¡Nilda, Nilda, Nilda! La de la calle San Juan. La que llevó a Getsemaní como una patria a Loma de Piedra y a Roma, al otro lado del mundo, donde estuviste como ausente como por diez años extrañando el arroz de cangrejo y las tardes de pretil con tus amigas. La que no respiraba tranquila hasta pisar el Parque Centenario. La hija de Carmen Martínez, nieta de Petronita, sobrina de Elida. Negra y aborigen. La hija del barrio que a la vez es su reina. Tu niñez y tu vida antes de irte cuentan otro Getsemaní; uno que late y vive debajo del actual. Tu vida al regreso del extranjero, construyendo desde entonces memoria y tradición, merecen todo el reconocimiento y el abrazo de tu gente.
Getsemaní uno y varios
“Nací en la calle de Las Chancletas y hasta los dos años viví allá en un pasaje que tenía un patio muy grande, con habitaciones y un estilo de vivienda comunal. Eso es un concepto muy del Caribe, incluso en México. El pasaje Luján, donde quedaba la jabonería Lemaitre, me parecía un rascacielos acostado, una cosa increíble. Había pasajes muy grandes como el de la Plaza del Pozo; los dos pasajes de la Calle de las Palmas; estaba Quinto Patio que quedaba entre los dos callejones, el Ancho y el Angosto. Eran como en el que yo nací, tenía patios muy grandes, con habitaciones, pero siempre con un concepto de vivienda comunal. Yo ahí estuve hasta los dos años, no tengo recuerdos conscientes”.
“De ahí me mudé a otra casa en la misma calle, en la que también vivían mis primos. Yo tengo recuerdos desde que tenía tres años, de mi familia y de mi primer disfraz. Era un tomate que odiaba. Ese fue mi hogar hasta los ocho años. Nos mudamos cuando mi tía dejó de ser arrendataria y compró la casa en la calle San Juan”.
“Mi papá murió cuando yo estaba pequeñita. Mi mamá era obrera empacadora, mi abuela era ama de casa y mi tía, la mayor de las hermanas, la figura paterna. Ella era comerciante y contrabandista en el antiguo mercado. Yo vengo de una casa de mujeres solas. Crecimos siendo muy fuertes y emprendedoras. A mi abuela le encantaba criar gente. No podía ver a alguien suelto porque lo iba recogiendo. Crecimos con ese concepto de familias alargadas, a pesar de que no tuviéramos ningún grado de consanguinidad. Nuestra matriarca fueron la abuela Petronita y el abuelo senegalés Ñajui. Esa fue nuestra primera generación acá”.
“La plaza de La Trinidad era el centro del barrio. Getsemaní tenía dos sectores: la Magdalena y Chambacú. Pero teníamos una barrera imaginaria: los de acá no podíamos pasar para allá y viceversa. Cuando uno estaba más grandecito si podía. Si eras pequeño y un vecino te encontraba merodeando te daban una pangada y te mandaba para mi casa. Y la mamá: -si fulano te pegó es porque algo hiciste y como hayas hecho algo malo ¡te pego otra vez!-. Todo era una cuestión de respeto hacia los mayores”.
“Cartagena era una ciudad que ha tratado de blanquearse a toda costa y ese es su mayor pecado. Entonces había unas calles que se creían de mejor familia y para mí fue bastante problemático entrar a ese nuevo hábitat. Nuestra infancia y adolescencia era con el celo de quién cruza por aquí o quién cruza por allá. Había habitantes de la Calle Larga, por ejemplo, que eran o se sentían de dedito parado. ¡Y yo que venía de lo que ellos llamaban Getsemaní, que era de para allá, adentro! No de esto entre la Media Luna y la calle Larga, donde estamos en este momento. Daniel Lemaitre lo describe bellísimo: la calle donde vivía la aristocracia morena, donde vivían los Vargas, los sirios, los libaneses. Por ellos, además, se llama la Media Luna”.
“Y estaba la Jabonería Lemaitre. La factoría se dividía en dos; en la calle San Juan, donde estaba mi casa, era el proceso industrial donde se quemaba la potasa, la calle olía a eso. Los raizales de Getsemaní tenemos un alto porcentaje de asmáticos alérgicos y presumimos que eso debió contribuir. Del lado de la Sierpe estaba la empacadora, o sea por el puente que tu ves ahora movían el producto ya terminado. Si pasabas por ahí el olor era rico, a jabón procesado. Los Lemaitre llegaban a las siete de la mañana y se iban a las ocho de la noche. Se amalgamaron a la vida del barrio. Nos avisaban cuando iban a encender las chimeneas y todos salíamos a los patios a recoger la ropa para que no se llenara de hollín”
“Los Schuster tenían la Panadería Imperial, ubicada en la mitad de la calle de San Antonio. Cuando iban a cerrar repartían entre los niños el pan que les quedaba. También estaba la heladería artesanal El Polito, en la calle Larga. Ahí a los barquillos se les quebraban las punticas que luego nos regalaban armando un mini helado con eso”.
