Por un Getsemaní más grande

EN MI BARRIO

Una relación sobre pobladores de Getsemaní en 1620 muestra un dato sorpresivo: hace cuatro siglos nuestro barrio, con apenas unas décadas de ser creado, tenía más habitantes que ahora. La salida del Mercado Público sacó del Centro a unas veinticinco mil personas, muchísimas nativas de nuestras calles. 

El fin de la década de los 60 del siglo pasado fueron los de mayor ebullición social y económica, con hasta diez veces más habitantes nativos que hoy. El barrio de nuestros abuelos y abuelas, a un par de generaciones de distancia.

¿Cómo pasamos de ser un barrio densamente poblado, con una diversidad económica única en la ciudad, al barrio actual, denso en turismo y sus negocios asociados, pero con una comunidad nativa mucho más pequeña? ¿De la amplia barriada popular y de charlada con los vecinos en el pretil a unos de los barrios más cool del mundo, visitado por multitudes de turistas que buscan tomarse una foto de recuerdo? 


Del despoblamiento...

Las respuestas, como siempre, son complejas y entrelazan varios factores. Pero sobresalen varios. El primero es la salida en 1978, del Mercado Público, el gran motor económico y fuente de ocupaciones productivas. Quizás unas precarias, como las de cargar bultos o vender montoncitos de frutas y verduras descartadas. Pero de ahí hacia arriba había otras mucho más lucrativas, incluso que fueron semilla de patrimonios considerables. Su lugar lo ocupó el Centro de Convenciones, que colocó a Cartagena en un sostenido primer lugar como sede de grandes eventos nacionales e internacionales, pero que ha carecido casi por completo de la intensa vida interconectada con el barrio que tuvo su antecesor.

Con el Mercado se fue la actividad del puerto, anclada a ese flanco marino del barrio desde la Colonia. Se fueron apagando las carpinterías y aserraderos, que se nutrían del suministro del puerto, con sus embarcaciones venidas de los ríos de la región. Tampoco les ayudó que la gente empezara a comprar los muebles de aglomerado en los grandes almacenes. Algo similar ocurrió con los talleres de fundición y herrería, tan característicos del barrio, con familias enteras dedicadas al oficio, como los Acevedo. Antes, por distintas razones y en distintos momentos, se habían ido empresas como la Jabonería Lemaitre, Calzado Beetar o los Tejidos de la Espriella.

La reorganización del sistema educativo del distrito sacó del barrio a escuelas como la Mercedes Ábrego, el Lácides Segovia o el Soledad Acosta de Samper, para ubicarlas en sectores más periféricos. Algo equivalente sucedió con el sector salud. El barrio era sinónimo de farmacias, consultorios médicos y de diagnósticos y tenía su propio centro de salud, donde hoy funciona el DADIS. El cambio del esquema de servicio en Colombia transformó la dinámica: de las consultas particulares y los centros de salud públicos se pasó a las entidades prestadoras de salud, que organizaron sus servicios de la manera que hoy conocemos. También se fueron los cines, por el cambio en el consumo de películas. 

Cada una de esas tendencias contribuyó de a pocos a que unos y otros partieran: menos artesanos, menos carpinteros y menos empleados de fábricas; menos alumnos y maestros; menos pacientes, doctores y boticarios, menos sastres de los muchos que tenían su taller en el barrio, menos espectadores y empleados de los cines que vivían aquí.

La crisis tras la salida del Mercado Público hacia Bazurto causó al menos dos fenómenos. Por una parte, hubo familias nativas que se fueron porque consideraban que el clima deteriorado de seguridad y los negocios que llegaron de Tesca no eran un buen entorno para criar a sus hijos. Por otro, se cernía la amenaza de que en el barrio se adelantara una movida urbana como la que erradicó a Chambacú, buena parte de cuyos terrenos -casi medio siglo después- siguen siendo descampados de tierra que han generado poco valor urbanístico para la ciudad. La mirada desde algunas élites políticas y económicas  hacia el barrio seguía siendo de un lugar problemático. Así lo recuerdan algunos vecinos y estudios académicos sobre cómo se representaba a Getsemaní en los medios de comunicación. La herida de Chambacú seguía fresca y hubo quienes prefirieron migrar antes que vivir un proceso parecido. 


