Wilmer Sierra tiene de 41 años, pero a primera vista parece de menos edad. Es moreno, delgado y de cabello corto, usa franela y gafas redondas de color tornasol. Cuando no está en su oficio es muy relajado, algo así como alguien de una honda hip hop, con un acento particular que a veces cuesta definir como cartagenero. Su papá es Hugo Sierra, vecino de la Plaza de la Trinidad.
“A mis veinte años comencé peluqueando a mis amigos en el barrio. Después me fui a trabajar a una peluquería en Nueva York, donde perfeccioné las técnicas y aprendí cosas nuevas. Regresé hace cinco años, porque tuve inconvenientes en Estados Unidos. Desde entonces tengo la peluquería en la sala de mi casa”, cuenta Wilmer.
Dice que para hablar de autoridades en temas de barbería hay que mencionar a Juancho Redondo, afamado barbero de los 70 y 90. “Él peluqueaba en el atrio de la iglesia de la Trinidad. Ese era su punto. Lo buscaban mucho, duró varios años ejerciendo ahí. Empezaba a peluquear desde las diez de la mañana, tomaba un descanso a la una de la tarde para almorzar y de ahí seguía hasta las seis de la tarde. Cobraba diez pesos por corte. Era su rutina todos los días. Crecí viéndolo peluquear. Luego se fue a trabajar a la Peluquería Francesa, en la Matuna”.
Peluquearse hoy
En la actualidad hay varias barberías profesionales en Getsemaní. “La gran mayoría de pertenecen a personas de afuera del barrio. Además, el público es diferente. No solo locales, sino también los extranjeros, se han convertido en muy buenos clientes”, dice. “Hace veinte años un corte podía costar diez pesos, hoy la peluqueada está alrededor de 15 a 30 mil pesos, sin incluir la barba, eso se cobra por aparte”, explica.
“Un aspecto importante es que la técnica ha cambiado. Antes se realizaban cortes regulares, es decir un corte uniforme por toda la cabeza. Hace unos cinco años comenzaron los degradés y figuras en la cabeza. Esos cortes son influenciados por los Estados Unidos. Cuando regresé de Nueva York me di cuenta que los grandes peluqueros de la ciudad no borraban bien la línea del degradé y yo sí, por el tipo de máquina que usaba. Ahí me fui ganando respeto entre el gremio”, afirma.
“La peluquería es mi principal fuente de ingresos. Con eso vivo y me sostengo. Así como yo, hay muchos. Es un negocio rentable y más ahora que nos visitan una gran cantidad de turistas en el barrio. La cuestión es seguir preparándose y estar al tanto de todas las tendencias que salen”, puntualiza Wilmer.
Mientras son peluqueados los clientes disfrutan de la vista de la plaza de la Trinidad. Wilmer no les abre conversación, como es el cliché de su oficio. Apenas les pregunta si prefieren esto o aquello respecto del corte. Es muy diestro con la máquina, concentrado y se le nota la experiencia. Al acabar sacude lo que queda y retira la capa. El cliente sabe que ya todo acabó cuando él le dice: -Listo, terminamos-. Un peluquero efectivo.