“Había otra heladería donde vendían banana split. Pero ahí íbamos acompañados por nuestros padres porque era de más caché. Para paseo de domingo, como lo era salir a comer carne a la llanera o pollo asado, que entonces era toda una novedad. Eso sí, el que se portara mal no salía. Además, mi tía era comerciante y tenía una sociedad con varios amigos y tenían La Cueva, la original, cerca del mercado. Eso nos permitía tener otros sabores.
La regla y el banquito
“A la escuela de banquito fui por primera vez a los cuatro años, en la calle del Pozo donde la seño Rosita, que era bonita, pequeña, muy fina y con cabello liso. Los niños íbamos a tan temprana edad porque esas escuelas eran aquí mismo en el barrio, como una guardería. Asistíamos por igual los más pequeños y los más grandecitos. A los siete años ingresábamos a escuelas oficiales”.
“Creo que salí de esa escuela porque ella se mudó. Me tocó ir a donde la seño Silvia en el Callejón Angosto. Eso ya era la escuela formal: íbamos por la mañana y por la tarde. Era la época de la regla. Al salir sabíamos leer, sumar, restar, multiplicar y dividir. Era muy completo. ¿Qué ventaja teníamos en Getsemaní? Que nos enseñaban a leer cuentos infantiles porque había mucha tradición oral”.
“Después había pocas opciones como las anexas a las escuelas normalistas. Íbamos con la opción de ser maestro. Es que no había tantas profesiones y los pobres querían que de alguna manera su gente estudiara y lo más fácil era pasar de la anexa a la Normal. Esa escuela quedaba donde hoy está la Cámara de Comercio, en el Centro. Entonces mi recuerdo era salir de Getsemaní con alguien que nos llevaba a varios. Ya entonces el Centro era otro mundo y el mío era este”.
“Para ese momento yo ya sabía que pertenecía a un sector muy particular, que no existía en otro lugar de Cartagena; que teníamos nuestras limitaciones; que no éramos aceptados en todas partes. Teníamos como un letrerito en la frente, pero al final cuando regresaba y cruzaba el Parque Centenario, -porque ahí se acaba Getsemaní, ese parque es nuestro- yo descansaba porque por fin estaba en mi territorio”.
“De ahí pasé al colegio Nuestra Señora de Lourdes, pero como era tan terrible no me renovaron la matrícula. Me castigaron y me iban a mandar a un internado y yo lloré, supliqué y me pusieron en la Media Luna hasta que se acabó el colegio. Cuando iba a pasar a bachillerato fui al Sagrado Corazón de Jesús, pero no me renovaron la matrícula y ¡me extraditaron! Me mandaron al Gimnasio Bolívar en Loma de Piedra”.
Los amigos, el pretil, la calle
“Había lo que ahora llaman bullying, pero era como una iniciación. Yo era la nueva de la calle, además negra. Las otras eran más claras. Yo me sentaba en la ventana y sabía que tenía que pagar un costo. Un día ellas se sentaron en el andén a hablar conmigo y me preguntaban ¿por qué no vienes a jugar esta noche con nosotras? vamos a jugar “cuatro esquinas”. Cuando estábamos jugando no me dejaban coger ninguna esquina. En una de esas le mandé la mano a una de ellas y me dieron una reverenda tunda y nadie de mi familia se metió. Yo duré mis días sobándome. Entendí y salí a jugar a la calle. Hasta que otra vez me invitaron y ahí yo di la tunda y fuimos amigas hasta ahora”.
“Mis mejores amigos obviamente son de Getsemaní, la gente con la que crecí sin limitaciones: doctores, eminencias ¡el que sea!, pero eran mis amigos. Mi adolescencia fue muy hermosa: una época en la que a Getsemaní le llegaban primero por el puerto las noticias del mundo. Entonces nosotros éramos rockeros y teníamos en la calle a nuestro baterista, Lucho Pérez. La música nos llegaba por directo, teníamos picó, zona de baile. Getsemaní era una fiesta. Eso era una época de clubes sociales, bailábamos desde muy chiquitos, nos ponían horarios pero tuvimos otra fortuna impresionante: que todos los teatros eran de nuestro territorio. Nosotros somos cineastas desde la cuna, vimos cine siempre”.