… a la turistificación...

Y mientras todo eso ocurría calles adentro, en el mundo de afuera había cambios. La industria turística global se fortaleció: más vuelos y más baratos, más ofertas de destinos y alojamientos. Colombia se seguía consolidando como destino turístico. La paulatina atenuación de las distintas violencias y el crecimiento económico ayudaron a abrir un poco las puertas del país. Y las de Cartagena, en particular, como sede para grandes eventos y la gran receptora de turismo nacional e internacional, con fama de ciudad segura y amable.

El desenlace era previsible. Como ocurrió en cascos de ciudades antiguas e icónicas como Barcelona, Venecia o Praga, entre muchísimas otras, el valor de los predios e inmuebles se disparó. Getsemaní no fue la excepción. Cuando hay un límite tan claro -en nuestro caso murallas y bahía- y una valoración histórica tan fuerte, la presión inmobiliaria y la subida del costo de vida presiona a su vez a los moradores locales. En aquellas ciudades se viven procesos similares al nuestro: el turismo desmedido desborda la capacidad del barrio y la de sus habitantes para gestionarlo. Ellos añoran la antigua vida local y ven al turismo como una fuente de ingresos pero también como una molestia. En Getsemaní subió el costo de los impuestos prediales, de los servicios y, por supuesto, se creó una demanda que encareció los inmuebles hasta convertirlo en un negocio demasiado tentador ‒y también legítimo‒ para sus propietarios. 

A este escenario, ya complejo, se suman los efectos de la crisis de la pandemia global por Covid 19. Es temprano para vaticinar su impacto en la industria turística y los hábitos de viaje. ¿Volverá pronto a los volúmenes pre-pandemia? ¿Demorará años en recuperarse y cambiaran los hábitos viajeros y los destinos más solicitados? Esas respuestas que solo dará el tiempo terminarán por afectar a Getsemaní para bien o para mal.

 

...al repoblamiento

Entonces ¿hay que conformarse con este escenario y dejar que las tendencias que han ido en contra de un poblamiento fuerte de Getsemaní marquen el destino del barrio? ¿Permitir que la lógica económica sea la única variable que determine el destino de los habitantes del barrio? Por supuesto que no. Y las razones abundan.

La primera y más importante es que hay una comunidad fuerte y activa. Hay consenso en que quienes se han quedado son justamente de las personas con mayor arraigo y voluntad para mantener la vida de vecinos: quienes pasaron la época más difícil y aún así resistieron y persistieron en su modo de vivir y sentir la vida comunitaria.

Para fortalecer a esa comunidad y su modo de convivir, va bien encaminada la declaratoria de la Vida de Barrio de Getsemaní como parte del Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Nación. Desde inicios de año comenzó el proceso participativo para construir el Plan Especial de Salvaguardia, que especifica obligaciones y compromisos no solo de la comunidad, sino de diversas autoridades distritales y nacionales.

Y con esa comunidad fuerte también hay liderazgo e iniciativas culturales y ciudadanas. No solo hay instituciones ampliamente conocidas sino también liderazgos individuales de vecinos que han organizado o defendido una cuadra o una causa. También el liderazgo intelectual de quienes aunque no siempre estén de acuerdo entre sí ‒e incluso rivalicen y se confronten‒ son voces que hacen del barrio un lugar vivo y que siempre esté debatiendo sobre su presente y su futuro.

Por otra parte, así como la industria turística representa unos retos y riesgos, también en el urbanismo mundial se están marcando tendencias llamadas a perdurar y ampliarse. El camino señalado es dejar de privilegiar las vías y al automóvil particular para generar más espacio público. También ciudades descentralizadas o “de quince minutos”, al alcance de todo lo necesario para llevar una vida plena: vivienda, empleo, educación, salud y recreación.

