Un barrio que ha sido muchos

Transformación, tradición, identidad y patrimonio
EDITORIAL

Cuando se estudia a Getsemaní se llega a una conclusión sencilla y con varias implicaciones: desde su inicio hace casi cinco siglos ha sido un barrio en una incesante transformación. Primero extramuros, luego amurallado; puerto; entrada y defensa estratégica de la ciudad; un temprano lugar de mestizos pero también de raíces negras y africanas; sumando -hasta mediados del siglo pasado- a la provincia, que entonces llegaba hasta Montería, cuando el departamento de Bolívar era casi un país. Y luego llegaron los sirio libaneses y cuanta marinería del gran caribe se apostaba en El Arsenal. Cuentan que a veces uno podía pararse en una esquina y escuchar tres o cuatro idiomas distintos.

Y en el siglo XX la transformación tampoco se detuvo. Por el contrario, se aceleró: la apertura del Mercado Público (1905) potenció a la vez al puerto. El tren de Calamar llegaba a la Matuna e incluso los primeros aviones acuatizaron en la bahía de las Ánimas. Todo un ejemplo de intermodalidad de transporte que no hemos podido replicar un siglo después, como lo dijo un experto. También albergamos industrias nacientes que luego se desplegarían por toda la ciudad. Y el comercio, las boticas y los suministros se vendían en nuestras calles. No por casualidad el Club Cartagena, el de la élite cartagenera, se instaló en la Media Luna frente al parque Centenario. Décadas después, cuando el mercado fue trasladado (1978), vino una época difícil que todavía se recuerda en el barrio.

Entonces ¿es algo inevitable y natural que Getsemaní siga transformándose y deberíamos simplemente observar cómo ocurre? En ese punto hay que ir despacio y la primera tentativa de respuesta es un no rotundo.

La más importante razón para ese “no” es esta: hay una tradición social y humana que se ha sostenido a los largo de siglos. En la memoria de quienes lo habitan desde hace décadas hay una época imprecisa, pero en todo caso de cuando estaba el mercado público, en el que en el barrio primaban unos lazos sociales, de solidaridad, apoyo y crianza colectiva de los niños y un cuidado mutuo entre vecinos. Una tradición de la que quedan ecos y una manera de relacionarse con la gente y el barrio que es muy característica del getsemanicense.

Y están las tradiciones, tanto las muy antiguas, como las que han ido naciendo y renovándose: el Cabildo, Ángeles Somos, Bolita de trapo, Semana Santa, los juegos tradicionales, hasta el pretileo y ese hacer las cosas del hogar en la puerta de la casa. Tantas expresiones que está en curso la aprobación por parte del Ministerio de Cultura de un Plan Especial de Salvaguarda para proteger nuestra vida de barrio

Pero esa tradición que se añora y se quiere proteger no se generó ella sola en el siglo pasado, al simple amparo del mercado y del puerto. Eso viene de antes. Getsemaní tiene, además, un carácter independiente y contestatario del poder desde mucho atrás. Valga la pena citar el papel de este barrio en la Independencia de Cartagena, de mano de líderes como Pedro Romero y otros muchos.

Y como si lo humano, lo histórico y lo social no fuera suficiente, está lo patrimonial. Sus calles, casas, construcciones y murallas son un tesoro celebrado por la humanidad a través de la Unesco, lo que conlleva obligaciones para la Nación, el Distrito y el propio barrio para preservarlas.

No hay, pues, una fórmula mágica, precisa e indudable para equilibrar la transformación, la tradición, la identidad y el patrimonio. Un elemento sí es esencial en cualquier caso: escuchar al barrio, cosa que no siempre sucede. Al menos un par de ejemplos muy recientes dan cuenta de cómo estos factores en ponen en juego cada día: el cerramiento de la plaza de la Trinidad y la celebración de una festival de murales.

El acordonamiento de la plaza fue una respuesta a la marea de turistas que al atardecer la convierten en la mayor aglomeración por metro cuadrado del Centro Histórico. Todas las noches. Y con ellos, la venta y consumo de licor y sustancias ilegales. Pero al mismo tiempo la mayor parte de vendedores de comida estacionaria son del barrio y esta plaza es desde siempre el centro de la vida comunitaria. Las opiniones estuvieron divididas. Al cierre de esta edición acababa de ser prohibida la venta y porte, tanto de licor como de sustancias ilegales en cualquier cantidad. Y también se ordenó el cierre a las doce de la noche de las ventas estacionarias.

En el caso del festival, un importante colectivo cultural y sus invitados internacionales, dedicaron varios días a pintar modernos y estéticos murales en muy variadas paredes y rincones de Getsemaní. En una reunión posterior representantes de la comunidad no dudaron de sus buenas intenciones, pero se quejaron de tres puntos fundamentales: no se les consultó suficientemente; no se siguió o se saltó el procedimiento institucional ante el Instituto de Patrimonio y Cultura (IPCC) y demás autoridades; y los murales no contribuían a forjar un relato del barrio, de sus imaginarios y sentires. Un asistente reflexionó sobre la ya estudiada relación entre arte urbano y gentrificación: al final todo puede resultar en un efecto contrario al de preservar una tradición y de fortalecer la presencia de la población raizal. Suelen convertirse en un reclamo turístico que al mismo tiempo cambia el relato del barrio por uno que viene de afuera.

