Hubo un tiempo en que Getsemaní tenía varias veces la población residente actual. Los pasajes se convirtieron en una manera de vivir y convivir. Entre ellos, el Pasaje Franco es uno de los más recordados. Era casi un barrio dentro del barrio.
Bolívar abarcaba entonces a los actuales departamentos de Sucre y Córdoba. Era más grande que Costa Rica. Cartagena era la capital de ese gran territorio y Getsemaní, la primera opción para vivir cuando los foráneos arribaban, fuera por barco o por autobús. Muchos se quedaban a vivir porque todo quedaba a la mano y había fuentes de trabajo. No solo teníamos el Mercado Público, sino mucho comercio y varias industrias. Y casi todos tenían algún conocido acá. No había otro barrio mejor para el que quería progresar viniendo desde la región.
Y para acoger a tanto personal estaban los pasajes. El Franco, o Ciudad Perdida, como también le llamaban, quedaba donde la calle de la Sierpe hace la curva, en el lote que hoy ocupa un amplio parqueadero. En la parte exterior había unas casas accesorias cuyas huellas -un escalón, una puerta y una ventana- es un patrón repetido siete veces. Las siete tenían puerta a la calle, pero un patio y baños en común por la parte de atrás atrás, que daba con el resto del pasaje. En conjunto tienen la forma de un pequeño rectángulo, respecto del resto de la manzana.
Reinas y campeones
Rijiam Shaikh, cuya casa, en la calle de La Sierpe, colinda con el pasaje por la parte trasera nos guía a través del actual parqueadero, tejiendo recuerdos de su infancia y los de sus hermanas Aura, Hazina y Alina, quienes vivieron de niñas en el pasaje. Se acuerdan de la tienda de la ‘Cachaca’, a la entrada y que el ingreso general era por donde hoy queda la taquilla del parqueadero. Era como un rectángulo muy grande y de bordes un poco irregulares dentro de la manzana. Entrando a mano izquierda tenía una sucesión de cinco o seis casas familiares alineadas, a las que se les identificaba por letras. En el primer piso de cada una de ellas quedaban la cocina y la zona social; arriba, una especie de mezanine abierto donde dormía toda la familia. Las ruinas de esas casas aún están en pie. Los muros están hechos de ladrillos de un formato distinto al que se usa hoy, así como argamasa y piedra coralina. Parecen coloniales, pero hay pistas para pensar que fueron construidas en el siglo XX. Al fondo de esas casas hay restos de una construcción antigua se dice que sirvió como hotel y vivienda con entrada por la calle de la Media Luna. Por esa misma entrada se accedía a otras casas del pasaje, demarcadas por un muro interno.
El resto de ese rectángulo estaba ocupado por líneas de construcciones separadas que en realidad eran menos que casas: un mismo espacio para ubicar la cocina, la zona para dormir y en algunos casos el área de trabajo. Por supuesto había hacinamiento cuando vivía una familia entera, pero eso se mitigaba con los espacios comunes y la costumbre muy getsemanicense de pasar la vida con la puerta de la casa abierta, sin distinguir demasiado el espacio público del privado.
Haciendo un cálculo a mano alzada con las hermanas Shaikh se puede pensar que habría setenta u ochenta viviendas individuales en el pasaje. Además de que en los cuatro lados del rectángulo había líneas de casas, el pasaje tenía dos calles internas más, en paralelo, con casas a lado y lado. Al fondo de esas calles, uno de los servicios de baños, el más grande de los tres. Las zonas de duchas estaban separadas de los inodoros. Aún se usaba mucho la bacinilla, así que en general las mujeres iban a esos baños solo a desocuparlas.
Frente a las casas de dos pisos había una inmensa losa de cemento, similar a una cancha de baloncesto de barrio. Pudo haber sido el remate superior de una poza o vertedero de aguas servidas, pero eso no es seguro. Lo que sí es cierto es que era el punto de encuentro: ahí organizaban un rudimentario tinglado de boxeo y combatían entre vecinos, pero también hacían el reinado de belleza del pasaje o se quedaban bailando hasta tarde, sobre todo en las fechas novembrinas y decembrinas, cuando el ‘Cachaco’ Pedro ponía a vibrar su picó.