París acaba de presentar un ambicioso plan para convertir sus Campos Elíseos ‒hoy repletos de automóviles y muchísimo más visitados por turistas que por locales‒ en “un extraordinario jardín”,  al decir de su alcaldesa, Anne Hidalgo. Barcelona empezó a reorganizar sus manzanas y vías en la zona histórica para que en algunas calles donde antes circulaban vehículos haya parques infantiles y sitios donde la comunidad pueda compartir. Y mucho más cerca, la Alcaldía de Bogotá ha propuesto una Carrera Séptima, la avenida icónica de la ciudad, que amplía sus áreas verdes, peatonales y ciclistas para restárselas al vehículo particular.

En resumen: Getsemaní tiene y ha tenido todo lo que el mundo urbano está empezando a buscar con ahínco.

Hay también un imperativo moral con la historia viva del barrio, que implica a vecinos, al sector público y privado, a la ciudad y a la Nación. Son más de cuatro siglos de una historia que conecta distintos hechos y fenómenos para explicarnos como ciudad y como país. Y todo encarnado en una comunidad viva que se debe y se explica por esa riquísima historia. Eso no se puede convertir en placas descriptivas en bronce. Getsemaní sin su gente y su cultura barrial no es Getsemaní, es solo un decorado. 

Getsemaní ha sido un crisol humano en constante transformación desde su mismo origen colonial. Pero siempre con unos rasgos propios que se han mantenido: un barrio bastante igualitario; de raíz popular y contestataria del poder; muy inclusivo en términos de orígen etnico, religioso, nacional, de género u origen social; un fogón que ha preservado la cultura de esa región inmensa que fue el gran Bolívar y un centro de llegada de esos migrantes regionales.

De ahí que la idea de repoblar el barrio puede ser un sueño convertido en realidad, a partir de la creatividad, la persistencia y el compromiso de muchas partes, como una manera de garantizar su vida comunitaria 

No es simplemente llenar con más personas cada metro cuadrado. Esos son procesos de renovación urbana, válidos en algunos contextos, que se hacen todos los días alrededor del mundo y que lamentablemente algunos vieron hace unas décadas como la “solución” para Getsemaní. 

No es eso. Se trata de imaginar un barrio en el que muchos de los nativos obligados a irse regresen a vivir en las calles que los vieron nacer y crecer. Que aquí puedan hacer familia, tener sus hijos y transmitirles los valores en los que ellos fueron formados. De recuperar en algo ese tejido social desmadejado en los últimos años. De dar la lucha para honrar más de cuatro siglos de historia y patrimonio social.

Fortalecer la cultura de barrio no discute ni reemplaza a los nuevos vecinos ‒que con cariño e ilusión han adquirido viviendas aquí‒ ni con los emprendimientos alrededor del turismo. Es todo lo contrario: un barrio original, único, con una profunda raigambre social, cultural e histórica es un magnífico sitio para vivir y hospedar visitantes. Es solo cuestión de transmitirles sin descanso la memoria del barrio al que han llegado y hacerlos partícipes de esa singular riqueza humana.

Repoblar el barrio con habitantes propios sería un proyecto único en Colombia y quizás también en el contexto de América Latina. Es mucho más que densificar. Es crear juntos un nuevo modelo urbano en ese espacio cultural y social singular que es Getsemaní.

En el barrio hay espacios que se vaciaron de gente. Hay una tradición de accesorias, pasajes y formas de vida comunitaria que pueden adaptarse a los nuevos tiempos. Es generar una nueva riqueza espacial que no es para nada extraña a un barrio que ha sabido acoger los cambios una y otra vez sin perder su esencia. Es seguir siendo Getsemaní: el único e irrepetible Getsemaní que recibimos como legado.