Dos conceptos clave

Para que cada quien decida sus argumentos es bueno diferenciar entre al menos dos términos que en ocasiones tienden a cruzarse. Esto es clave porque las soluciones dependen de cómo se defina el problema. Los usos del suelo y las dinámicas sociales cambian según se trate de lo uno u lo otro. Habría otros términos que podrían entrar aquí como densificación y re-densificación o renovación urbana, que quiso usarse hace unas décadas para cambiarle todo el perfil al barrio. Pero por ahora estos dos parecieran los términos clave.


Turistificación

Venecia es el ejemplo perfecto de cómo el turismo sin control le cambia por completo la vida a una ciudad convertida en destino mundial, como le está ocurriendo a Cartagena y a Getsemaní. De hecho, algunos llaman Síndrome de Venecia a la turistificación: llegan tantos viajeros que es prácticamente imposible vivir allí. Las románticas postales de parejas navegando en góndolas o tomando el vaporetto para ir de un lugar a otro, como si fuera un autobús acuático, ahora son solo eso: postales de lo que alguna vez fue. 

Es un término reciente que la Fundéu acepta como una palabra válida y que “alude al impacto que tiene la masificación turística en el tejido comercial y social de determinados barrios o ciudades”. Luego lo amplía como “el impacto que tiene para el residente de un barrio o ciudad el hecho de que los servicios, instalaciones y comercios pasen a orientarse y concebirse pensando más en el turista que en el ciudadano que vive en ellos permanentemente”.

Por estos días se discute en un barrio tradicional de Barcelona, España, si poner o no en cierta esquina una placa que reconozca que allí vivieron por varios años Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, quienes luego fueran premio Nobel de literatura. Los vecinos de ambas casas no quieren hordas de turistas tocando a su timbre para preguntar esto u lo otro, tomarse fotos, etc. Es un caso menor, pero refleja una discusión que lleva varios años en esa ciudad y en Madrid. Algunos sectores de Rio de Janeiro, Estambul, Santorini, Lisboa o Praga, son otros ejemplos. Casi siempre se trata de barrios patrimoniales ubicados en el centro de la ciudad, que vivieron una cierta decadencia y de un par de décadas para acá se han convertido en el objeto del deseo de millones de viajeros.

Hay que tener en cuenta que el turismo se ha convertido en toda una dimensión de la vida contemporánea. Eso no pasaba antes. Viajar era un asunto de pocos y muy de vez en cuando. Ahora el abaratamiento de los viajes aéreos y el imaginario de que debemos conocer todo sitio cuanto podamos es un fenómeno sociológico y humano relativamente reciente. Y no parece que vaya a parar en las próximas décadas. Esto implica una presión enorme para los vecinos de estos barrios: cada vez es más caro comprar o arrendar un inmueble; la alimentación y los servicios suben hasta llegar a niveles de Nueva York o París; los locales comerciales se arriendan con costos por la nubes y a su vez esto encarece los productos que se venden en ellos; las plataformas digitales y la proliferación de todo tipo de alojamiento colapsan en las fechas con más viajeros, etc.

En Cartagena ya empieza a haber una incipiente reacción. Memes y actos artísticos alrededor de ideas como “Primero el ciudadano y luego el turista” o “Del Pie de la Popa para allá” reflejan una actitud crítica frente a este fenómeno, que en Cartagena termina confluyendo con la histórica desigualdad económica y social que se encarna en nuestra ciudad.


Gentrificación

La Fundéu también lo acepta y lo define así: “es una adaptación adecuada al español del término inglés gentrification, con el que se alude al proceso mediante el cual la población original de un sector o barrio, generalmente céntrico y popular, es progresivamente desplazada por otra de un nivel adquisitivo mayor”.

La socióloga inglesa Ruth Glass fue la primera en usarlo, en 1964, cuando estudiaba las transformaciones urbanas del Londres de entonces. Gentry en inglés es una palabra que designa a la baja y media nobleza, y representaba a esa clase social que estaba tomando los espacios de algunos barrios populares. 

Como se ve, hay una diferencia de fondo con la turistificación. Teóricamente podría pensarse en un barrio en el que toda una clase social popular sea desplazada por una con más recursos y que, además, esta se organice en conjuntos cerrados en los que no se escuche ni se vea el mínimo elemento externo, nada de lo que antes había allí. Y por supuesto, ni un solo turista a kilómetros a la redonda. No es la única forma. Un centro comercial también podría gentrificar a un sector de pequeños propietarios de comercios.

Y la gentrificación tiene una doble cara para los vecinos. Hay los que salen expulsados sin recibir mayor cosa a cambio y los que legítimamente venden su predio a unos precios que les permiten asegurarse el futuro propio y de la familia. En la mitad quedan los que nunca quisieran irse, pero a quienes los costos de los servicios, los impuestos y la vida en el barrio los obliga. También, los que tienen las condiciones de resistir y permanecer; los que saben que les podrían dar un dineral por su casa pero valoran más el arraigo, la esencia del barrio y persisten en mantenerla. Getsemaní es un buen ejemplo de esos matices.