Veo gente muerta
Para las hermanas Shaikh el pasaje tenía toda una dimensión sobrenatural. Se criaron con cuentos de que por ahí se veía a la llorona o a un cochero sin cabeza. Pero era más que eso: Hazina sentía presencias y alguna vez mientras iba bajando del segundo piso, sintió que atrás venía una especie de bruja persiguiéndola, así que se tiró de las escaleras y se partió la frente. Rijiam recuerda que siendo una niña estaba en la cocina lavando los platos y percibió a través de la pared que daba al pasaje Franco que a una señora la habían asesinado; también que un hombre grande la levantaba y la llevaba al hospital. Todo como si la pared fuera transparente. Muy asustada, se lo dijo a su mamá —¡Mataron a una señora, mami” —¡¿Ahora?!, ¡¿Dónde?! —Afuera, en el pasaje, y hay un hombre grande que la cargó y se la llevó para el hospital. El suceso sí había ocurrido y la madre lo recordaba perfectamente. Pero había pasado muchos años atrás. Era una muchacha, hija de la señora Francisca Licona, que tenía una tienda y el hombre que la levantó en brazos fue Oswaldo. Así de exactos eran los recuerdos.
“Aquí vivía mucha gente trabajadora que sacó a sus hijos adelante. De aquí salió mucho profesional”, dice Rijiam. Recuerda que allí vivieron la gran cantante Cenelia Alcázar y su hermana Berta; Cheo Romero, un profundo conocedor de salsa; y abogados de renombre en la ciudad. Por alguna razón a las hermanas se les quedó grabada la imagen de la señora Francisca, que al calor de la tarde le fascinaba plantarse en la entrada de su casa a masticar hielo. Y la anécdota del vecino Marcelino Gonzñalez que era tan militante del Partido Liberal que bautizó a su hijo con el nombre Carlos Lleras. También que al pasaje venía de muchacho Juan Gossaín para recoger donde doña Lidia Anaya las encomiendas que le mandaban desde San Bernardo del Viento.
Sin partida de nacimiento
Aún no se tiene claridad de cuándo surgió el pasaje, pero hay una pista importante. En el detalladísimo plano técnico que Pearsons and Sons elaboró sobre la Cartagena de entonces (1914) los rectángulos grande y pequeño aparecen separados del todo y ni siquiera había acceso abierto desde la calle hacia el centro, donde quedó la parte más grande del pasaje. Ese lote central aparece totalmente despejado en el plano, sin construcción alguna, mientras que casi todos los demás lotes alrededor de esa manzana aparecen como delgadas tajadas de una torta que hay que repartirle a muchos invitados. Así, el pasaje Franco tiene todas las trazas de haber sido un “centro de manzana”: un gran lote interno al que las casas tenían acceso por su parte trasera y que era como un patio arbolado. Esos centros de manzana fueron muy comunes en el reparto colonial de Getsemaní. Así se ve aún hoy en el pasaje Mebarak o en la Escuela-Taller, ambos en la calle de Guerrero. Esos centros de manzana, de carácter comunal, fueron adquiridos paulatinamente por privados y, en muchos casos, convertidos en pasajes. De niñas, las hermanas Shaikh escucharon que en el sector del pasaje pudo haber funcionado un hospital. Uniendo cabos, si lo hubo, pudo ser por el lado de la calle de la Media Luna. El pasaje, recuerdan, le pertenecía a la señora Beatriz Franco de Acero.
Grandes vecinos
El pasaje tenía varios vecinos notables. Los más grandes eran la Jabonería y Perfumería Lemaitre. La primera tenía su lote en la manzana del frente. Era tan grande que casi llegaba a la calle Larga. Y justo el lote contiguo al pasaje Franco era el de la perfumería. Otras fuentes dicen que en ese espacio era donde se empacaban los jabones. El olor del aire estaba marcado por el de esa industria. A veces fuerte en la parte cercana a la calle Larga, por la potasa y productos químicos. Y en otras ocasiones, perfumado en la parte delantera, al lado del pasaje, donde vivían algunos trabajadores de esas empresas y que se fueron del barrio cuando los Lemaitre se las llevaron a otras zonas de la ciudad. “Una vez se volcó un tanque con el extracto de aromas y los del pasaje metíamos cucharitas para recoger un poco y duramos un poco de tiempo con el pasaje perfumado”, recuerda Alina
Otro vecino era la fábrica de calzado Beetar, que fue importante y alcanzó a exportar su calzado masculino de calidad, principalmente a Centroamérica. Víctor Jirado, era un muchacho nacido en Caño del Oro, llegado a sus trece años a Chambacú. A los diecisiete se mudó a un pasaje de la calle de La Sierpe, detrás de la fábrica de los Beetar, mientras trabajaba para un taller satélite que le surtía calzado a esa empresa. Muchos amigos suyos vivían en el pasaje Franco, al que visitaba con frecuencia.
