Foto: Eduardo García Moreno

Vista desde un balcón enorme en la calle Larga

SOY GETSEMANÍ

Para mí todo comenzó luego que mamá me dijera: “Mija, el padre Salazar desocupó nuestra casa en Cartagena. Vamos a empacar para mudarnos y celebraremos Navidad con papá y la familia en tierra caliente”. “¿Y mi colegio qué?”, atiné a preguntar. “Allá también hay colegio.” No hubo más duda: comenzamos la empacadera.

Corría el final de 1963. Habíamos llorado mucho por la muerte del Papa Juan XXIII, y por el asesinato de John F. Kennedy, el presidente de Estados Unidos. Celebramos nuestra primera Navidad y Año Nuevo en la casa del balcón más grande que había visto, y desde donde soltábamos la canastica amarrada a una cabuya para subir los periódicos que el pregonero anunciaba “Tiempoooo, Sigloooo, Espectadooor, Diario de la Costaaaaa”, mientras esperábamos el bus del colegio. Después de cenar, al comenzar la noche, corríamos al otro extremo del balcón largo a ocupar nuestras mecedoras de palito, descolgar la canastica para subir helados de frutas de “El Polito”, jugar a las adivinanzas, saludar a cuantos pasaban por enfrente, contar las estrellas, sentir el fresco de la noche en nuestras caras, hasta cuando todo el frenesí del día se volvía silencio. Mariela decía entonces: “Los toldillos ya están listos” y nuestros padres contestaban: “A la cama, hora de dormir”.

Lo que también era bien largo, era la calle: La Calle Larga. Y a la pregunta de por qué se llamaba así, la respuesta fue “porque esta es la Calle 25, que baja por el puente Román y sigue derecho hasta el final de Manga”. Era la primera vez que vivíamos en una calle así, donde las familias tenían negocio en el primer piso y vivían en el segundo. O si las casas eran de un piso, eran altísimas y los negocios quedaban muy a la mano, en el mercado o en el barrio. Todo quedaba cerquita, íbamos a pie, y si nos movilizábamos el tiempo máximo era quince o veinte minutos.

Eran las épocas en las que el tiempo no se medía tanto por el reloj sino por la rutina diaria y la vida cotidiana de los que habitábamos o transitaban por La Calle Larga y las otras del barrio. Las mañanas para la familia del balcón más grande que yo había conocido comenzaba muy temprano, con ida a la playa en el busesito pringacara de Bocagrande-Marbella, que tomábamos en la Torre del Reloj frente al embarcadero de las lanchas que llevaban víveres, abarrotes y pasajeros para Turbo y el Chocó. Después regresábamos, nos alistábamos, desayunábamos y los negocios abrían mientras esperábamos el bus para ir al colegio. Este era un bus limpio, de colores, con rines plateados, brillanticos, pito sonoro y que de pringacara no tenía ni el asomo.

Al medio día regresábamos, almorzábamos en familia conversando o escuchando música, hacíamos siesta, Papá abría el negocio y nosotros volvíamos al colegio. Por las tardes paseábamos y pescábamos en la bahía. Los yates y los botes tenían sus muelles y cobertizos en lo que hoy es el parque y parqueadero del Centro de Convenciones.

Nuestros teatros favoritos eran el Rialto, el Padilla, el Teatro Cartagena, el Colón (todos en Getsemaní); el Miramar, en el Pie de la Popa; el Circo Teatro y el Teatro Heredia, en San Diego. No teníamos televisor, de manera que veíamos cine desde el techo de la casa. Nos sentábamos cómodamente en el caballete, mirando hacia la pantalla del Rialto. Cabe decir que la programación de todos los teatros era excelente y variada para niños, jóvenes y adultos, repartida en horarios de vespertina y noche para los teatros descubiertos. Los únicos cubiertos eran el Cartagena y el Teatro Heredia, con programaciones de matinal, matiné, vespertina y noche. El teatro Heredia era el teatro de las óperas, las zarzuelas, los ballet y las clases de baile del profesor Torres. La costumbre para las chicas era encontrarnos al ritmo del pasodoble España Cañi, del El Lago de los Cisnes, y de bambucos y cumbias. Los gimnasios no existían. ¿Para qué?

Jugábamos en los patios grandes de las casas con los García, los De la Torre, los Moreno, los Ferrer, los Uribe, los Díaz, los Vargas, los Cure, los Aweta, los Román, los Bechara, los Eljach, los Niebles, los Restrepo, los Valencia, los Guzmán, los Montoya, los Meluk y otros que de un tirón no jala mi memoria… Aunque en esa época los apellidos no contaban para jugar al quemao, el bate, la tapita, el velillo, la oa, las bolitas, el trompo, al escondite, los yares, la peregrina, la gallina ciega y las rondas. Contaba el que estuviera libre y presto para unirse al juego. De hecho Getsemaní era punto focal y de encuentro para las gentes de todas las profesiones, oficios y saberes. Era la época en que las familias andaban juntas. Los hombres negociaban y hablaban de política mientras las mujeres charlaban, intercambiaban fórmulas de cocina, escogían modas, muebles y estilos de decoración, hacían manualidades, oraban e intercambiaban consejos y oraciones, mientras los hijos, con los oídos parados y ojos avizores, jugábamos a la distancia y al oído de las mamás quienes ante cualquier silencio repentino gritaban “Fulanito, Fulanita, ¿qué están haciendo!?”

Es decir, las casas de la Calle Larga siempre estaban llenas de familias que vivían en el barrio, venían de otros barrios, o de los pueblos y ciudades trayendo sus productos o cosechas para vender, y a la vez aprovisionarse de lo que no se conseguía en su región sino únicamente en la capital de Bolívar: nuestro Corralito de Piedra. Por eso eran rutinarios los recorridos para mostrar con orgullo a todos los que venían a la casa del balcón más grande que conocí -antes de ver otros balcones semejantes-. También lo eran los baños de mar y las celebraciones con buena comida cartagenera y árabe.

Con los años esa cotidianidad de la Calle Larga cambió. El turismo cobró fuerza y Getsemaní entra a formar parte de lo que hoy en día es Patrimonio Universal Cultural de la Humanidad. Con una historia que todos, más allá del tiempo, del barrio, del Distrito Turístico, del departamento y de nuestro país, hemos ayudado a construir. Tenemos la fe y la esperanza que las fuerzas vivas creadoras continúen nutriendo a las nuevas generaciones para que engrandezcan nuestra huella y a este Patrimonio de de la Humanidad.