“De afuera sufrimos matoneo porque Getsemaní era zona roja, pero el barrio era muy querendón. Aquí la gente sabía cocinar, era como el tabú y mis amigas de afuera me decían -llévanos-. Cada cual buscaba quien los llevara y al estar acá se daban cuenta que eso no era tan gueto como creían”.
“Este siempre fue un barrio cosmopolita. Cuando estaba el puerto había una conectividad más fluida con el gran Caribe y uno oía cómo hablaban los diferentes idiomas. Aprendimos a diferenciar los colores de los negros, esos matices. Ya no con esa equivalencia racista, sino por saber que tenemos varias tonalidades. Esto era como una encrucijada del diablo porque aquí llegaba de todo, el contrabando, el flujo de Panamá hacia acá. El Festival de Música del Caribe lo que hizo fue destapar todo ese sancocho sabroso”.
“Me gradué en el Gimnasio Bolívar y pasé en la Universidad de Cartagena a estudiar Derecho. Ahí había mucha gente interesada por conocer el barrio. En esa época se usaba mucho estudiar en grupo y había muchos compañeros de afuera, de la provincia, que se hospedaban en el Centro. Venían a estudiar con nosotros. Ahí Getsemaní iba perdiendo esa barrera invisible. Además, esto era el epicentro de muchas fiestas y venía la gente a bailar fandango y se metían en el “rascacielos acostado” porque ahí hacían un fandango divino, la gente con su capuchón venía a bailar”.
Roma, la diáspora
“Yo quería continuar mis estudios porque acá en Cartagena no nos graduamos en Derecho, sino que éramos doctores en Leyes y Ciencias Políticas. Además me encantaba viajar. Le propuse a mi familia que quería estudiar en el extranjero y mis mujeres me dijeron que sí. Hasta ese momento la única intelectual de la familia era mi tía, que era secretaria. Yo terminé y dije: no me quiero quedar aquí. En Cartagena había mucho negreamiento. Duré diez años en Italia. Entré a la Universidad de Roma, La Sapienza, por concurso. Afortunadamente las tres cartageneras que nos presentamos pasamos. Encontré en algunos barrios de Roma mucho parecido con Getsemaní, sobre todo el Trastévere. Esto me permitió ver que las diferencias que nos marginaban aquí eran poderosos elementos de construcción de ciudadanía en otros lugares. Me hizo entender de dónde venía y la verdad, que lo mejor que me ha pasado en la vida ha sido nacer aquí y aquí me quiero morir”.
El regreso
“Yo regresé del extranjero a vivir aquí. Nunca he querido irme a otro barrio. A mí me criaron como una constructora de identidad. Las ciudades no tienen sentido si pierden su memoria y yo he aplicado para lo que me doctoraron. He tenido muchos sentimientos como recibir al que llega y he visto que hay un traspaso muy sereno, que no ha sido violento. Hemos peleado territorios como la plaza de la Trinidad. La verdad es que en medio de todo sé que esto se va a detener en algún momento. ¡Si hace treinta años, cuando empezamos a anticipar lo que se venía, sabíamos cuántos y quiénes se iban a quedar en el barrio!”
“Pero teníamos que arreglar la casa nosotros mismos. No podíamos lavar los trapos afuera. Teníamos que hacer el trabajo cada uno en su puesto, desde lo que le tocaba. Los marihuaneros eran amigos nuestros y nosotros preferíamos a nuestras prostitutas de chancleta que a las de tacones. Getsemaní era el hijo espurio de la corona, pero un hijo necesario. Convocamos a todo el mundo para conversar y ver qué íbamos hacer. Eso hizo que naciera Gimaní Cultural”.
Una nación mental
“Cuando hice mi tesis de grado me pusieron a revisar varios archivos históricos, entre ellos los de Sevilla, en España. Allí encontré algo que había oído de niña y era que en Cartagena se hacían cabildos. El cabildo se abrió entonces como una posibilidad al regresar. Pudimos hacer un trabajo para inculcar que Getsemaní no es solo un territorio, sino un estilo de vida, un sentimiento, una nación mental. Logramos contener esa gentrificación que se pudo haber dado hace treinta y cinco años y para ello fuimos marcando y sellando los territorios, pero lo hicimos desde la comunidad”.
“Somos orgullosos y pretenciosos de decir que somos getsemanicenses antes de ser cartageneros. Es que la ciudad sale de aquí. ¡Si no, se hubiese congelado! Hay una diáspora grande y muchos otros compraron sus casas acá:, vienen y se sienten felices. Tengo muchas esperanzas y creo en la claridad de la gente. Hay lugares en el mundo que tienen esa magia, que te atrapan y por mucho que quieras hacer algo distinto el que queda atrapado ahí eres tú: no sabes en qué momento terminas disfrazado en un pretil tomando con el que limpia las calles”.