas internas franciscanas llegaban hasta donde hoy comienza el Centro Comercial Getsemaní. Ese lote hace parte del complejo donde el proyecto San Francisco está erigiendo un nuevo hotel. El edificio llamado Anexidades (ver en el siguiente artículo) dividía las huertas internas en dos. En la parte contigua a la calle Larga quedaba la cocina, que según los rastros arqueológicos era un tendal con un gran horno de leña. Eso hace suponer que allí se cultivaban hierbas para la comida. Las huertas del otro lado de las Anexidades -detrás del templo de San Francisco y la antigua capilla de la Veracruz- coincidían con el Patio de Lectores, un lugar de recogimiento, estudio y reflexión que bien podría tener árboles frutales y cultivos de flores, pero esto es apenas un interpretación de lo que pudieron ser aquellos espacios. Hay una pista adicional: entre el viejo teatro Cartagena y el actual hotel Monterrey había en tiempos del convento un portón por donde entraban las carretas.
El corralón de San Francisco
Las huertas externas eran otra historia. No todos los conventos las tenían, pero los franciscanos sí, tanto en Getsemaní como en San Diego. Estas últimas eran más fértiles porque su tierra era mejor y había agua buena en el subsuelo. En Getsemaní las huertas externas iban desde el actual Centro Comercial Getsemaní hasta la calle San Antonio, según mapas y registros documentales de la época. Un documento de 1789 las describe así: “Tiene una huerta grande que da hortaliza para la comunidad, muchas palmas de cocos, nísperos y otros árboles frutales”.
El coco era el cultivo predominante no solo como alimento sino por su aceite, que servía como combustible para lámparas o materia prima para los jabones y como la fuente más confiable de aceite de cocina. Por eso el arroz con coco y sus derivados se hicieron tan presentes en nuestra culinaria. Esas huertas no eran aptas para plantas como la yuca o el ñame porque Getsemaní era una isla y su base es de arena sedimentada. Aunque el claustro de Getsemaní llevaba la primacía, la economía de los dos claustros era interdependiente. Los cocos y ciertas hierbas podían ir cotidianamente a San Diego y de allí traer otros productos frescos que no se daban en estas huertas.
Un conocedor del barrio podrá preguntarse: si las huertas franciscanas iban hasta la calle San Antonio: ¿cómo nace, entonces, la calle San Juan? Hay varios indicios claros y algunas hipótesis muy plausibles. En distintos mapas coloniales aparece la indicación de que por allí había un sendero para salir a la cortina de muralla donde hoy queda el parqueadero del Centro de Convenciones. Esta tenía una pequeña puerta por donde se sacaban los desechos al playón del Arsenal. Era un basurero autorizado por el cabildo para ir rellenando esa playa junto con el aserrín y los restos de madera de las carpinterías de ribera que funcionaban allí. Posiblemente por esa puerta también entraban y productos del día a día y algún contrabando, que fue tan connatural al barrio desde su nacimiento.
Al final de ese sendero trazado por la gente y seguramente permitido por los franciscanos había un pozo de agua gorda (no apta para el consumo, pero sí para los usos domésticos). La casa de la familia Vargas, donde hoy funciona el restaurante Oh la lá, no existía: allí había una pequeña plaza alrededor de ese pozo.
La calle San Juan, entonces, la trazó la gente: era el recorrido más directo desde la plaza del Matadero (actual parque Centenario) hasta esa única salida al playón, pasando por la Sierpe. El vecino de la época podía llevar la basura y de regreso, lavarse las manos en el pozo y cargar algo de agua para la casa. Resulta probable que ante la realidad de ver que esa franja se les estaba convirtiendo en un terreno separado de su huerta, los franciscanos hayan optado por parcelarla y venderla entre los vecinos; o bien venderla como un todo a un tercero, que luego la subdividió. También podrían haberlas perdido a manos de arrendadores o invasores. Hay indicios para ambas hipótesis.
La hipótesis de la venta de esos terrenos entre la San Juan y la San Antonio se basa en que la franja franciscana sobre la calle Larga fue vendida de a pocos, quizás para terminar el claustro que se reformó de fondo en el siglo XVIII. Por ejemplo, para la época de la Independencia el almirante Padilla era dueño de un amplio terreno donde tenía su casa de residencia. Ahí quedó después el teatro Padilla. También pudieron haber vendido lotes para suplir necesidades de la comunidad, pues hubo buenos, regulares y francamente malos administradores. La vocación de pobreza y desprendimiento de los franciscanos no siempre se avenía bien con la necesidad de poner a producir y gestionar los bienes acertadamente.
La pérdida de terrenos a manos de arrendadores pudo ocurrir por motivos similares. Aunque al principio los monjes cultivaban y mantenían sus terrenos, eso fue cambiando. Más adelante, se los podían arrendar a terceros para que cultivaran lo suyo. El problema es que esos arrendadores podían dejar de pagar o de plano irse quedando con la tierra. A eso hay que sumarle que la isla se densificó en muy pocas décadas. Los nuevos pobladores estaban necesitados de espacios para vivir. De hecho, sobreviven referencias de que el superior de la orden llamó la atención y prohibió de manera perentoria -en general para la provincia franciscana, pero en particular para Cartagena- que no se arrendaran nunca más las huertas porque las iban a terminar perdiendo, como ya sabían todos que había ocurrido.
A ese amplio espacio se le conoció como el Corralón de San Francisco. Luego, por algún tiempo, como Corralón de los Porto, familia que adquirió algunos bienes que habían sido del complejo franciscano y que erigieron el edificio en cuyos bajos está el pasaje Porto, que conserva su nombre hasta nuestros días. Aquel corralón sobrevivió hasta bien entrado el siglo XX. El historiador español Marcos Dorta (1911-1980), una referencia imprescindible en los estudios sobre Cartagena, lo visitó. En sus escritos recuerda que iba de calle a calle, pues relata que entró por un lado y salió por el otro. En 1951 escribió: “Tuvo el convento una hermosa huerta en la que aún pueden admirarse los aljibes edificados sobre el terreno en vez de subterráneos”. Sobre esos aljibes “se extiende una terraza que tiene acceso por una escalera cuyo atrevido arco por tranquil es un buen ejemplar de arquitectura en ladrillo”.
Este artículo es el resultado de dos entrevistas con el arquitecto restaurador Rodolfo Ulloa Vergara, quien ha estudiado por décadas el desarrollo urbano de Getsemaní.