Hijo del Maestro Venencia; profesor de varias generaciones; entrañable vecino, tío y hermano. Hará falta en las tertulias de amigos en la Plaza de La Trinidad, con su aroma de Agua de Farina y su corrección al hablar y vestir. Junto con él, en las últimas semanas partieron dos grandes vecinos del barrio.
Vino al mundo de manos de la célebre partera Josefa Bonfante, el 5 de diciembre de 1938, en la calle del Espíritu Santo. Fue el mayor de los cuatro hijos del ebanista Jorge Venencia Castro, el reconocido ‘Maestro Venencia’, que tenía su taller en la calle Lomba. Le seguían Jerónimo, Judith y Jaime.
Estudió bachillerato en el Colegio La Esperanza y en el Liceo de la Costa. Junto con su amigo Juan Gutiérrez se licenció en Ciencias Sociales en la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, en Tunja. Al regresar, comenzó su fecunda carrera docente en la Normal de Señoritas. Tras enseñar en el Liceo de Bolívar, el departamental Juan José Nieto, el San Felipe Neri y el Ana María Vélez de Trujillo, llegó al INEM, donde trabajó hasta jubilarse.
Su familia lo recuerda como un hombre de mucho carácter, elegante, al que le gustaba vestir de un blanco impecable. Gran lector y ferviente salsero, música de la que tenía una buena colección. Su hermana Judith y sus sobrinas Narcisa y Verónica, quienes hoy viven en Puerto Rico, recuerdan que los fines de semana cantaba boleros mientras se arreglaba: “Amorcito corazón, yo tengo tentación de un beso…”. Otro que le escuchaban entonar era uno que decía “Cada vez que yo te veo me dan ganas de correr y darte un beso en esa boca...”.
Más que un tío, era como un padre para sus sobrinas, a las que se preocupaba por educar. Hasta en vacaciones les asignaba lecturas, como La María, de Jorge Isaacs. Entre sus planes favoritos estaba ver beisbol, en particular la Serie Mundial, al lado de su padre. Lo había jugado mucho, haciendo de catcher. Y también comer de la sazón de su hermana Judith, a la que nunca le dejaba servido un arroz apastelado.
Entre sus amigos más cercanos cuando vivía en la calle San Antonio estaban Juancho Redondo, su compadre el profesor Palomino y las familias Daza, Uribe y Barrios. Lo llamaban “El Mike”, por una canción del Joe Arroyo. En tiempos más recientes frecuentaba mucho a su amigo Fidel Leottau, en su negocio de la Plaza de los Coches y la barbería de Manuel, en el centro.
Dos vecinos más
Al cierre de esta edición ocurrió el fallecimiento de Delimiro Gaviria. “Un buen vecino y padre, emprendedor, disciplinado y con alma de raizal, inquieto por los temas de barriada, coparticipativo. Muy trabajador. Su partida prematura nos dejó sorprendidos. Era un tipo de dar buenos consejos y sereno al hablar, firme en sus acciones”, comenta Antonio Juan Coquel, amigo de toda la vida. En los últimos días había trabajado en su taxi, a pesar de algunos achaques de salud. Vivió en la calle Lomba, en Espíritu Santo y en el callejón Angosto. Antonio dice que, si no fuera por el confinamiento, su sepelio hubiera sido muy concurrido, por el cariño de los vecinos y lo extensa de la tradicional familia Gaviria.
Pocas semanas antes también se había ido Roque Alberto Hoayeck Martelo, nacido y criado en el barrio. Murió repentinamente mientras cursaba una convalecencia. Por esos días disfrutaba en su casa materna, en la calle Lomba, pero residía hacía mucho tiempo en Nueva York, con su esposa, hijos y nietos. El confinamiento actual les impidió estar juntos en esos momentos finales. De joven fue ejecutivo de ventas en varios almacenes de la ciudad, hasta cuando se fue para la Gran Manzana, donde trabajó hasta pensionarse. Hizo parte de The Happy Boys, el club de amigos getsemanicenses fundado en 1966. “Sus amigos le decíamos “Roquito’, Rompelienzo’ o ‘Roque Pava’”, nos cuenta Medardo Hernández Baldiris, su amigo por más de cincuenta años.