Corría el año 56. Eso lo recuerda bien por la explosión de las 42 toneladas de dinamita que llevaban camiones militares en Cali y que mataron a unas cuatro mil personas. En su memoria el pasaje tenía calles dentro suyo, de unos tres metros de ancho, los apartamentos de dos pisos -señalados arriba- y las accesorias o apartamentos sencillos, que calcula tenían quizás seis metros de ancho y poco fondo. Recuerda que su población era muy variable porque todo el tiempo se mudaba gente, tanto entrando como saliendo. Había familias, pero lo que más veía entonces era a trabajadores del mercado, vendedores de periódico, obreros o artesanos, como él. Nadie controlaba la entrada sino que el paso era franco.
Una familia muy grande
Los pasajes hunden sus raíces en la colonia y son una marca peculiar de nuestro barrio. Entonces se les llamaba “solares”. En el censo de 1777 se contaron 93 de ellos en el barrio, mientras que Santo Toribio había 22 y en los otros barrios, apenas uno o dos. La forma que se repartieron los lotes en Getsemaní pudo haber influido: era una isla irregular, las manzanas tenían configuraciones diversas y había más gente. Otra razón es que casi siempre hubo más población flotante, gente que se desembarcaba para estar en la ciudad algunas semanas o meses y necesitaban espacios más sencillos para alquilar. “En Getsemaní era mayor el número de solares que contenían cuartos independientes y que podían compartir áreas comunes de servicios”, explica el profesor Sergio Paolo Solano.
Y esa forma peculiar de vivienda, también trajo una forma de convivir, que ayudó a configurar la Vida de Barrio de Getsemaní, la misma que hoy está en camino de ser declarada como patrimonio cultural de la Nación. “Cuando uno vive en un pasaje se forma una hermandad. Todo el mundo se entera de las cosas del vecino y de las tuyas, de la situación económica, de quien comió, de quién no comió, de las peleas. Es como una familia grande, que no lleva el mismo apellido, pero se crea un vínculo afectivo tremendo. Es una vida que me trae los mejores recuerdos. Ahí surgen muchas relaciones afectivas. Por supuesto, surgían conflictos por mínimas cosas, pero hasta ahí, nada más”, cuenta Boris Campillo, el ex jugador de baloncesto, que ahora vive en Nueva York.
“Para nosotros el pasaje era como un parque de diversiones. Tratábamos de encontrar todo aquí adentro. No había necesidad de salir a otras calles. Jugábamos al congelado, al escondido. Éramos muy unidos con los amigos y el trato de los vecinos era muy ameno. En Semana Santa se repartían comidas y dulces de aquí para allá. Todas las mañanas nuestras mamás se ponían a barrer el frente y ahí se saludaban y comentaban el día a día. Muchos se iban por las mañanas a la plaza de la Trinidad a tomar tinto. Así las personas se enteraban de las otras calles, ya que en el pasaje no era tan común informarse de los cuentos de los vecinos de afuera. Pero todo eso se fue perdiendo a medida que fuimos creciendo. Muchos se mudaron por la situación en la que estaba el barrio”, nos dijo Luis Higuita, del pasaje Mebarak, en la calle de Guerrero, el último que queda en pie y que en tamaño y cantidad de habitantes es apenas una fracción de lo que fue el pasaje Franco.
Plano general y aproximado del Pasaje Franco, de acuerdo en la memoria de vecinos. No es un plano exacto.
Casa accesoria 2: Señora Dilia Anaya. Antes de ella, la familia Marún, que trabajó tantos años con vidrios. También la señora Lola, que tuvo una tiendecita.
Casa accesoria 3. Señora Ana, que tenía un puesto de fritos. Sus dos hijos, Rodolfo y Juan son profesionales reconocidos.
Casa accesoria 4. La zapatería del señor Pinedo, que hacía unas sandalias de cuero muy bonitas y cómodas. Antes, la señora Ana.
Casa accesoria 5: Vivió el señor Rafael, ‘El Cubano’, gran salsero y después de él, Alfredo Solano Díaz.
Casa accesoria 6. El director de la banda departamental, que por años tocó en la retreta del parque Centenario y, en otro tiempo, el señor Massa, que al parecer era escritor.
Casa accesoria 7: Tienda La Gitana, de Mercedes, ‘La Cachaca’. Madre de Luisa y abuela de Hugo Sierra, justo a la entrada del pasaje Franco.